Los menores perdidos del Mediterráneo: “Si me deportan volveré a intentar llegar a Europa”
Amanece. Los primeros rayos de sol recortan las siluetas de las frágiles figuras. Los brazos de sal mecen con suavidad la balsa de goma que navega a la deriva. Un silencio lúgubre y siniestro embarga la atmósfera. Gestos de cansancio y hartazgo cincelan sus duras facciones. Rostros pétreos. Ojos penetrantes que apuñalan. En definitiva, miedo a lo desconocido.
Manos desesperadas se alzan en busca de un chaleco salvavidas. Tensión, angustia, nerviosismo, desesperación… En este popurrí de sentimientos, un rostro llama poderosamente la atención. Permanece sereno e imperturbable. El miedo atenaza los músculos de su cara aniñada. Bokar Sissoho tiene 14 años pero muestra una madurez impropia de su edad. Mira a su alrededor sin perder la calma. Espera pacientemente su turno para recibir uno de los chalecos que reparten los socorristas de la ONG española ProActiva Open Arms.
El muchacho, de ojos vivarachos, mira al cielo y da gracias a Alá. “El agua empezó a llenar el fondo del bote llegándome por los tobillos. Pensé que iba a morir porque no sé nadar”, se sincera el joven. Una enorme sonrisa muestra sus dientes perlados. Es afortunado y lo sabe. Una de cada 37 personas que cruzan el Mediterráneo central rumbo a Italia perecen durante la travesía. En 2016 más de 5.000 migrantes se dejaron la vida tratando de llegar a Europa.
“No quiero volver a Mali porque allí no tengo nada”
El viaje de Bokar comenzó meses atrás cuando, junto con su mejor amigo –también menor de edad–, decidió abandonar la pequeña aldea maliense en la que vivía junto a su madre para emprender un viaje de miles de kilómetros. “Me marché por la noche, sin decir nada a mi madre. Ella no quería que lo hiciera porque es muy peligroso pero, ¿qué futuro me espera en Mali?”, se pregunta.
La revolución en Libia desencadenó el golpe de Estado de los tuaregs en Mali. Miles de mercenarios provistos de un arsenal y dispuestos a luchar por el mejor postor desestabilizaron el país. La aparición de facciones afines a Al Qaeda y al autoproclamado Estado Islámico, la pobreza endémica… Mali es uno de los países más pobres del mundo. “¿No huirías tú de un lugar así?”, pregunta tratando de encontrar una aprobación que no necesita. “Si me deportan volveré a tratar de llegar a Europa cruzando el río –Bokar no sabe que el Mediterráneo es un mar–. No quiero volver a Mali nunca más porque allí no tengo absolutamente nada”, lamenta.
El joven, en su huida al viejo continente, deparó en una cárcel libia donde le pegaron y torturaron. “Me obligaron a llamar a mi padre, que vive en Francia, para que escuchase cómo me golpeaban. Le pidieron dinero y cuando les llegó me dejaron libre”, revela el muchacho, quien recuerda con horror los dos meses que pasó encarcelado.
“Veía como hacían lo mismo a otras personas para financiarse. Pasé mucho miedo porque no sabía si me iban a matar. Pero volvería a pasar lo mismo si esa es la puerta que abre Europa”, sentencia con firmeza mientras señala que su único sueño es poder “volver a la escuela y terminar sus estudios”.
Emoran Sivene cubre su cuerpo espigado con una manta de color verde. Está acurrucado en uno de los costados del barco Golfo Azzurro. El frío del Mediterráneo cala los huesos. Trata de entrar en calor dando pequeños sorbos a un vaso de té. Es la primera vez, en horas, que ingiere algún tipo de alimento. Los traficantes lo empujaron, junto con otras 125 personas, al mar sin ningún tipo de comida o agua. A su suerte.
Tiene 16 años y procede de Costa de Marfil. Su familia reunió, durante años, los 2.200 euros que cuesta el pasaje en uno de esos endebles botes de goma para que pudiese alcanzar Europa. “¡No puedo volver atrás, no puedo! ¿Cómo voy a explicar a mi familia que todo ese dinero no sirvió para nada? Antes prefiero morir ahogado que cargar con esa vergüenza”, se sincera para terminar añadiendo que “no puedo volver a pagar el dinero que cuesta el billete”.
