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De la huida al éxodo: cuatro historias de la Nakba palestina

Mdalale al-Buheisi abandonó su casa de madrugada con su familia, cuando oyeron los disparos de los soldados israelíes. / Isabel Pérez.

Isabel Pérez

Franja de Gaza —

1948. Un año después de la resolución 181 de la ONU sobre la Partición de Palestina en dos Estados, los planes sionistas de colonización de Palestina avanzaban a pasos agigantados, a pesar de la presencia de tropas árabes. El 14 de mayo de ese año se declaraba en Tel Aviv la creación del Estado de Israel.

El 15 de mayo, los palestinos comenzaban la huida en masa de sus hogares ante la llegada de grupos de sionistas armados. Ese día comenzaba la Nakba, la catástrofe del pueblo palestino que 67 años después sigue disperso en el exilio, esperando el derecho al retorno reconocido por la ONU en la resolución 194.

“Este mes, 15 mayo a 15 junio, podemos traer 10.000 inmigrantes como queramos. Nos han dado dos opciones. Para el día 25 del mes, 2.180 inmigrantes llegarán desde Europa (770 legales), ”Kedma“ (el buque Zim Line) traerá otros 400. Anteayer otro barco salió de Italia con 500 inmigrantes. Todos juntos son 13.000. La gente de ”Inmigración Ilegal“ quiere 150.000 libras palestinas por las dos naves.”

11 de mayo de 1948. Diario de David Ben-Gurion

Presidente de la Organización Sionista Mundial 1946-1956

Huir con lo puesto

Mdalale al-Buheisi tenía 21 años cuando sucedió la Nakba. Vivía en Asawafeer, la actual Shapira. En mayo de 1948, junto a su marido, sus dos hijas de 2 y 4 años y su hijo recién nacido huyeron de casa ante la inminente llegada de las milicias judías. Las familias se refugiaron a las afueras del pueblo, en huertos, debajo de los árboles.

“Vimos una fila de vehículos que se dirigía al pueblo, disparaban hacia todos lados. Nuestra casa estaba al lado de la carretera que lleva de Assawafeer a al-Maydal y Gaza. De madrugada, oímos un cañón y entonces nos escapamos de casa hacia tierra abierta. Corrimos. Era todo muy caótico. Yo me caí con mi hijo en brazos. Hacía solo tres días que había dado a luz y estaba todavía muy débil”, cuenta Mdalale.

Cuando el hambre y la sed comenzaron a apretar, los adultos y jóvenes emprendieron la peligrosa aventura de volver a sus casas en busca de alimentos almacenados, harina y agua para salir de nuevo corriendo bajo el fuego israelí. Tras recoger los granos de la cosecha, la mayoría de la gente decidió partir hacia al-Faluja donde se encontraban las tropas egipcias. Los bombardeos israelíes eran cada vez más intensos y cercanos.

“Oímos los gritos de la gente cuando bombardearon el huerto del 'Alami. Así que decidimos partir hacia la Franja de Gaza, a Deir al-Balah –explica Mdalale–. Allí hicimos unas chozas. Éramos 15 personas. Tres o cuatro meses después aparecieron las Naciones Unidas y nos trajeron tiendas blancas, una tienda para cada cinco personas. Si eran menos personas, la tienda se dividía. En ese mismo campo de refugiados sigo viviendo ahora”.

“Teníamos miles de dónums y dos casas de piedra”

A Zaki al-'Atawna la Nakba le sorprendió con 14 años. Este beduino conocía al dedillo las rutas para infiltrarse desde Gaza a territorio ocupado por Israel, de ahí que trabajara durante años con Mustafa Hafez, oficial del Servicio de Inteligencia egipcio en la época de Gamal Abdel Nasser.

“Bajo el Mandato Británico, si te encontraban una sola bala te encarcelaban seis meses, si te encontraban un rifle te destruían la casa”, relata Zaki. “Algunos compraban rifles de los egipcios, aunque los rifles eran de mala calidad. Los judíos tenían armas modernas, aviones, ...”.

El día que los armados judíos entraron en su pueblo, al-Jammama, cerca de Sderot, todos salieron corriendo, sin coger enseres ni dinero, dejando atrás hectáreas de tierras fértiles que no volverían a trabajar.

“Nosotros teníamos miles de dónums y dos casas de piedra”, asiente Zaki con la cabeza en un gesto de incomprensible injusticia. “Vivíamos de la agricultura y la ganadería. No necesitábamos nada de fuera, solo el café y algunas pocas cosas más. Incluso las telas las fabricábamos nosotros”.

Zaki recuerda que, un año después de llegar a Gaza, la ONU comenzó a distribuir ayuda alimentaria cada 15 días. Más tarde levantaron tiendas, pero con la llegada del frío y la lluvia algunos refugiados tuvieron que meterse en mezquitas.

“Finalmente, la ONU construyó habitáculos de 4 metros cuadrados para dos personas y de 9 para cinco personas, cubiertos con tejas –detalla Zaki.– Los baños estaban en la calle, no había duchas. Había lugares para hacer las necesidades en la calle”.

