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La guerra de Vietnam continúa matando civiles cuarenta años después

Minas antipersonas desactivadas en Camboya. /Fotografía: Neil Rickards

Carlos Sardiña

Bangkok —

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El pasado 15 de agosto se cumplió el cuadragésimo aniversario de la última misión de bombardeo ejecutada por los Estados Unidos en el Sudeste Asiático en el contexto de la guerra de Vietnam. Las tropas estadounidenses no se retirarían definitivamente de Saigón, la capital de Vietnam del Sur, hasta dos años más tarde. Tras haber librado la guerra con una brutalidad escalofriante, el ejército más poderoso del mundo había sido derrotado por un enemigo mucho peor equipado y, en principio, infinitamente más débil, que llevaba 30 años combatiendo, primero contra los franceses y después, sobre todo a partir de mediados de los años sesenta, contra Estados Unidos. A día de hoy las consecuencias del conflicto continúan materializandose en muertes de civiles: al menos 500 personas murieron o resultaron gravemente heridas en Vietnam, Camboya y Laos por culpa de las detonaciones de bombas y minas que quedaron desperdigadas por la zona.

Pero la guerra no sólo dejó un elevado número de víctimas civiles en la región (diferentes cálculos sitúan la cifra entre un millón y tres millones de muertos) e hizo posible el régimen genocida de los jemeres rojos de Pol Pot en Camboya (que se cobró las vidas de casi dos millones de camboyanos entre 1975 y 1979), los “bombardeos de desaturación” o las “operaciones de búsqueda y destrucción” de Estados Unidos dejaron un rastro de devastación en Indochina (Vietnam, Camboya y Laos) con el que han tenido que lidiar en solitario los vencedores desde entonces.

Cuarenta años más tarde, aquella guerra sigue cobrándose víctimas entre la población civil de Indochina. Según activistas y las bases de datos de los gobiernos de Vietnam, Camboya y Laos, durante el último año al menos 500 personas murieron o resultaron gravemente heridas en los tres países como consecuencia de las detonaciones de bombas y minas que quedaron desperdigadas en extensas zonas de la región. En Vietnam, muchas de las víctimas son niños que juegan en el campo o campesinos empobrecidos que se dedican a buscar y vender la chatarra que dejó la guerra.

Para hacerse una idea de la magnitud de los bombardeos, basta con observar una cifra: entre 1965 y 1973, el ejército de Estados Unidos lanzó sólo sobre el territorio de Camboya (cuya superficie de 181.000 kilómetros cuadrados equivale aproximadamente a la suma de las de Castilla y León y Castilla la Mancha) poco más de 2.750.000 toneladas de bombas. Para poner esa cifra en perspectiva, hay que tener en cuenta que es superior a la de algo más de dos millones de toneladas que los Aliados lanzaron a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial tanto en Europa como en el norte de África y Asia, incluyendo las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki. La mayor parte de los bombardeos tuvieron lugar en la zona oriental del país, lo que probablemente convierta esa región en la más bombardeada de la historia.

En Vietnam, Estados Unidos lanzó 7,8 millones de toneladas de bombas durante la guerra, y se calcula que quedaron sin detonar unas 800,000 toneladas. Según el Gobierno vietnamita, esas bombas que quedaron en su territorio han matado o herido de gravedad a más de cien mil personas desde que la guerra acabó definitivamente en 1975, aunque es probable que la cifra sea más alta, ya que muchas víctimas nunca llegan a quedar registradas en los archivos.

Las bombas sin detonar y minas antipersonales no son los únicos legados de la intervención estadounidense en Indochina que se siguen cobrando víctimas en Vietnam. En los diez años comprendidos entre 1961 y 1971, Estados Unidos vertió en el campo vietnamita 43 millones de litros del famoso “agente naranja”, un potente herbicida y defoliante fabricado por la empresa Monsanto en los años sesenta. Aquella campaña formaba parte de una guerra química diseñada con un doble objetivo: por un lado, arrasar zonas boscosas para que los guerrilleros del Vietcong no pudieran refugiarse de las bombas y, por otro, destruir tierras de cultivo para empujar a la población rural a emigrar a las ciudades controladas por el régimen de Vietnam del Sur, aliado de Estados Unidos, y que las guerrillas no pudieran obtener alimentos.

El “agente naranja” contiene una toxina llamada TCDD que se ha mantenido en el medio ambiente y la cadena alimentaria durante años y provoca que cada año nazcan miles de niños con malformaciones en el país del Sudeste Asiático. Cruz Roja calcula que hay unos 150.000 niños vietnamitas aquejados de malformaciones congénitas relacionadas con el “agente naranja”.

El Gobierno estadounidense no comenzó a ayudar a Vietnam a retirar el material explosivo que había dejado durante la guerra hasta 1998, y afirma que, desde entonces, ha gastado 65 millones de dólares en tratar de eliminar el peligro de las bombas sin detonar. Mientras tanto, año pasado, el Gobierno estadounidense se comprometió por primera vez a limpiar los restos del “agente naranja” en los alrededores de la base de Danang, en el centro de Vietnam. Estos programas se producen en el contexto de un lento proceso de acercamiento entre los antiguos contendientes en el que priman más las consideraciones geoestratégicas que el humanitarismo: ambos países desean contener la creciente influencia de China, enemigo secular de Vietnam y la única superpotencia que amenaza con hacerle sombra a Estados Unidos. Pese a que la enemistad entre ambas naciones parece estar en cierto modo olvidada, desde un punto de vista político, aún habrán de transcurrir varios años hasta que deje de morir gente como consecuencia de una guerra que finalizó hace mucho tiempo.

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