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Tener sed por culpa de la caña de azúcar

Las voces de alarma aparecieron en la comunidad de Jocotá cuando percibió que la laguna había comenzado a secarse | Nazaret Castro

Nazaret Castro

En el Caserío de Jocotá, los habitantes dependen por completo de su laguna. Hasta donde les alcanza la memoria, les proveyó agua limpia, alimento y, también, recreo y paisaje, pero todo cambió hace tres años: la caña de azúcar llegó entonces a las cercanías de esta aldea remota del departamento de Retalhuleu, en la Costa Sur de Guatemala. Las voces de alarma aparecieron cuando la comunidad percibió que la laguna había comenzado a secarse, como secos están ya los pozos artesanales de los que extraían el agua para beber.

Si algo se escucha conversando con las comunidades afectadas por el monocultivo de caña es que esta planta provoca sed. La caña de azúcar requiere grandes cantidades de agua, para lo cual los ingenios construyen enormes pozos industriales que afectan a los acuíferos y dejan secos los pequeños pozos artesanales de las comunidades indígenas y campesinas afectadas.

Además, este monocultivo ha sido asociado con el cambio climático -más calor y menos lluvias- y con la desertificación del suelo. En la Costa Sur guatemalteca, es frecuente observar cómo los ríos han sido desviados para dar cuenta de la demanda hídrica de las plantaciones, mientras se descuidaba todo lo demás.

Las plantaciones de caña ocupan el 10% de la tierra en el país centroamericano, alimentando una industria que representa un nada desdeñable 3% del PIB.

En Jocotá, la pobreza se siente en las ropas de sus habitantes, en las sencillas viviendas construidas a base de palos. Ellos no piden dinero, ellos exigen que no les roben el agua. Que les respeten su laguna, ese gran tesoro del que, hasta ahora, han sabido cuidar.

“Esto que tenemos es un tesoro”, dice Felipe uno de los líderes comunitarios mirando la laguna. El nombre es ficticio, como el resto de los que aparecen en este reportaje, para proteger su identidad en un país donde defender el territorio coloca en riesgo la vida. Él lo sabe: “Sé que nos pueden desaparecer, pero prefiero que me maten a mí y vivan mis hijos”, dice. Por eso han comenzado a recoger pruebas y han solicitado análisis de la calidad del agua de la laguna, que podría estar afectada por la contaminación provocada por los agrotóxicos que se aplican a la caña, como sugiere la aparición de peces muertos.

Su preocupación es compartida por la de muchos miembros de la comunidad, que ven cómo se degrada su modo de vida, sin que se les proponga alternativa alguna. “Qué será de nuestros hijos”, repiten, y explican cómo les sacaron de las tierras en las que cultivaban maíz, cuando el ingenio El Pilar (Empresa Agropecuaria) se hizo con ese suelo que hasta entonces ellos arrendaban. Afectada la laguna, comienza a faltar también el abundante pescado que siempre les proveyó: “Antes ibas a pescar y en dos horas tenías el jornal; hoy estás el día entero y no sacas casi nada”, arguye Felipe.

“No queremos que nos den beneficios: queremos que se vayan”, aseguran las mujeres de la comunidad. La empresa argumenta que genera más de 4.500 empleos directos, pero ninguno de ellos en el Caserío Jocotá, donde la precariedad es tal que los vecinos no tienen ningún documento legal, como exige el ingenio.

“No les dan trabajo si no se acuestan con el encargado”

No les va mucho mejor a las comunidades donde el ingenio sí emplea a algunos trabajadores, como sucede en Conrado de la Cruz, departamento de Suchitepez. Allí, denuncian, las jornadas de doce horas, bajo el durísimo sol tropical del mediodía, son remuneradas por debajo del salario mínimo legal rural, establecido en 80 quetzales (algo menos de diez euros), y eso, solo si el empleado llega puntual y cumple con las tareas impuestas por el patrón.

Dicen que cortar caña es uno de los trabajos más duros que existen. Aún así, trabajar en las plantaciones es un privilegio en comunidades donde el monocultivo es la única fuente de ingresos, y las formas tradicionales de vida han sido devastadas. Sin embargo, muchos ingenios escogen traer cuadrillas de trabajadores llegadas de otras regiones; además, las comunidades denuncian que no quieren contratar a los mayores de 40 años.

Las mujeres, como siempre en Guatemala, se llevan la peor parte. “Les pagan menos que a los hombres aunque hagan el mismo trabajo, y les tratan de una forma humillante. No tienen ni tiempo para comer”, cuenta Avelina (nombre ficticio) en Conrado de la Cruz. “No les dan trabajo si no se acuestan con el encargado”, asegura. Su denuncia no ha llegado a ningún juzgado, pero se repite en varias comunidades de diferentes regiones que tuvo oportunidad de recorrer esta reportera. A veces, el miedo y el hambre hacen tolerable lo intolerable.

Quienes antes vivieron con austeridad, pero con tranquilidad y cierta holgura, de la agricultura y la pesca tradicional, hoy se enfrentan a la miseria más absoluta. “Qué iremos a hacer, sólo Dios sabe”, concluye una anciana en Conrado de la Cruz. A su lado, una campesina increpa: “¡Sólo lo de ellos vale! ¿Es que nosotros no valemos nada?”

Concentración de la producción de la caña 

“Agregamos valor a nuestros productos implementando las mejores prácticas internacionales en calidad e inocuidad, salud y seguridad ocupacional y medio ambiente”, asegura en su página web Pantaleón Sugar Holding, el mayor ingenio de Guatemala. El sector azucarero guatemalteco se caracteriza por su alto grado de concentración.

Nueve ingenios se reparten el pastel; el mayor de ellos es Pantaleón Sugar Holding, que acapara el 19% de la producción; le siguen Magdalena, Santa Ana y La Unión. Detrás de cada uno de esos grupos empresariales, hay poderosas familias, como los Herrera o los Campollo. Para este último caso, los papeles de Panamá probaron la existencia de un entramado de empresas offshore mediante el cual el Grupo Campollo, con la connivencia del poder político, evadía impuestos.

“En Guatemala, la profundidad del racismo y el patriarcado han configurado una sociedad dañada y enferma, conflictiva, que difícilmente se reconcilia con su identidad indígena”, resume Ana Cofiño, coordinadora del periódico feminista La Cuerda.

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