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Lo que el mármol esconde

Tamayo 10 Abril

Tomás Martín Tamayo

Cuenta Kristina Fiore, en “Borghesse”, que un adinerado mecenas, comerciante de tejidos veneciano, Alessandro Curcio, se hizo construir una lujosa mansión en Roma, que incluía una galería para exposiciones. A la inauguración invitó a la nobleza, al clero, autoridades, escultores, pintores y a lo más destacado de la sociedad romana. Entre los escultores que acudieron a la cita estaba Pietro Bernini, que llegó acompañado por su hijo, un jovencísimo Gian Lorenzo Bernini, que a sus 18 años se estaba iniciando en el arte de la escultura en el taller de su padre. En uno de los patios de la mansión del comerciante había un bloque de mármol blanco, desechado para la solería porque tenía un veteado que lo hacía inservible por su imperfección. Gian Lorenzo lo vio, preguntó por su destino y le explicaron que no tenía valor alguno y que iba a ser troceado para poder llevarlo hasta una escombrera. Se lo pidió a Curcio y así  se hizo con un bloque de mármol grande para poder experimentar.

Tres años después, el comerciante de tejidos visitó el taller de Pietro porque hasta él había llegado la prodigiosa evolución de  su hijo, Gian Lorenzo, y este lo llevó hacía un rincón, tiró de una manta y dejó al descubierto, a punto de concluir, “El rapto de  Proserpina”, una de las obras más sublimes y carnales que hayan podido arrancarse al mármol. Un fornido Pluto, dios del dinero, intenta vencer la resistencia de Proserpina levantándola, clavando sus dedos en el muslo y cintura de la frágil diosa de la primavera, que se resiste inútilmente al secuestro, empujando la cabeza del fornido, estirando la piel de la cara, que aparece desfigurada,  mientras pide socorro en una evidente actitud de pánico.  Viendo el asombro en la cara del mecenas, Gian Lorenzo le dijo: “Esto ha salido del bloque de mármol que estaba en su patio y que iban a tirar porque no servía”. Curcio dio la vuelta al conjunto y asombrado preguntó: “¿Esto estaba escondido en aquel trozo de  mármol?” “Sí, solo ha necesitado unos golpes de cincel para encontrarlo”.

El asombro que al comerciante le produjo que de un desecho de piedra hubiera salido semejante maravilla, puede ser semejante, pero en negativo, al que me producen algunas personas, falsarios, pura apariencia, que debajo de  una sonrisa y al amparo de una actitud aparentemente solidaria, esconden un desecho humano. Son carne y  en algunos casos carne putrefacta. Solo han necesitado pisar una alfombra para que el mullido les arrebate la máscara, dejando su agusanada conciencia a la intemperie, porque la locura que más se ve es la locura del poder. El contraste entre lo que vemos y lo que creíamos ver no es reconfortante porque nos llena de inseguridad. Entre el hoy y el ayer media un abismo temporal que supera el que marca el calendario. Posiblemente no han cambiado, siempre fueron así y la mediocridad que ha aflorado, tan pronto, estaba escondida, como el maravilloso “Rapto de Proserpina” en el veteado bloque de mármol. De aquella piedra sin valor surgió el soplo sublime de Bernini; aquí, donde parecía que había materia, dos o tres cincelazos han descubierto una masa deforme, amoral, desalmada e inconsistente. Con mentiras, sonrisas de colmillo, falsos brillos y oropeles, intentan, a la desesperada, seguir chapoteando en sus propios excrementos.

Stevenson, cuando escribió  “El doctor Jekyll y Mister Hyde” ya apuntó magistralmente el contraste entre el bien y el mal, conviviendo en una misma persona. Un trastorno psiquiátrico hace que su protagonista tenga dos o más identidades con características opuestas entre sí. ¿Quién estuvo antes Jekyll o Hyde? Yo he conocido a unos cuántos “Jekyll” y a veces me asombro de que de aquellos hayan salido estos “Hyde”. Y al revés. Analizando con aburrimiento el errático deambular de estos personajes de marioneta, me acuerdo de otra obra magistral, “El retrato de Dorian Gray”, de Wilde, donde el narcisismo alcanza cotas grotescas en la que la sobreactuación y lo gestual son incapaces de ocultar las cicatrices de una pobre conciencia. ¿Quo vadis, muñeco?

Los que me conocen saben que suelo apelar a la conveniencia de que en cada casa se establezca un rincón para pensar y otro para escuchar, como si fuera un confesionario. En política, además del rincón de pensar se hace necesario el espacio para respirar y aprender a distanciarse del escenario y de la escena. No es necesario potenciar al “yin” en detrimento del “yang”, pero sí establecer paradas en el camino que, aunque suene a añejo, servirían como ejercicios espirituales. No está mal ejercitar el espíritu, sobre todo para evitarnos el sofoco de que al mirarnos al espejo, veamos reflejado el deterioro de Dorian Gray.

Este y otros artículos de Tomás Martín Tamayo los puede leer también en su blog 'Cuentos del día a día'

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