Podemos y la caza
Hace unos días, la Federación Extremeña de Caza (FEDEXPA) solicitaba de la Junta de Extremadura la declaración de Bien de Interés Cultural para ciertas modalidades de caza como las monterías y las rehalas. Esta iniciativa, y otras similares, para “blindar” y promocionar la actividad cinegética – que anda de capa caída y provoca un creciente rechazo moral – , no siempre son bien recibidas por la sociedad ni por los partidos políticos, especialmente por los partidos de izquierda, casi siempre comprometidos con posiciones ecologistas sustantivas (y no meramente ambientalistas). Una excepción notable a esto parece ser Extremadura, en donde, y según he sabido, desde ciertos sectores de Podemos se lanzan argumentos en favor de la protección y promoción (si bien bajo una regulación más estricta y eficaz) de la caza. Veamos sintéticamente los argumentos que esgrimen los defensores del valor de la actividad cinegética, y cómo podemos contribuir en algo al debate.
Uno de los argumentos principales a favor de la caza afirma que, dado que esta forma parte de la tradición cultural y la identidad colectiva popular, en especial en zonas rurales, debe mantenerse y promocionarse. ¿Es esto razonable? En primer lugar conviene relativizar el valor de la premisa, pues no en todos los pueblos se caza, y en muchos de los que se caza se hace cada vez menos, especialmente por parte de los varones jóvenes (digo varones porque la caza es una actividad casi exclusivamente masculina – de hecho, siempre ha sido un rito de identificación con la masculinidad más recia y rancia, por no decir profundamente machista – ).
Tampoco, y como he leído por ahí, la caza es ya (si es que lo fue alguna vez) el “principal elemento de socialización” o la “principal actividad lúdica” de los pueblos extremeños, ni, mucho menos, “la principal forma de disfrute de la naturaleza” que cabe concebir en ellos. Esta claro que hoy en día, y por suerte, en los pueblos de nuestra comunidad hay cientos de maneras de relacionarse con los demás, de entretenerse, o de disfrutar de la naturaleza sin tener que tirotear o acosar animales. Muy al contrario, gran parte de las actividades cinegéticas (empezando por las que FEDEXPA quiere convertir en Bien de Interés Cultural) se dan como un “deporte” de lujo para gente que viene de fuera, y no como una actividad social o popular.
Pero es que incluso aunque fuera cierto que no hay otra forma mejor de entretenerse o de experimentar el sentimiento de identidad colectiva de un pueblo más que cazando, ¿significaría eso que haya que promocionar necesariamente la caza? En absoluto. De que X (la caza) tenga valor identitario y tradicional no se deduce que X sea aceptable y deba ser promocionado. De hecho, también podríamos suponer que los toros, la sumisión de la mujer o la economía sumergida (por poner algunos ejemplos) tienen valor identitario y tradicional (especialmente en las zonas rurales), pero no por eso admitiríamos que debamos proteger y promocionar tales “costumbres”. Que algo se haga desde siempre no significa que deba seguir haciéndose. A lo sumo, significa que, a la hora de tratar políticamente la cuestión (de la caza, de las fiestas de toros, etc.), hemos de actuar con prudencia y pedagogía, y no impulsivamente ni de manera despótica. Pero nada más.
Otro argumento típico es el económico. La caza proporciona – se dice – riqueza y trabajo en aquellas zonas en las que se practica (un argumento, por cierto, que – tal como el anterior – también se emplea para defender las fiestas de toros y otras tradiciones moralmente controvertidas). Pero este argumento no solo es muy discutible (la caza no es la única actividad de ocio medio ambiental que reporta trabajo o beneficios – gran parte de ellos en dinero negro, por cierto – ), sino que es irrelevante cuando lo que se pretende es legitimar patrimonialmente algo. El valor cultural de una actividad o práctica no se debe medir por los beneficios económicos que pueda reportar, sino porque genere o refleje, en algún sentido, un bien espiritual o un modelo (moral, estético...) para la mayoría. ¿Responde la caza a estos requisitos?
