La drogadicción consume Nepal: “Salvo que robemos, no le importamos a nadie”
El tiempo en las calles de Pokhara puede pasar muy despacio. Sobre todo para el nutrido grupo de niños y de adolescentes que ni estudian ni trabajan. Matan las horas, los días, y los meses con una bolsa de plástico a los pies de los colosales picos del Annapurna. Pero no es una bolsa cualquiera, claro: es la que contiene el pegamento que inhalan, la sustancia que les permite vivir en un indoloro mundo paralelo de risas y buen rollo. Lo compran por menos de un euro el bote, y lo disfrutan en los solares abandonados de la tercera mayor ciudad de Nepal. Casi todos tienen menos de 14 años, y son huérfanos o han huido de sus familias. Es el caso de S. N., que decidió escapar de los abusos de su padre alcohólico hace cuatro años, cuando sólo tenía nueve. Ahora recoge chatarra cuando necesita dinero, una labor que le da “para comer y para esnifar”. No necesita más.
“Cuando empiezas a darle al pegamento, ya no hay salida”. El adolescente reconoce que está enganchado, y que si no puede esnifar necesita alcohol o marihuana para evitar el síndrome de abstinencia. Aunque le gustan más, no se los puede permitir. “Salvo que robemos, no le importamos a nadie”, comenta entre risas que no concuerdan con la dureza de sus palabras. Pero no miente. No reciben ningún tipo de ayuda por parte del Gobierno y sólo una organización cristiana les da alimento a cambio de convertirse a su religión. “Tenemos que asistir a sus reuniones en las que nos hablan de la Biblia y esas cosas para que nos den comida. Creo en Jesucristo porque me llena la barriga”, comenta entre las carcajadas de sus amigos antes de volver a coger su bolsa y aspirar hondo.
Arjun Nepali, que tiene ya 16 años y observa la conversación desde un rincón de la chabola construida con uralita y paneles de madera en la que se reúnen, no ríe tanto. Es consciente de su adicción, y sabe que tendrá consecuencias negativas en lo que le queda de vida. “No voy a la escuela y no creo que nadie vaya a darme trabajo en esta situación”, afirma. Pero se ve incapaz de escapar. “Cuando mi madre murió comencé a sentirme solo, apartado de mi familia. Así que busqué amigos en esta zona. Ahora son lo único que tengo, las únicas personas en las que puedo buscar ayuda si la necesito”. Pero esa amistad tiene un precio elevado. “Trato de esnifar lo menos posible, pero no hay nada que hacer. Aquí no tenemos alternativa. Mi temor es que terminemos consumiendo otras sustancias peores”.
Su miedo está bien fundado. Lo demuestra un estudio gubernamental llevado a cabo en 2013. Sus conclusiones fueron demoledoras: después de haber conseguido reducir a la mitad la tasa de drogadicción de la década de 1990, cuando el 90% de los menores de 25 años de las zonas urbanas reconocían abusar de drogas que no eran ni el alcohol ni el tabaco, en sólo seis años el número de adictos se ha duplicado en Nepal. Un 93% de ellos consume opiáceos -heroína en un 68%-, y aumenta el porcentaje de quienes se inyectan tranquilizantes como morfina, diazepam o nitrazepam. El 12,7% esnifa algo. El principal problema que deja al descubierto el estudio reside en el perfil del adicto: la inmensa mayoría tiene menos de 30 años -el grupo más nutrido lo forman quienes tienen entre 20 y 24 años-, un 32% probó los estupefacientes por primera vez con 15 años o menos, y la cifra total continúa aumentando a un ritmo del 11% anual. Un tercio está desempleado, y sólo un 7,6% recibe algún tipo de tratamiento.
Divesh Gurun es uno de esos pocos afortunados. Son las 9.35 de la mañana y está visiblemente nervioso. Ya hace más de 24 horas que tomó su última dosis. El ‘mono’ comienza a hacer mella en su organismo. Hace dos años largos que dejó de inyectarse un cóctel de diferentes medicamentos que lo elevaban al Nirvana y que destrozaron su vida, pero la adicción persiste. Ahora necesita metadona. Son 10 miligramos que le permiten llevar una existencia ‘normal’, y es la enfermera Dipa quien hoy tiene en sus manos el fin de su sufrimiento. Ella es quien dispensa el líquido de sabor limón que ha ido sacándole del oscuro agujero en el que cayó “por seguir la corriente”. Si el tratamiento sigue su curso correctamente, en unas semanas estará ‘limpio’.
