“Hay que sacar el dolor, cuando uno no habla con alguien piensa bobadas, como quitarse la vida”
La vida de Gisela Díaz dio un giro inesperado el día en que unos hombres armados irrumpieron en su casa en el Chocó, uno de los departamentos colombianos más empobrecidos y afectados por el conflicto armado. Aquel día, tanto ella como su hijo fueron brutalmente violados. Como tantos, Gisela decidió huir. La vida todavía le tenía preparado otro golpe: había contraído el virus del VIH de su agresor.
Una vez en Buenaventura, en el Valle del Cauca, al suroeste del país, Gisela buscó ayuda y comenzó a acudir a una terapia con un psicólogo. “Uno se siente bien cuando saca todo ese dolor reprimido, porque cuando uno no habla con alguien piensa bobadas, como quitarse la vida”, sostiene la desplazada en un testimonio recopilado por Médicos Sin Fronteras.
Ahora, Gisela es una líder comunitaria que trabaja con mujeres y jóvenes para prevenir la violencia sexual y la estigmatización del VIH. Y habla claro. “La problemática en Buenaventura es horrible. Dicen que está calmado, pero no, sigue la problemática. Casi no muestran en las noticias la violencia contra la mujer, la violencia contra los niños, los grupos armados todavía existen. Hay mucho desplazamiento, desapariciones y forzamiento. Se meten en las casas, no les importa la vida de los demás, crean terror”, asegura la activista, que continúa visitando a su psicóloga una vez al mes y vive en uno de los barrios más pobres de la localidad.
La paz no llega a Buenaventura. A pesar del fin del conflicto con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la violencia sigue activa y ha adoptado formas diferentes en la que es una de las principales rutas del tráfico de armas y droga hacia Centroamérica y Estados Unidos. También ocurre en Tumaco, en el departamento de Nariño, otro escenario tradicional de enfrentamientos armados.
Es la conclusión del informe A la sombra del proceso de Médicos Sin Fronteras, que alerta del aumento de la presencia y de la influencia de organizaciones criminales y otros grupos armados en estas puntos del país. Grupos que son responsables, dice la ONG, de un gran número de amenazas, asesinatos selectivos, secuestros, desapariciones, hostigamientos, extorsiones y restricción de movimientos. Algunos de los barrios más perjudicados acogen a población desplazada.
Estos “altos niveles” de violencia son, dice el personal de MSF, el “pan de cada día” y tienen secuelas invisibles. La depresión afecta a un 25% de los 6.000 pacientes que han presenciado algún evento violento y han sido atendidos por MSF en 2015 y 2016, según el documento. Un 13% padece un cuadro de ansiedad y un 11% trastornos como la esquizofrenia, la psicosis infantil o el trastorno afectivo bipolar.
La organización asegura que aunque este impacto en la salud mental “no puede ser directamente extrapolable al resto del país”, sí puede “considerarse una aproximación verosímil a la realidad que se vive en zonas urbanas y rurales de muchos departamentos de Colombia”.
“No hay nadie que no haya presenciado violencia”
Janin llevaba tres meses sin poder dormir. Varios grupos armados se disputan el control territorial del barrio donde vive esta mujer de 57 años, cuya historia ha sido recopilada en la investigación. “Tiene miedo, porque uno de sus vecinos, que pertenece a un grupo armado, la vigila por las rendijas de su casa y a veces por las noches se esconde debajo de la vivienda”, dice MSF.
Ángela (nombre ficticio) vive en Buenaventura, donde la pobreza extrema afecta a un 65% de la población. Tiene 22 años y es madre de un niño. Sufrió malos tratos de sus parientes, ya que “ pertenecía a una familia de criminales”, según la ONG. “Tuvo que convivir durante años con los métodos de tortura que utilizaban contra quienes ellos denominan sus 'enemigos”, explica la organización. “Le reiteraban que su pequeño debía seguir los pasos de sus tíos, primos y abuelo”, añade. La joven, aterrorizada por las constantes amenazas, solo pensaba en una cosa: que su hijo no tuviera el mismo destino.
De Buenaventura también es Nuri, que trabaja como pescadera en uno de los mercados de la localidad. Padece ataques de pánico y ansiedad y tiene síntomas de esquizofrenia desde hace 16 años, cuando su hijo fue asesinado. Según relata la organización, fue decapitado y prendieron fuego a su cuerpo.“No hablaba con nadie sobre mis problemas. Ahora estoy más relajada. Si algo no funciona, aprendí a dejarlo ir. Ya no tengo miedo de todo. No hay una sola persona en Buenaventura que no haya presenciado violencia. Necesitamos ayuda”, reclama la mujer en su testimonio.
“La violencia ha sido tan normalizada que la gente empieza a sentir que es lo que les toca, que es lo que tienen que vivir. Como una resignación a eso”, explica Brilitth Martinez, psicóloga de MSF en un vídeo elaborado por la ONG. “La atención psicológica sana estas heridas y permite que la persona sane y pueda como pensar en otro futuro, pensar en otra forma de estar bien”, prosigue.
Sin embargo, esta atención a la salud mental es “notablemente inadecuada”, según MSF, que explica que los centros de salud de las poblaciones más pequeñas o apartadas no cuentan con servicios de atención integral como sí sucede en las principales ciudades.
“No hay psiquiatra en Buenaventura”, comenta Martínez. “Si una persona necesita atención psiquiátrica debe ir a Cali, a dos horas y media por carretera. La mayoría de los que viven aquí no pueden permitirse el viaje. Así que finalmente muchas de las víctimas se quedan sin recibir un tratamiento integral”, sentencia en un comunicado.
Altos niveles de violencia sexual
Liliana (nombre ficticio) sufrió, dice, una violación en Tumaco. “Me invitaron al cumpleaños de una amiga. Al rato llegaron unos muchachos que no estaban invitados. Uno de ellos me brindó un vaso de gaseosa; me sentí rara, veía borroso, me quedé sentada. Es lo poco que recuerdo. Cuando me desperté, me sentía rara, tenía una incomodidad extraña”, relata.
Fruto de aquella agresión, la joven se quedó embarazada. Tras ver el positivo en la prueba, asegura, pensó en suicidarse. “Pensé: '¿Ahora qué hago?, ¿qué le diré a mis padres?'. Mi mente entró en conflicto: tenía en mente alcohol, pastillas, tirarme de un segundo piso...”, cuenta. Liliana recibió apoyo psicológico y para interrumpir su embarazo. “Ellos fueron mi fuerza, mi apoyo y mi seguridad; buscaron esa fuerza que nunca intentaba buscar en ese río de nervios, enojos, frustración y alteración”, comenta.
En los seis primeros meses de 2017, los equipos de MSF han atendido en Buenaventura y Tumaco a 1.775 pacientes de salud mental y a 292 personas que, como Gisela, han sido víctimas de violencia sexual. En 2015 y 2016, MSF fueron 1.192 los casos de violencia sexual. Un 90% eran mujeres. Dos de cada 10 casos eran menores de 15 años.
“La atención oportuna de una agresión sexual es una carrera contra el tiempo”, recalca la ONG, que recuerda que esta atención debe brindarse “con celeridad” para reducir el riesgo de enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados. No obstante, según sus datos, solo el 9% de los casos de violación fueron tratados dentro de las 72 horas posteriores a la agresión.
Por esta razón, la organización humanitaria reclama al Gobierno colombiano en su informe que la violencia sexual sea tratada como un problema de salud nacional al que hay que atender con prioridad. Asimismo, pide un aumento de los recursos, que los servicios de salud se descentralicen y que aumente el número de psicólogos en la atención primaria.