Zaki y su familia esperaron 17 años hasta que la ONU construyó la casa donde viven actualmente en el campo de refugiados de Jabalia.

“Nos estábamos muriendo de hambre”

Ibrahim Abu 'Abde nunca olvidará el hambre que pasaban y cómo recogían plantas y hierbas para sobrevivir. En aquella época tenía 18 años.

“Arriesgábamos la vida para ir a por madera seca por la noche. Vi cadáveres y cómo los pájaros carroñeros comían sus cuerpos”, cuenta Ibrahim. “Nos estábamos muriendo de hambre. Aquí en Gaza no había nada, solo palmeras y unas pocas zanahorias. Había un puesto militar egipcio y nos daban poca comida, arroz, harina, pero no era suficiente. La ONU tardó en darnos ayudas. Lo único que hacía la ONU entonces era abrir el paso con sus jeeps blancos y sus banderas blancas entre nosotros y los judíos, y contar cuánta gente asesinaron los judíos”.

Ibrahim había visto cómo, meses antes, barcos de judíos atracaban en los puertos de Palestina. Él intuía que algo iba a suceder. En cuestión de días se convirtieron en apátridas, expulsados de su tierra y pasaron a depender totalmente de las ayudas de la ONU.

El caso de Khadra Abula'yim, que con 7 años se vio huyendo sola sin su familia, no es el único. Las milicias sionistas irrumpieron de repente en el Hawakeer y, en cuestión de minutos, todo el mundo huyó.

“Era temprano por la mañana. Llegaron alrededor de diez vehículos blindados disparando. Todos comenzaron a correr. Los blindados iban hacia el asentamiento de Kfar Darom que estaba sitiado por los egipcios y unos beduinos. Yo los veía a lo lejos. Cuando me di cuenta de que estaba sin mi familia seguí a la gente. Llegué al mar de Gaza y vi a una vecina con su camello. Ahí esperamos un rato y luego me llevó a buscar a mi familia”, relata Khadra.

Ibrahim Asayyed tenía la misma edad que Khadra. Trabajó como taxista durante los años 70 y 80 y pasaba a menudo cerca de donde se encontraba su casa y sus tierras en Masmiyya, ahora convertidas en base militar cerca del aeropuerto de Ben-Gurion.

Con lágrimas en los ojos Ibrahim cuenta lo que sucedió ese trágico día. “Oímos un fuerte estruendo. Mis hermanos estaban con los combatientes palestinos y llegaron y nos dijeron que los judíos estaban sitiando el pueblo con tanques. El mokhtar (el patriarca del pueblo) nos dijo: o salimos o nos rendimos. La gente tenía miedo de que ocurriera otra matanza como la de Deir Yassin”.

Huyeron hacia al-Faluja mientras los aviones israelíes seguían bombardeando. Todos pensaban que era cuestión de una semana y luego volverían a sus casas, pero pronto se encontraron de nuevo escapando. La familia de Ibrahim entró a Gaza por el barrio de Shija'yyah donde se instalaron primeramente. Luego marcharon a al-Bureij, un campo militar egipcio en el centro de la Franja de Gaza, después se reinstalaron en una tienda de la ONU.

“Íbamos a la escuela pública que habían dividido en dos turnos. El invierno era muy frío y la ONU distribuyó ramas de palmeras para que hiciéramos chozas con adobe. Otros ocuparon habitáculos del campo militar cubiertos por placas metálicas”, explica Ibrahim.

Baños colectivos y poco jabón. Escasa comida repartida por la ONU. La vida en Gaza era una pesadilla para todos los refugiados palestinos.

67 años después

Para Ben-Gurion, el plan era garantizar que los palestinos nunca regresaran a sus hogares. “Los viejos morirán y los jóvenes olvidarán”, dijo en su día. Sin embargo, 67 años después de la Nakba, el dolor del desarraigo sigue vivo entre los refugiados palestinos, incluso entre la cuarta generación.

“El año pasado, cuando fui a rezar a Jerusalén, pasamos por mi antigua casa”, relata Mdalale. “Le dije al conductor que marchara despacio. Ahí estaba la puerta de mi casa. Me vinieron a la cabeza muchas memorias y también mucho dolor”.

Khadra, en cambio, nunca ha vuelto a ver su antigua casa. “Yo quiero volver, aunque sea solo por un día o unas horas. Si yo no lo consigo espero que al menos mis hijos o los hijos de mis hijos lo consigan un día”, afirma.

La mayoría de los ancianos refugiados saben que el derecho al retorno no sucederá pronto. “Yo no me engaño a mí mismo –confiesa Ibrahim Assayed–. Sí , creo en el derecho al retorno, pero necesita fuerza y conciencia, no mentiras”.

Para Zaki, “no hay una solución política solo resistencia. La solución política sería que nosotros volviéramos a nuestra tierra. Yo estoy dispuesto a compartir mi tierra y vivir en paz con los judíos”.

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