Si finalmente lo consigue, el suyo no será sólo un logro personal, también demostrará la valía del programa de rehabilitación del Hospital Regional Oeste de Pokhara, en el que participan 63 drogadictos como Gurun. Sus responsables necesitan el éxito tanto como él, porque las dificultades económicas están haciendo peligrar la continuidad de un proyecto que Nepal precisa ahora más que nunca. No en vano, aunque la intensificación de los controles fronterizos ha conseguido multiplicar por 12 el precio de los ‘cócteles’ más populares, las mafias que controlan el negocio no han tardado en ‘cocinar’ alternativas más baratas. Así, más del 50% de los adictos sólo necesita un máximo de tres euros para ‘chutarse’, pero los aditivos utilizados para rebajar la pureza de los estupefacientes pueden resultar todavía más nocivos para la salud que la propia heroína. “Cuando los hippies se fueron, las drogas se quedaron”, afirma Rajendra Shrestha, psicólogo de uno de los principales centros de desintoxicación del país, Freedom Centre. “Y ahora muchos son incapaces de evitar la transición de las más suaves a las más duras”.
Anup Gautam empezó fumando marihuana en la escuela y fue saltando a sustancias más contundentes hasta que terminó inyectándose una jeringuilla en el abdomen. Al final, cuando se convirtió en un fantasma, su familia le obligó a recluirse en un centro de rehabilitación que bien podría haber sido de tortura. “Los primeros días nos daban algo de droga, pero luego nos la quitaban de golpe y nos apaleaban si teníamos el síndrome de abstinencia. A veces nos ponían a contar piedras todo el día como castigo, era horrible”, recuerda. Así, no es de extrañar que, como muchos otros, Gautam recayese poco después de abandonar el centro. “Tengo hijos, y la droga era un verdadero problema económico”, admite. También le atemorizaba infectarse con el VIH, ya que el colectivo de los drogadictos es el que todavía sufre mayor prevalencia de sida. De hecho, la agencia de Naciones Unidas para el Sida (UNAIDS) estima que entre el 60% y el 70% de quienes se inyectan han contraído el virus. “Por eso, acepté participar en el proyecto de la metadona”.
Ahora, al igual que Gurun, va rebajando su dosis poco a poco. “Pero el programa ha llegado demasiado tarde para todos los que han muerto y es insuficiente para todos los críos que están en la calle”, critica. Además, según cuentan beneficiarios y personal sanitario, el presupuesto escasea. “Antes dispensaban a las 8 de la mañana, y se podía pedir una segunda dosis a la tarde. Ahora abren de 9 a 10 y sólo se suministra una dosis. Así que para matar el ‘mono’ muchos nos chutamos cualquier cosa por la tarde”, explica Subas Ramkashi, en cuyos brazos se refleja la desesperación de quien quiere abandonar más que la adicción. “Me corté las venas varias veces para dejar esta puta mierda de mundo, y me quemaba con cigarrillos para ver eso aliviaban el dolor que sentía cuando me proponía dejar de pincharme”.
En cualquier caso, los beneficiarios entrevistados para este reportaje coinciden en que el mayor problema no es sólo la escasez de programas de rehabilitación sino la falta de un futuro más allá de la metadona. “Hay presupuestos aprobados para programas de nutrición, formación, y reinserción, pero nadie sabe dónde está el dinero. Quizá haya que buscar en los bolsillos de los políticos”, vuelve a disparar Gautam. Sin esos complementos, la metadona no funciona. Lo confirman las estadísticas: sólo un tercio de quienes han participado en programas de desintoxicación en Nepal han conseguido apartarse por completo de la droga.
Las ONG son conscientes de estas graves carencias y del creciente drama que provocan. Por eso, algunas tratan de llenar el vacío del Gobierno con proyectos de generación de ingresos. Community Support Group (CSG) es una de ellas. Financiada por la española Ayuda en Acción a través de su ‘hermana’ Action Aid, CSG proporciona apoyo psicológico tanto a los drogadictos como a sus familiares, y, más importante todavía, les ofrece una salida laboral: en la planta baja de la sede se esconde un pequeño taller en el que ex drogadictos fabrican velas. Es un producto con gran demanda en un país que sólo disfruta de electricidad 10 horas al día durante la estación seca, y, como comenta con humor uno de los trabajadores, “se parecen mucho a las jeringuillas”. Con lo que ganan produciéndolas consiguen los recursos que necesitan para llevar una vida digna y el aplomo de quien se siente útil.
No obstante, las ONG no pueden sustituir la labor del gobierno. “Hace falta mayor concienciación social y más prevención en los centros educativos, porque los jóvenes no somos conscientes de los riesgos que conllevan las drogas, sobre todo las intravenosas”, comenta Joti Gurun, que, a sus 23 años, hace meses que dejó de tomar metadona y decidió dedicarse a luchar contra la drogadicción. La suya es una de esas pocas historias de superación que sirven para animar al resto a que siga sus pasos. “Pero la realidad en la calle se impone. Muchos toman la metadona y continúan inyectándose, de forma que el Gobierno termina subvencionando la adicción. Eso no funciona. Hay que ir más allá y ofrecer formación y alternativas de vida a la juventud. Sin ellas, el problema continuará creciendo”.