El coleccionista de desiertos
Cuenta la leyenda que cuando propusieron a Benito Mussolini ocupar el desierto etíope del Ogadén, una parte del desierto del Danakil, y ampliar sus territorios por el de Libia, en un intento de frenar sus deseos de invadir Etiopía, éste contestó airado que él “no era un coleccionista de desiertos”.
Bueno, no sé qué hay de malo en eso, yo sí que los colecciono, y los quiero ver todos, desde el mar de dunas del Azefal, al Erg de Bilma o las negras dunas de Qattara. Todos. Tengo en casa una Moleskine que es mi perdición. En ella apunto cada desierto que aparece por mi vida y, tras ocupar una página de mi agenda, pasa a convertirse en mi siguiente obsesión. Y entonces no puedo parar hasta que voy a él. Recuerdo que en la primera página de aquella libreta anoté las dunas rojas del Achkar, después le siguieron las negras cumbres del Tibesti, el Amukruz y sus bosques de acacias, las ondulantes dunas del Amatlich, o las coloridas lagunas de Ounianga, donde descansaban del largo viaje derrotadas garzas y flamencos… Fui anotando tantos lugares por miedo a que el tiempo borre de mi memoria aquellos sueños que tuve.
Por eso me vine al sur de Libia, junto a las montañas de Akakus, persiguiendo aquella obsesión, encantado de disfrutar de todo aquello que no quiso el Duce. Con ganas de escaparme al otro lado de la duna, a darme un baño en los lagos de Ubari, uno de los oasis más bonitos del mundo, o ver las ruinas de Germa, la capital de los Garamantes, el reino de las arenas.
Y por eso acepté la invitación de un amigo que me pidió que le acompañara a Yibuti. Bueno, por eso y porque nunca he rehusado una pelea, jamás le he hecho la cobra a una chica, ni he dicho que no a una aventura… (ni a nada que sea por la patilla). Así que me fui para allá, para poder cerrar otra hoja pendiente de mi libreta que quedó abierta en mi última visita a éste país. Y es que allí, en la otra punta de Yibuti, se encuentra uno de los lugares rechazados en aquél famoso trato, y en pleno desierto del Danakil, el lago Abbe, que era justo lo que tenía yo en la cabeza que quería contaros hoy.
El viaje no es fácil, el paisaje es duro. La carretera atraviesa los desiertos de Gran y Pequeño Bara, antes de desaparecer en Dikhil, la última aldea. Allí, el calor es extremo, la comida escasa y el alojamiento nulo pero, como dijo Livingstone, en esta expedición no todo son placeres…
El único placer, de hecho, es el de la vista. Recuerdo que describí así mi primera visión del lugar: “el espectáculo te paraliza, te llena, te emociona. Quieres pararte a contemplarlo y a la vez quieres recorrerlo entero. Lo quieres todo. Te alegras de que el lugar sea tan remoto, duro y desconocido que sea sólo para ti... pero a la vez quieres compartirlo”. (Ya no recuerdo si había bebido cuando escribí esto, pero no lo descarto).
El paisaje era increíble, había un desierto blanco, un volcán, un lago azul, centenares de chimeneas humeantes, caravanas de camellos, miles de flamencos rosas en el lago, y avestruces, hienas, facoceros, gacelas.... Y aquel guía, Jacob, que recogí en Dikhil para que me guiara por entre aquel laberinto de chimeneas. Nadie más. Sólo los dos, y algunos pastores afar. Este es su territorio, gente dura hasta en el trato, como el terreno al que se apegan. Antiguamente eran temidos por aquella costumbre de cortar los testículos de sus enemigos y colgárselos del cuello. Parece que ya han dejado tan feo hábito, o por lo menos a mí no me dejaron eunuco, pero lo cierto es que por si acaso no dormí a pierna suelta.
Acampamos allí mismo entre las rocas, no pensaba marcharme. Hicimos un fuego, hablamos de la vida, mascamos qat y bebimos gin-tonics, un clásico. Al rato, caí adormilado y solo se oía el crepitar del fuego y las risas de las hienas que merodeaban por los alrededores.
Mientras caía, imaginé cómo se debió sentir Rimbaud, el poeta maldito convertido en aventurero, cuando llegó allí montado sobre sus zapatos de suelas de viento. Él fue el primero en verlo. Después vino Henry de Monfreid, capitán de velero en el mar Rojo, traficante de armas y hachís, pescador de perlas, cazador en Kenia, fotógrafo, pintor… una vida intensa. Mucho más tarde llegué yo, pero entre medias no hubo muchos más. Y así se mantiene, eterno, tal como lo vio Rimbaud. Esperando a que llegues tú y empieces tu colección.