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“Cuando vi que era una niña lloré; no quería que fuese mutilada”

Jon Cuesta

Madrid - Nairobi —

Lucky. Afortunada. Un nombre significativo para una niña que el azar quiso que naciera en España. Su madre, Asmahaan, vivía hasta hace poco atemorizada por una guerra interminable, la de Somalia. Residía en Merka, una ciudad portuaria a unos 100 kilómetros de Mogadiscio hasta el año pasado en manos de los extremistas de Al Shabab. Asmahaan consiguió huir, y las carambolas del destino la situaron en Madrid, donde recientemente ha pedido protección internacional.

Cuando Asmahaan se puso de parto, los médicos del Hospital Infanta Sofía de Alcobendas no podían creerse lo que estaban viendo. “¿Quién te ha hecho esto?”, le preguntaron a la joven madre. Con tan solo 6 años, Asmahaan había sido víctima del peor tipo de mutilación genital, la infibulación, que consiste en la extirpación del clítoris, los labios mayores y menores y el cosido posterior de la vagina mediante agujas o métodos tradicionales. “Por pura lógica, las víctimas de mutilación genital tienen partos obstruidos porque el niño no tiene el espacio por donde salir”, explica Patricia Lledó, referente de Ginecología de Médico de Médicos Sin Fronteras y con amplia experiencia en países como Somalia, Kenia, Sierra Leona o Sudán, donde estas prácticas están culturalmente muy extendidas. “La madre corre el riesgo de sufrir desgarros y hemorragias, porque por el orificio vaginal apenas cabe un dedo meñique”, dice. “Imagínate un niño”.

Finalmente, Lucky nació mediante cesárea, en un parto largo y complicado debido a las consecuencias de la mutilación genital. A veces no hay tanta suerte. Según un estudio liderado por la Universitat Autónoma de Barcelona (UAB), en colaboración con la ONG Wassu Gambia Kafo y la Obra Social La Caixa, la ablación multiplica por cuatro las complicaciones en el parto. Otras fuentes como el Banco Mundial son aún más devastadoras: mientras que en países desarrollados como España la tasa de mortalidad materna es de cuatro mujeres fallecidas cada 100.000 nacidos vivos (apenas un 0,004%), en Somalia son 850 las mujeres que pierden la vida (0,85%).

Tan solo el año pasado, la ONU calcula que 300.000 mujeres murieron por causas relacionadas con el embarazo o el parto. Prácticas como la mutilación genital femenina ayudan a mantener estas terribles cifras, y a pesar de la preocupación teórica -uno de los Objetivos del Milenio se comprometía explícitamente a mejorar la salud materna-, apenas se han experimentado avances significativos.

“No olvidaré el sonido de la cuchilla sobre mi piel”

La somalí Asha Ismail es una más de las 140 millones de mujeres que según la Organización Mundial de la Salud han sido víctimas de la mutilación genital femenina. Su propia madre le mandó ir al mercado a por las cuchillas con las cortarían para siempre una parte esencial de su ser. “Me dijo que me iba a purificar, y yo estaba muy feliz”. Sobre el suelo de barro de la cocina de su abuela, pronto descubrió que lo que estaba ocurriendo no era nada bueno. “Nunca se me olvidará el sonido de la cuchilla cortando mi piel”. Los primeros días, Asha sangró muchísimo y sobrevivió sin asistencia médica. Después, el terror fue manifestándose en distintas fases de su crecimiento. “Cuando me curé, el simple hecho de ir al cuarto de baño era lo peor del mundo, porque no salían más que gotitas”. Después, en la adolescencia, la menstruación tampoco podía salir de forma normal, y las relaciones sexuales con su primer marido fueron una pesadilla de dolor. “Llegué a odiar el sexo”, comenta.

El nacimiento de su hija marcó un punto de inflexión en su vida. Los sufrimientos por los que ella había pasado le habían hecho desear con todas sus fuerzas que esa criatura que estaba creciendo en su interior fuera un niño. Así, no pasaría por todos los maltratos infligidos a las niñas en su comunidad. En Mogadiscio, capital de Somalia, la pequeña Hayat decidió salir al mundo antes incluso de que aquel taxi llegara al hospital de Banadir. El parto fue dramático. La fuerza del bebé queriendo salir al exterior hizo saltar las cicatrices de Asha, aunque ya en esos momentos ella pensaba más allá que en su propio dolor. “Cuando me la pusieron en brazos y vi que era una niña lloré muchísimo por todo lo que le podría esperar en su vida”, recuerda emocionada. “En ese momento decidí que ella jamás pasaría por lo mismo que yo pasé”.

En la actualidad, Asha compagina su trabajo con las actividades de Save a Girl Save a Generation, una organización que ella misma fundó y que comenzó a gestarse “el mismo día en que nació su hija”. Desde España, a través de su propia experiencia, lleva tiempo tratando de concienciar a la población sobre el drama de la mutilación genital femenina y otras lacras de las que las mujeres son víctima en el mundo.

Luchar contra la tradición

Según la OMS, la mutilación genital femenina comprende “todos los procedimientos que, de forma intencional y por motivos no médicos, alteran o lesionan los órganos genitales femeninos”. Esos motivos pueden ser culturales, religiosos o sociales. Muchas comunidades lo practican porque creen que purifica, otros por la falsa creencia de que lo dicta el Islam, porque evita el deseo sexual de la mujer o simplemente por garantizar que la niña pueda encontrar un marido y no sea repudiada en su entorno. La unanimidad social de esta práctica en muchos países -se calcula que está presente en 29 países de África y Oriente Medio- complica el trabajo en terreno.

“Es difícil atender los casos e intentar arreglarlos de forma que la persona entienda qué está ocurriendo y explicárselo a las familias”, afirma Patricia Lledó, referente de Ginecología de Médicos Sin Fronteras en España. “Nosotros ponemos mucho esfuerzo en explicar bien por qué hacemos ciertas cosas, por qué vamos a abrir la abertura de la vagina y por qué no la vamos a recoser después”, explica. “Además de reparar en el día a día, intentamos impulsar el cambio en la educación, en la cultura y en la sensibilización del problema a través de mensajes a la comunidad”.

La prohibición expresa de la ablación en la mayoría de los países africanos apenas ha solucionado el problema, que ha pasado a la clandestinidad. “Las mutilaciones se llevan a cabo en secreto, en peores lugares y sin posibilidad de asistencia sanitaria”, señala Asha Ismail, que tuvo recientemente la oportunidad de comprobar cómo esta práctica sigue siendo generalizada incluso en la propia capital de Kenia, Nairobi, en barrios marginales donde no se cumplen las condiciones mínimas de higiene. “Muchas niñas mueren desangradas y ni siquiera hay constancia de su existencia ni de su muerte”, se lamenta. “Se convierten en niñas fantasma”. La vía penal, según Asha, debe ser sólo un complemento a algo mucho más eficaz: la educación.

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