Un tercer argumento es el del presunto valor ecológico de la caza. Gracias a la caza – nos dicen – se mantiene y cuidan zonas forestales y se controla la superpoblación de especies que pueden resultar dañinas para los ecosistemas. Este es otro argumento fácilmente contestable. En primer lugar, la caza no es la única (ni la principal) actividad de ocio que contribuye al cuidado de montes y zonas forestales (algo que, por demás, debería exigirse per se a la administración y a los propietarios). En segundo lugar, la caza no es tampoco el único (ni el más recomendable) método para regular la superpoblación de especies, amén de que los cazadores suelen fracasar en este cometido y de que, a veces, generan más problemas de los que pretenden solucionar (la introducción y suelta de especies criadas para el disfrute de cazadores, la endogamia que producen los cercados o la eliminación de depredadores pueden provocar muchos más y más complejos problemas ecológicos que los que pueda resolver un cazador matando animales).
Además, todo esto es, de nuevo, irrelevante. Los que vivimos en zonas rurales sabemos de sobra que el cazador no sale al monte para mejor conservar el medio ambiente (a veces es todo lo contrario: lo ensucia, por ejemplo, a conciencia), ni para controlar la superpoblación de especies, sino, sencillamente, para... cazar. Suponer que la generalidad de los cazadores son ecologistas comprometidos con el respeto de la naturaleza (más que lo pueda ser, por demás, cualquier hijo de vecino al que le guste pasear por el monte) es mucho, muchísimo suponer. Para casi todos los que yo observo, al menos, el valor de la naturaleza parece reducirse al de proporcionarles los medios para su entretenimiento.
Pero, con todo, el asunto primordial, a mi entender, es el moral. ¿Es moralmente reprobable la actividad cinegética? Este asunto no es eludible. Apoyar o no apoyar la caza, regularla de una manera o de otra, no son temas fundamentalmente técnicos, sino éticos. Confundir la actividad política con la ciencia o hacerla depender de expertos es adoptar, de hecho, la peor (la más inconsistente e inconsciente) perspectiva ética posible. Tampoco vale intentar diluir el problema con ambigüedades terminológicas. Es cierto que, en la actualidad, hay muchas modalidades de actividad cinegética, pero también lo es que todas tienen algo esencial en común: el acoso o muerte de animales salvajes por deporte o diversión.
Pues por mucho que se quiera ocultar, el objeto y el sentido de la caza consiste, esencialmente, en entregarse al “placer” (parece que para algunos lo es) de acosar y matar animales salvajes. Se puede investir al cazador de deportista, de ecologista, de motivo turístico o de recurso económico. Se puede admirar, sin duda, el rico patrimonio cultural (lingüístico, etnológico, artístico, etc.) asociado a la caza. Pero el cazador es, ante todo, un señor (muy pocas veces, insisto, una señora) al que le gusta disparar a animales, sean perdices o elefantes, sin otra necesidad que la de entretenerse con ello (y, en ocasiones, afirmarse – sospecho – en roles de masculinidad radicalmente opuestos a los valores que desde la izquierda deseamos promover). Y todo esto, insisto, es un asunto y un problema moral que, como mínimo, hay que discutir.
A mi – lo reconozco – me parece moralmente repugnante la caza. Mi posición obedece argumentos firmes que requerirían otro artículo y es, además, y como todo juicio de valor, contextualizable y graduable (no es lo mismo matar a un ser vivo con el grado de actividad nerviosa y conciencia de un mamífero – y por pura diversión – que recolectar caracoles o espárragos – para comer – , como he tenido que leer, sin dar crédito a lo que leía, en algún documento reciente). Pero, pese a lo firme que creo que es mi convicción (o precisamente por eso), estoy también deseando escuchar los argumentos de aquellos que defienden lo contrario, la legitimidad moral de la caza. El debate está abierto, y es deseable – en el más puro espíritu podemita – que se celebre públicamente y a la vista de todos.
Una vez se fijen posiciones políticas coherentes (es extraño, por ejemplo, que se suela poner en cuestión la legitimidad de la tauromaquia pero no la de la caza ) se podrá discutir acerca de la mejor manera de difundirlas y de lograr los cambios que aquellas posiciones demanden. Es aquí donde, como decía, se ha de obrar con pedagogía y prudencia. No se puede acabar con las cosas a golpe de decreto. Pero sí, desde luego, se puede empezar por no promover aquello que no consideramos ético, y exigir que, en tanto no desaparezca, se vea sometido a una regulación mil veces más estricta y eficaz que la que se viene dando hasta ahora, terreno en el cual, y de momento, hay mucho que hacer.