Este joven marfileño pasó seis meses en una prisión en la ciudad de Trípoli de donde consiguió escapar junto con otros 200 secuestrados. En ese presidio ubicado en la capital libia conoció a Suleiman Colubali, también de 16 años. “Mi padre es pescador y vendió su barca para poder pagarme un pasaje hasta Europa”, revela este muchacho quien viaja hasta con una sola idea en la cabeza. “Jugar en un equipo de fútbol y poder continuar con mis estudios. En mi país, si no tienes dinero no puedes seguir estudiando”, asevera.
9 de cada 10 menores cruzan solos el Mediterráneo
Tanto Bokar como Emoran y Suleiman son menores de edad y viajan solos. Esta es la tónica habitual en la ruta del Mediterráneo central. Cerca del 20% de los migrantes que usan esta vía para tratar de llegar a Europa no cumplen 18 años; 9 de cada 10 viajan sin compañía, según los datos de Save The Children.
Unicef denuncia que más de 25.800 menores en esas circunstancias llegaron a las costas de Italia solo en 2016; una cifra que duplica la registrada en 2015. En su último informe, el organismo de la ONU concluye que “sin vías seguras y legales”, el viaje de los niños está marcado por los riesgos y los abusos: el 75% de los migrantes de entre 14 y 19 años que llegaron a Italia en 2016 se vieron obligados a trabajar sin remuneración y permanecieron retenidos en contra de su voluntad, según el estudio.
“No se puede evitar que traten de cruzar hacía Europa. En sus países de origen no tienen nada que ganar. A pesar del peligro que entraña el viaje tienen más posibilidades de mejorar su vida en Europa que quedándose”, denuncia Riccardo Gatti, jefe de misión de ProActiva.
Huyen de guerras, violencia, pobreza... “Su perspectiva de futuro es cero. No viven, sobreviven. Hay quienes buscan el sueño europeo y quienes huyen de atrocidades y de situaciones brutales”, asegura este cooperante. “No se plantean llegar a un país en concreto, solo escapan. Son supervivientes y algunos llevan tanto tiempo viajando que ya no saben en qué lugar del planeta se encuentran”, afirma.
ProActiva lleva trabajando en el Mediterráneo central desde junio de 2016. En ese periodo de tiempo, una cuarta parta de las personas a las que han rescatado de morir ahogadas en el mar son menores de edad. “Hay familias que invierten todos sus ahorros en un viaje para que sus hijos puedan llegar hasta Europa. Ellos se convierten en la única esperanza que tienen para poder salir de la pobreza extrema”, comenta.
El 80% de los menores que son auxiliados por la ONG española son de origen subsahariano pero también rescatan palestinos, sirios, iraquíes, afganos, marroquíes o bangladesíes. “Nosotros tratamos de detectar las redes que traen a estos críos hasta Europa porque muchos de ellos acabarán siendo prostituidos, trabajarán como esclavos o serán usados en redes de tráfico de órganos”, denuncia Gatti.
El sueño europeo
“Los libios odian a los africanos negros”, asevera Ibrahim, senegalés de 17 años, quien fue secuestrado por un taxista y, posteriormente, vendido a un grupo de traficantes de personas a quienes acabó comprando su libertad por unos pocos euros. “Con dinero se pueden comprar muchas cosas en Libia”, denuncia el joven.
Ibrahim abandonó su país huyendo de la pobreza y buscando un futuro que se le resistía en Senegal. “Mi madre tiene que cuidar a otros dos hijos y en mi casa somos muy pobres. Viajo a Europa en busca de trabajo y dinero para poder enviarles algo y hacer feliz a mi madre”, afirma este joven, quien espera no ser deportado desde Italia.
Abraham Yalu es otro de estos niños perdidos del Mediterráneo. Dejó Guinea Conakry, su país de origen, y recorrió Mali, Burkina Faso, Níger hasta que llegó a Libia, meses después de su partida. “En mi aldea jugaba de delantero centro y espero que algún equipo europeo quiera ficharme para jugar con ellos, así podré mandar dinero a mis padres”, sentencia.
Yalu, con una enorme sonrisa, sueña con un futuro de gloria alejado de la pobreza. Quizá lo consiga, en esta u otra ocasión. “Si me deportan lo intentaré otra vez”, advierte. Europa continúa empeñada en levantar muros sin darse cuenta de que los sueños de estos chavales vuelan muy, muy alto.