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El lugar de la religión en la educación laica

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Víctor Bermúdez

Cada vez que menciono, siquiera de pasada, mi opinión acerca del lugar de la religión en el sistema educativo, me saltan al cuello los defensores del laicismo en la escuela. Ya es hora de hacer un análisis desapasionado de sus argumentos, y de exponer, de paso, los míos. A ver si logramos sacar algo en claro.

El argumento principal de los laicistas opuestos a la religión en la escuela tiene que ver con una determinada interpretación de lo que es la laicidad y la distinción entre lo público y lo privado. Bien. Simplificando mucho, partamos de que el laicismo, en un sentido muy básico, no designa más que la exigencia de separación de los poderes de la Iglesia y el Estado. El desacuerdo está en cuál sea el alcance, las consecuencias y el significado de esa separación. Así, mientras que algunos piensan que la separación solo se refiere al ámbito político, y la entienden como la no injerencia de la Iglesia en decisiones políticas, otros piensan que la separación incumbe a todos los aspectos de lo público (desde la educación al calendario festivo), y que debe entenderse como ausencia absoluta de relación entre este ámbito público y el ámbito religioso, que quedaría estrictamente relegado a la esfera de lo privado.

Comencemos por decir que la distinción público-privado es una abstracción que dista mucho de estar clara. ¿Qué es, por ejemplo, lo “público”? Desde una lógica democrática, lo que es público (el interés común) ha de expresar la suma, compleja, de los intereses privados y de los principios acordados entre todos. En este sentido, si gran parte de la gente de un determinado país (por ejemplo, el nuestro) se siente identificada con ciertas creencias religiosas, sería una muestra inaceptable de totalitarismo que el Estado negara a estas creencias su carácter público – obligando a retirar, por ejemplo, símbolos cristianos de las calles, o prohibiendo las celebraciones religiosas (y todas – la navidad, los carnavales, las fiestas del solsticio – lo son o fueron en su origen), como he oído pedir a algunos laicistas.

El mismo problema de distinguir entre lo público y lo privado afecta a la educación. ¿Quién ha de decidir lo que es de interés público en la educación? ¿El propio público? ¿O un comité de paternales y presuntos sabios elegidos por sí mismos? Si no queremos incurrir en actitudes totalitarias o religiosas (ese comité de sabios se parecería mucho a una congregación eclesiástica), tenemos que admitir que son los ciudadanos los que deben orientar la decisión acerca de lo que sea y no sea de interés público. Y lo cierto – insisto – es que una notable proporción de los ciudadanos de este país (nos guste o no) comparten unas determinadas creencias religiosas que quieren, legítimamente, trasvasar a sus hijos –junto a muchas otras cosas – a través del sistema educativo. ¿Qué se puede objetar a esto?

Otro argumento muy recurrido es el del carácter ideológico y doctrinario de la materia de religión. Pero, vamos a ver: ¿qué no es un contenido ideológico o doctrinario? Sobre este asunto discutirían hasta la extenuación relativistas y dogmáticos (y, entre estos últimos, cristianos y cientifistas ateos, ambos seriamente convencidos, por supuesto, de que las ideas que defienden no son meras ideas, sino verdades como puños). Pero parece claro que esto de lo “doctrinario” es un asunto de grados, y que pocos filósofos o científicos (muchísimos de ellos creyentes, por cierto) dejarían de reconocer que la ciencia es también, en buena parte, un producto ideológico repleto de axiomas y supuestos carentes de fundamento racional. De todos modos, el caso es que, por motivos muy variados (y no necesariamente racionales), el estudio de las ciencias positivas se han impuesto desde hace décadas como el eje vertebral de nuestros sistemas educativos, dejando al margen a las enseñanzas artísticas, a las llamadas humanidades y, mucho más allá, a la religión. ¡No sé, por tanto, de qué se quejan los laicos afines al positivismo cientificista: su ideología casi se confunde, hoy en día, con el “sentido común” – exactamente tal como ocurría con la de los creyentes cristianos hace unos siglos – !

De otra parte, hay dos rasgos fundamentales que distinguen a una sociedad democrática (y que, consecuentemente, deberían distinguir también a su sistema educativo): la pluralidad ideológica y la capacidad crítica de los ciudadanos. Esto quiere decir que en una educación realmente democrática el alumno habría de tener libre acceso a todas las perspectivas ideológicas posibles (la científica, la humanística, la artística, la religiosa...); quizás no todas en el mismo grado, ni en el mismo momento de su desarrollo, pero sí todas las posibles, incluso las más alejadas de los valores comunes. La condición de toda esta pluralidad es que, a la vez, se les proporcione a los alumnos las herramientas adecuadas para el análisis y la decisión racional – como es el cometido de las materias filosóficas – . Con esto debería bastar y sobrar. Tal vez – como afirman ingenuamente algunos de mis amigos laicos – la ciencia sea la única fuente legítima de verdades, y la religión una simple colección de mitos falsos y moralmente perniciosos. ¿Pero por qué no se deja decidir a los alumnos sobre esto, una vez bien pertrechados de toda la información y de las herramientas de análisis adecuadas?

El resto de los argumentos para prohibir la religión en la escuela me parecen, honestamente, muy débiles. La idea – por ejemplo – de que la educación religiosa tenga que ofertarse en las parroquias, y no en los centros educativos, es tan peregrina como la de que la educación musical, o la educación física, tengan que ofrecerse, exclusivamente, en los conservatorios o los gimnasios. De otro lado, la caricatura que hacen algunos de la enseñanza de la religión como un atavismo propio de nuestro país no responde a los hechos, pues en la práctica totalidad de los países europeos (la excepción es Francia) la religión confesional es de oferta obligada (cuando no obligatoria de cursar) en los centros públicos. Finalmente, la crítica a la elección de los profesores de religión por parte de los obispos es en parte razonable (debería haber más transparencia y control del Estado), pero en parte no (¿quién habría de escoger a los profesores de religión sino, justamente, las autoridades religiosas?).

En fin, y en mi opinión, la exigencia de una educación laica, democrática y de calidad, no supone la exclusión de la formación religiosa (como optativa de libre elección) de las escuelas. Aunque, a mi juicio, sería más sensato que se ofertara a partir de secundaria (no en primaria), que no fuera evaluable, y que se impartiera en las márgenes del horario escolar, sin requerir, por tanto, de una materia alternativa.

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