Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Las autoridades sanitarias (no) advierten: conducir mata
Hasta hace poco menos de cuatro años, lo normal era beber y comer en los bares entre humo de cigarrillos, ya fueran propios o ajenos. Hoy, la ausencia de esos humos nos parece lo más normal del mundo pero, en su momento, la entrada en vigor de la ley antitabaco provocó una buena escandalera. Personalmente, y como fumador esporádico, a mí lo que más me sorprendió tras la aplicación de la norma fue cambiar el olor a tabacazo de los lugares por el olor a sobaco, pero eso seguramente sea culpa mía por frecuentar los garitos que frecuento.
Cinco años antes de ese 2011 entró en vigor otra ley que también la lío parda y que prohibía, básicamente, fumar en centros de trabajo. Hasta entonces, recuerdo estar en redacciones en las que cada café, cada llamada telefónica, cada texto iniciado y cada página por maquetar se celebraba con un cigarrito. Y recuerdo también salir de esas redacciones con el mismo olor, los mismos ojos y casi el mismo colocón que los que portaba cuando salía de los antros en los que por entonces también alternaba. Puede que ahora ni nos acordemos de aquellos tiempos pero eso es porque nos acostumbramos rápido también a lo lógico.
De hecho, y siguiendo con el tabaco, yo crecí en un país que parecía más bien un capítulo de Mad Men. Aquí se fumaba en los bares, en las discotecas, en las oficinas, en el metro, en los autobuses, en los aviones, en los trenes, en los ascensores, en las salas de espera, en los hospitales... hasta en la consulta del médico (donde, sobre todo, fumaban los médicos). Aquí, como en todo el mundo, se fumaba muchísimo y en todas partes hasta que un buen día alguien hizo números y la cosa empezó a cambiar.
En realidad, la cosa empezó a cambiar porque alguien hizo números porque mucha gente, organizada en colectivos y grupos de presión, llevaba muchos años insistiendo en que fumar puede que molara mucho, como aseguraba la publicidad que hacían esos Mad Men y su herederos, pero lo evidente era que mataba más. Y esos movimientos lograron que los gobiernos fuesen tragando cada vez menos los intereses de los lobbies tabaqueros y haciendo más caso a esos números que decían que los gastos en sanidad eran inviables y que si seguían permitiendo que esa costumbre fuese tan extendida, no iba a haber manera de salvar los pulmones de la sociedad.
Me he vuelto acordar de todo esto y a asociarlo al tema que nos ocupa al ver un artículo publicado en Citylab. El título lo explica todo, así que traduzco: Emisiones de coche vs accidentes de coche. ¿Qué es más mortal? Para dar respuesta a la pregunta, el autor pilla un país, Estados Unidos (el suyo), y un año, 2005, y muestra cómo, según la National Highway Traffic Safety Administration, ese año hubo en las carreteras gringas 43.510 muertos en accidentes. Hasta 14,7 por cada 100.000 norteamericanos.
Ese mismo año, y según un estudio de un equipo de científicos de MIT (últimamente estoy abonado a la cita a esta universidad), hubo hasta 52.800 muertes atribuibles a la contaminación del aire causada por vehículos a motor que circulan por carretera. Quiere este dato decir que, en Estados Unidos y en 2005, las emisiones al aire de los coches mataron a un 19% más de gente que los propios accidentes de coche: a 17,9 de cada 100.000 americanos.
Citylab sigue comparando los datos por ciudades y la cosa permanece similar. Tampoco cambia mucho cuando se hace la comparación de años de vida perdidos por una y otra causa. El resultado sigue siendo que la contaminación gana a los accidentes de forma clara y sorprendente.
La sorpresa es porque estamos acostumbrados a digerir cifras de muertes en carretera dignas de epidemia pero nadie insiste tanto con las de los efectos de la contaminación. En cualquier caso, la combinación de ambos factores es como si los cuatro jinetes del apocalipsis vinieran a vernos juntos en todoterreno. Y lo es también en España porque, a pesar de las (pocas en esta materia) diferencias culturales y de consumo, los datos son extrapolables. Y si alguien no se lo cree, que lea este aviso de 2010.
Por supuesto, no estoy pidiendo aquí que prohíban los coches. No soy muy de prohibiciones. Como ya he dicho antes, soy fumador esporádico y bebedor ocasional. Y de vez en cuando hago otras cosas con mi cuerpo que no son del todo saludables. Por ejemplo, soy conductor a veces y habitante de Madrid casi siempre. Soy, en cualquier caso, partidario de aquello que decía Escohotado y cantaban Mil Dolores Pequeños, “de mi piel pa’ dentro mando yo”, pero también creo que está bien que el resto de la gente pueda elegir si quiere o no tragarse el humo. Por eso, no termino de entender muy bien por qué si alguien hizo números con el tabaco no los está haciendo con los coches. Quizá falta que más gente se movilice, que metamos más caña con este tema.
O quizá haya que dejar que nos convenza la lógica. Y si nos parece lógico que se pongan límites a fumar en público y avisos en las cajetillas de tabaco, ¿qué nos parecería si hiciésemos lo mismo con los coches? ¿Y si de verdad se cerrasen los centros y otras áreas con alta densidad de habitantes de las ciudades al tráfico privado como se corta el tabaco en locales cerrados? ¿Y si hubiese campañas de concienciación del Ministerio de Sanidad explicando los desastres provocados también por las emisiones de nuestros vehículos? ¿Y si los gobiernos no asintiesen ante los lobbies del petróleo y el automóvil y trabajasen por el bien y la salud comunes? ¿Y si la publicidad de coches estuviese tan limitada como la de cigarrillos? ¿Y si en cada uno de nuestros automóviles pusiese un cartel bien visible con la leyenda: “Conducir mata”?