Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Barcelona empieza a defender los datos como bien común; todos deberíamos hacerlo
“El recurso más valioso ya no es el petróleo, son los datos”. La frase es el afortunado titular de un artículo de hace unos meses en el que The Economist reflexionaba sobre la enorme concentración de poder que se está quedando del lado de los gigantes tecnológicos como Alphabet (Google), Amazon, Apple, Facebook y Microsoft. La revista, el medio liberal de referencia en el mundo, sostenía la necesidad de hacer algo para limitar la ingente cantidad de datos que están acumulando y, sobre todo, las consecuencias de las formas totalmente privadas y completamente opacas de gestionarlos y utilizarlos. La posición de The Economist era, y es, que hay que regular, que hace falta que las compañías online dejen de tener el dominio absoluto de ese tipo de datos y “devuelvan el control a aquellos que los suministran”, o sea, a los consumidores, a la ciudadanía.
Barcelona anunció el martes la creación de su Oficina Municipal de Datos. La noticia, aunque no ha tenido mucha repercusión, es importante. Muy importante. La Oficina, que es parte del Plan de Transformación Digital del Ayuntamiento que dirige la Comisionada de Tecnología e Innovación Digital, Francesca Bria, pretende el gobierno público de los datos en un trabajo en tres líneas: captación y almacenamiento, analítica y predicción, y comunicación y difusión. Es decir, el organismo captará información por sus propios medios y sensores pero también los pedirá a compañías que operan en el entorno urbano (telefónicas, energéticas y otras), los analizará y empleará para hacer con mejor tino sus políticas y los podrá a disposición de la ciudadanía, la universidad o quien los requiera.
La apuesta es, como dijo Bria a este periódico al ser nombrada en su cargo, por “remunicipalizar la información” y convertir los datos en lo que son, un bien común. La información es un recurso muy útil, también para gobernar. En España y en muchos sitios se tiende a legislar a ojo. Es bastante preocupante y desgraciadamente habitual que los ayuntamientos, las comunidades y la administración central tomen decisiones, establezcan planes y hasta hagan infraestructuras sin partir de estudios y datos fiables, ni siquiera de encuestas. Cierto que muchas veces sale caro conseguir esa información, pero más caro sale tener que pagar dos veces una autopista que nunca funcionó como alguien se imaginó que tenía que funcionar o revertir un carril bici que se hizo sin contar con los hechos —ambos ejemplos son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y no se ha maltratado a ningún cargo público durante la realización de los mismos—.
Con las nuevas tecnologías, obtener y analizar la información es mucho más fácil y barato, y además esa información puede llegar a ser mucho más certera. En manos públicas, los datos son un recurso de muchísimo valor para todos. En manos privadas, lo mismo pero para unos pocos. Y las ciudades son los más grandes, constantes e inacabables yacimientos de estos datos. Y las empresas lo saben muy bien.
El urbanismo de Google en Toronto
Alphabet, la compañía aún conocida como Google, ya tiene en marcha varios servicios urbanos, desde sus mapas a wi-fi gratuito, pero su órdago se llama Sidewalk Labs. Básicamente, ha creado una oficina de urbanismo que se ofrece a “reimaginar las ciudades para mejorar su calidad de vida” con la ayuda de la tecnología y promete arreglar así retos urbanos como los problemas de movilidad, el precio de la vivienda y hasta la desigualdad. En la web, y con el brillo que emite todo lo relativo a la innovación en general y casi todo lo que viene de Google en particular, suena muy bien pero, como pasa con algunos capítulos de Black Mirror, lo preocupante es que ya está pasando.
Sidewalk Labs tiene intención de intervenir en 16 áreas metropolitanas norteamericanas pero ahora mismo está haciéndolo en una, nada menos que en Toronto. Allí se propone la planificación de 332 hectáreas y está iniciando su proyecto por el barrio de Quayside. La promesa es que la conectividad hará posible el distrito ideal, pero parece que la realidad ha empezado de forma menos bonita, con una negociación en secreto y nada transparente con Waterfront Toronto, el típico organismo conformado por distintas administraciones, para saltarse las normas del Ayuntamiento de allí. Como cuenta Evgeny Morozov en este texto, el modelo urbanístico de Google no está tan lejos del de Blackstone (recuerdo: uno de los grandes imperios inmobiliarios del mundo) pero suma a éste la apropiación de la información, su gestión y su uso. Es decir, ya no sólo se trata de privatizar el espacio público, sino los datos que se generan en él (y en los espacios privados de cada familia y empresa que habite el barrio).
La Oficina Municipal de Datos de Barcelona es el primer organismo publico de este tipo y con esta ambición abierto en España. En el mundo tampoco sobran. Aunque habrá que ver cómo funciona (y cómo le dejan funcionar), uno diría que llega en el momento justo. Google, Facebook, Amazon y otras empresas de la nueva y la menos nueva tecnología están tratando de quedarse con los yacimientos de este petróleo del siglo XXI, de montar otra vez el oligopolio de turno para controlar el mercado. Los gobiernos locales, regionales, nacionales y supranacionales deberían reaccionar a tiempo y pelear contra ello, que por algo tienen el beneplácito de The Economist, aunque ahora mismo la mayoría ni siquiera sepan muy bien de qué va el tema. Los ciudadanos, muchísimo más. ¿Verdad que no tendría ninguna gracia que de que cada movimiento que hacemos hubiese alguien sacando dinero y no sólo que nosotros no viésemos un euro de ello sino que además nos lo cobrasen de vuelta en forma de publicidad, servicios de pago o impuestos directos o indirectos? No, no tendría ninguna gracia porque no la tiene. Porque está pasando.