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No vais a ser nada en la vida

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Víctor Bermúdez Torres

La mayoría de mis alumnos estudian y se preparan con la confianza de que su esfuerzo y competencia les permitirán llegar todo lo lejos que se propongan. Porque la sociedad en la que viven – piensan ellos – es justa: premia al que se esfuerza y es capaz, y castiga al perezoso e incompetente. Más allá de que esta sea o no una concepción razonable de lo que es la justicia y la valía humana, lo cierto es que mis alumnos se equivocan. Y yo no sé como decírselo. Bueno, sí lo se.

El otro día jugábamos a inventar una sociedad. Imaginaos – les decía – que llegáis por accidente a una pequeña isla desierta, y tenéis que organizaros para vivir allí lo mejor posible. ¿Cómo lo haríais? Descartadas (por ellos, y casi instantáneamente) opciones como el anarquismo o la la más burda dictadura, los chicos deciden instaurar en seguida unas normas básicas de convivencia, es decir, unas leyes y un Estado. Como los chicos son, por educación, muy modernos, deciden pasar del método antiguo (el de confiar en la ley de un Dios y de sus representantes en la tierra) y apuestan por su capacidad racional para auto-gobernarse. Después de razonar un rato, coinciden con la mayoría de los filósofos modernos en que los hombres somos, por principio y como poco, libres e iguales, por lo que las leyes que se voten, sean las que sean, habrán de consagrar y proteger a toda costa la libertad y la igualdad humanas. Hecha esta solemne declaración, nos ponemos a trabajar en el “proceso constituyente” del sistema político de nuestra isla.

En seguida descubren que lo de regular la libertad y la igualdad no es nada fácil, y sí muy polémico. Por ejemplo, algunos chicos se muestran muy restrictivos con la libertad de costumbres (nada de poliandria, o de ir desnudo por la calle), pero no con la libertad económica: ¡que cada uno tenga y gane lo que pueda y quiera! – dicen – . ¿Por qué – les pregunto yo – ? ¿Donde ha quedado ese principio de igualdad que decíais? Ah – dicen ellos – , es que todos somos iguales al principio, pero luego hay personas más trabajadoras y competentes que otras, y estas merecen ganar más. ¿Y los que se esfuerzan pero no pueden – replican algunos – , porque, quizás, no han nacido con tanto talento o capacidad? ¿Y los que nacen en familias ricas – grita, indignado, otro –, y lo tendrán siempre todo aunque no hagan nunca nada? ¿Qué mérito tiene heredar de un bisabuelo lejano un montón de tierras o de pasta que no te has ganado tú?... Pasado un rato, las opiniones se dividen. Básicamente, unos piensan que contra la desigualdad natural y la devoción por los propios hijos no se puede hacer nada, y otros que sí, que claro que se puede (y se debe) hacer mucho. Pero, sea como sea, a la mayoría les parece razonable promulgar leyes para ayudar a personas que nacen con alguna discapacidad, cobrar impuestos – muchos o pocos – a los que son muy ricos (sobre todo, a los que son sin merecerlo) y, muy especialmente, asegurarse de que todos tienen acceso a la misma educación, para que, así, haya igualdad de oportunidades y todo el que pueda llegue a “lo más alto” compitiendo limpiamente con los demás.

Y es aquí donde ya no puedo callarme más, y me veo en la obligación de informarles de algo. Según estudios recientes muy serios – les digo – , realizados por el gobierno y por organizaciones educativas en Gran Bretaña, la inmensa mayoría del personal de las empresas más prestigiosas de ese país procede de escuelas y universidades de élite. Y no solo ello; la mayoría de los más famosos periodistas o actores, así como de los jueces, fiscales, políticos, militares de alta graduación, etc., proceden, también, de colegios privados en los que solo estudia... ¡un 7% de la población! Aunque esto ocurre en Gran Bretaña, creo que no sería difícil encontrar resultados similares en todos los países de nuestro entorno.

La conclusión, no por consabida deja de ser terrible para mis alumnos, los mismos que, durante estos meses, sacrifican las tardes de primavera al siniestro dios de los exámenes, confiando –pobres míos – en que la gente honrada y trabajadora es la que, al final, resulta ganadora en esta especie de concurso que, según les dicen, es la vida.

Pero resulta que no. Que el viejo sueño americano no es sino una versión del más antiguo de los cuentos de hadas: aquel en el que la justicia triunfa, por una vez, y la cenicienta alcanza el trono que merece, solo para demostrar que tamaña cosa no es sino una excepción a la regla, y que gente como Bill Gates, Amancio Ortega u otros del santoral de la lista Forbes son personajes del cuento que se cuentan los hijos de los trabajadores en sus largas noches a la luz del flexo. Pero la verdad verdadera es que la inmensa mayoría de mis alumnos no saldrán jamás de su nicho social, independientemente del talento que tengan y el esfuerzo que demuestren. Por la sencilla razón de que no son parte de esas élites que, en la práctica, acaparan y transmiten a sus hijos los mejores puestos en empresas e instituciones, tal como la aristocracia medieval acaparaba y heredaba tierras y cargos en la corte. Mis alumnos estudian y van a seguir estudiando en centros públicos que, en este país, han sido, durante todos estos años, progresivamente depauperados, quizás para seguir, así, marcando la diferencia. Justo cuando todo hijo de vecino comenzaba a mandar a sus hijos a la universidad pública, esta perdía su valor a favor de universidades de élite, másteres prohibitivos, y estancias en el extranjero insostenibles para una familia trabajadora... La desigualdad se reproduce, una y otra vez, como un cáncer que solo se puede curar extirpándolo de raíz. Y la raíz no es el sistema de castas económicas, sociales, políticas e intelectuales que, naturalmente, tiende a perpetuarse; el problema es que nos hayamos acostumbrado a considerar este sistema como algo inevitable.

Curiosamente, en muchas instituciones educativas de élite suelen incorporar todas las innovaciones (aprendizaje por proyectos, educación individualizada y comprensiva, poco peso de los deberes...) y materias (educación artística, debates filosóficos, humanidades...) que los estados dominados por gobiernos liberales niegan para la escuela pública (en las que todo ha de ser esfuerzo bronco y materias instrumentales y técnicas). En el fondo – piensan con cinismo – es por nuestro bien. ¿De qué le sirve a un futuro trabajador precario desarrollar su sensibilidad artística o su conciencia crítica haciendo debates de filosofía? Absolutamente de nada. Es más, le podría hacer muy infeliz. Y, sobre todo, muy inconformista. ¿Se imaginan que le da por pensar en todo esto?

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