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Felipe Trigo y la plaza de Mérida

Plaza de España, Mérida, en un cuadro de Felipe Trigo, principios del siglo XX

Antonio Vélez Sánchez. Exalcalde de Mérida.

Es un óleo cargado de un expresionismo casi mágico, por ese tono romántico con el que se idealiza nuestra vieja Plaza de la Constitución. Lo pintó, en mil novecientos, Felipe Trigo, cuando arrancaba el siglo y el escritor, sin duda el más exitoso novelista extremeño de la historia, ejercía la medicina en la ciudad, tras volver de Filipinas con el grado de teniente coronel médico mutilado. Ese evocador cuadro, perteneciente a una destacada familia emeritense, fue realizado justo un año antes de su arrollador inicio literario con “Las ingenuas”, al compás cronológico – 1901 – de la fundación del Liceo, la añeja y referencial sociedad que el mismo impulsó.

Pues bien, en esa escena, a modo de fotografía, se refleja una plaza libre de construcciones. Tan solo dos aguaduchos, mínimos, frente al Palacio de Burnay. Y unos árboles incipientes que pretendían ganar un futuro de refresco y bajo los que pasearon varias generaciones o se apagó la Feria de Septiembre al son tradicional de una orquesta y su verbena.

Un cuarto de siglo después de ese regalo pictórico de Felipe Trigo, se formalizaron los quioscos que plasmaron la foto fija del foro emeritense, los mismos que nos han acompañado hasta hoy, durante noventa años, ahí es nada. Y a muchos nos da pena este trauma, cuya objetividad no alcanzamos a comprender. Ni siquiera se nos ha explicado con claves de conveniencia, al margen estricto de considerandos economicistas, valores sobre los que la historia no sabe demasiado, pues las emotividades pesan más que la contabilidad, tan cambiante. A fin de cuentas hablamos de espacios de todos, de espacios públicos, de foros de encuentro, de los solares del común. Y esta plaza, antes de la Constitución y ahora de España, lo es. Por tanto deben afinarse las decisiones de los políticos de turno, puesto que un error, un mal acuerdo, puede desgarrar los sentimientos, los recuerdos, las emociones, vividas o transferidas, que están ahí, en la piel y en el alma de las ciudades.

Pero si nada tuviera remedio en este despropósito inexplicable, siempre nos quedaría el óleo de Felipe Trigo, como hilo conductor de un mensaje retrospectivo que bien podría valer para un tiempo de futuro con su nueva foto fija. ¿Qué mensaje sería ese que nos sugiere el singular escritor en su cuadro? Muy sencillo, devolvamos la plaza a su ser, a su función original. Para que la utilicemos todos, sin cotos ni cortapisas. ¿Qué sentido tiene poner en ella negocios que resten espacio a los ciudadanos cuando en los edificios de las fachadas circundantes hay espacio de sobra para ello? Y además, siendo peatonales los viales más grandes que la arropan – los de La China y Ayuntamiento – no hay ningún problema para llenarlos de veladores para turistas y “público en general”. E incluso podrían ponerse, en ocasiones concretas, en los bordes de la propia plaza.

Así es que, ¿por qué dudar de la vocación pública que tiene esta plaza de España de Mérida? Máxime cuando su pretensión debe ser la de ganarse a pulso, con respeto a otras ciudades y en tono institucional, por supuesto, su papel de plaza Mayor de Extremadura. Ese es el reto y por él hay que liberarla de servidumbres monetaristas. Cualquier otra intención debe ser explicada, con rigor, a los ciudadanos. Muchos creemos en el valor de recuperar espacios para el común, como antes lo fueron. Ahora, dada la condición capitalina de Mérida, con más razón aún. Ese es el singular mensaje que nos legó Felipe Trigo, el genial villanovense, en ese cuadro, tan emocionante, tan nostálgico, tan rotundo. Creo sinceramente que es uno de los mejores regalos que le pudo hacer a esta ciudad quien no habiendo nacido en ella la amó profundamente. Es llegada la hora de entender su mensaje y devolver la libertad plena a la plaza que él pintó, el año de gracia de mil novecientos.

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