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Las humanidades en un mundo inhumano

La educación emocional disminuye los niveles de violencia en aulas, según un experto

David Puche Díaz, profesor de la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida

La educación se compone de dos procesos, simultáneos y complementarios, que sin embargo no deben ser confundidos. En ella hay que diferenciar la formación, por un lado, y la instrucción, por otro (la terminología puede variar según el autor; yo prefiero llamarlos así).

La formación crea personas o ciudadanos‒el primer término es ético, el segundo más bien político‒, mientras que la instrucción sirve para crear trabajadores. Ambos procesos, insisto, son necesarios, y no pretendo aquí poner uno por encima del otro; pero por ello mismo hay que insistir en este tema, pues la instrucción tiende siempre a anteponerse a la formación, y de hecho, ocupa sus espacios y la estrangula hasta casi hacerla desaparecer.

Ésta suele obviarse, como algo “menos importante”, “improductivo”, “una pérdida de tiempo”, etc., lo cual es un craso error. Esto que estoy diciendo podrá considerarse un tópico (“otro artículo defendiendo la importancia de las humanidades…”), pero es necesario repetirlo, una y mil veces, pues por tópico que sea, se olvida, o mejor dicho, quieren hacernos olvidarlo, dado que es conveniente para los intereses políticos presentes en la educación.

La instrucción de futuros trabajadores, sean del tipo que sean, pasa por adquirir unos conocimientos y destrezas técnicos y/o científicos, es algo instrumental, esto es, consiste en dotar de los medios necesarios para cumplir determinados fines socioeconómicos. Por el contrario ‒pues se trata de movimientos contrapuestos, y por ello mismo complementarios‒, la formación proporciona al estudiante una cultura, esto es, un acopio de conocimientos no reductibles a lo utilitario, no aplicables a casi ningún desempeño profesional concreto, pero imprescindibles para insertarse en la sociedad como miembro pleno, consciente, autónomo y responsable.

Introduce así en la educación de los jóvenes una dimensión ético-política insoslayable, que sólo la ceguera de ciertos gobernantes ‒aunque no es cuestión de ceguera, pues saben muy bien lo que hacen‒ podría considerar prescindible. Con estos conocimientos se entra en un “reino de fines” que permite establecer escalas de valoración nuevas, y no simplemente adaptarse a las ya vigentes. Esto es, permite reflexionar sobre lo establecido y cuestionarlo, estando teóricamente bien pertrechado y entendiendo lo que ocurre a nuestro alrededor.

Si el terreno de la instrucción es el técnico y científico, el de la formación es eso que en algunos países se denomina “humanidades”, aunque el término ya es de por sí algo equívoco: se identifica siempre con un saber libresco, erudito y por lo general cubierto de polvo (frente a la frescura y dinamismo de la tecnología), que poco tiene que aportar en el siglo XXI. Ciertamente, el término ‒que no la realidad que mienta‒ ha envejecido mal, y quizá haría falta sustituirlo. Además, su identificación con “las letras” no es ni siquiera correcta; abarca también los problemas científicos, pero desde una distancia teórica mayor, desde los fundamentos de las mismas ciencias y su relación con la propia existencia humana. En esa distancia lo que se juega no es ya el “cómo se hace” sino el “qué significa para mí”.

Además, el término humanidades deja fuera parcelas culturales esenciales, como el mundo del arte ‒tanto su teoría e historia como su práctica‒, que por ejemplo sí abarca el término alemán Geisteswissenschaften (“ciencias del espíritu”). En todo caso, la clave está en entender que a la imprescindible especialización laboral del futuro ciudadano le tiene que corresponder una cierta universalidad ‒eso proporcionaban las universidades, por lo menos hasta hace unas décadas‒, una amplitud de mirada, sin la cual no estamos educando ni siquiera a trabajadores, sino a súbditos, reproductoresaltamente cualificados de un modelo social que no cabe cuestionar.

Cuando se achican los espacios educativos del “saber humano”, se hace aduciendo que es imprescindible debido a las altas tasas de paro, a la improductividad de la economía, etc., las cuales se deberían ‒cómo no‒ a las deficiencias de una instrucción técnica a la que no se dedican suficiente tiempo y esfuerzos. De algún sitio hay que sacarlos, y se están “malgastando en la cultura”. Pero esto es falso, sencillamente una mala excusa de pésimo gobernante, y de hecho no tiene nada que ver con la realidad. En primer lugar, porque de esa instrucción los estudiantes están sobrados ‒es curioso que los mismos planes de estudio que recortan créditos y cursos a las carreras luego se amparen en que hay un déficit de este tipo‒, y en segundo lugar, porque esos problemas socioeconómicos tienen más que ver, de hecho, con graves carencias culturales de la masa laboral en general. La comparación de nuestros datos con los de países como Alemania o Francia, en este sentido, es muy elocuente. Nunca la cultura ha creado trabajadores improductivos, sino todo lo contrario: los países con mayores índices culturales son a la vez los más productivos. Es un criterio ideológico, que no pedagógico, el que decide que lo ajeno al rendimiento económico debe eliminarse; pero es que, a la vez, es un criterio profundamente erróneo.

Se habla de que vivimos en la “sociedad del conocimiento”, donde cada cual puede formarse a sí mismo, y el saber, gracias sobre todo a Internet, se ha vuelto ubicuo. Eso, dicho así, sin más, no es cierto. Vivimos en la “sociedad de la información”, que es algo muy distinto. El conocimiento es la información asimilada, que entra a formar parte de uno mismo no como simple “dato”, sino integrando una visión del mundo coherente. Ese conocimiento, así, puede extenderse a otros ámbitos, relacionarse con otras facetas de nuestra vida. Crece, da frutos; permite, a su vez, producir nuevo conocimiento. La mera información es reproductiva, el sujeto se comporta pasivamente ante ella. La “cambia de sitio” (el paradigma del “corta y pega”), pero no la hace suya.

La capacidad de hacer esto, de convertir la información en conocimiento, es precisamente la cultura, más necesaria hoy que nunca, en este mundo en red e hiperconectado en que vivimos, bajo un bombardeo de estímulos tan apabullante que no permite apenas filtrar, segregar el dato útil de la basura. Hacen faltas guías para moverse en el nuevo entorno psicosocial, que trae consigo nuevas posibilidades, pero también peligros ‒entre ellos, muchas patologías hasta ahora inexistentes‒. Necesitamos formas integradoras, inductivas y cualitativas de pensamiento y análisis, no reductibles a criterios utilitarios, y en todo caso, perfectamente compatibles con éstos (como dirá cualquier científico). Esa formación, ese “saber humano” que hoy despreciamos, lo vamos a echar cada vez más en falta, a medida que la desorientación y el nihilismo, contra los que todo el saber instrumental del mundo nada pueden hacer, nos devoren. El mundo sin ese saber será mucho más inhumano.

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