Puede que el 1 de octubre en Catalunya haya urnas, papeletas y varios millones de votantes, pero ese día no se celebrará un referéndum de autodeterminación. No lo será, igual que no lo fue el 9N. No lo será porque no parece que vayan a participar gran parte de los quieren seguir en España, porque no cuenta con respaldo internacional, porque no cumple con la legalidad más básica, porque no tiene garantías democráticas y porque no dará lugar a una república catalana el 2 de octubre, sea cual sea el resultado de la votación.
No habrá referéndum de autodeterminación aunque se llegue a votar, igual que se votó el 9N de 2014. Por eso es tan peligrosa la respuesta que puede llegar a adoptar el Gobierno central en su estrategia de frenar las urnas a toda costa. Porque esa estrategia defiende algo muy distinto a la unidad nacional: la palabra de Mariano Rajoy y su reputación ante los suyos.
El presidente del Gobierno se sintió engañado el 9N. Desde la Generalitat –dicen fuentes del Gobierno– le aseguraron que no habría referéndum y después se encontró con urnas, con recuento, con un centro de datos y con la foto de Artur Mas votando en las portadas de la prensa internacional. Rajoy quedó en evidencia ante una parte de la derecha española, que criticó que el Gobierno tolerase esa votación. Por eso esta vez no quiere que le vuelva a pasar.
El problema es el precio a pagar porque no haya urnas y así Rajoy salve su honor. Y quién lo paga. Para que Rajoy no tenga que quedar en evidencia ante los suyos, el Estado puede acabar cayendo en el mismo juego que dice querer combatir.
La estrategia independentista en este 1-O no pasa por ganar en las urnas, sino por provocar la reacción más dura posible del Gobierno para intentar pararlo. Entre los dirigentes independentistas cunde la idea de que esa votación no logrará la república catalana, pero sí les acercara a su objetivo si Rajoy embiste ante ese trapo de la forma más contundente. Si detienen a Puigdemont, si suspenden la autonomía, si hay alcaldes en la cárcel… el independentismo habrá ganado este pulso porque el objetivo para el 1 de octubre no es votar, sino que la base social de este movimiento social sea mayor. “Habrá presos políticos” –dice un diputado de ERC– “y en la próxima campaña electoral pediremos otra vez la amnistía, además de la independencia”.
Más allá de la polvareda de estos días, el problema de fondo sigue siendo el mismo: que un amplio sector de la sociedad catalana no está conforme con el pacto de España, un pacto reflejado en dos leyes, la Constitución y el Estatut, en las que ya no cree una mayoría de la sociedad, incluso muchos de los hoy no quieren la independencia.
Catalunya tiene además la anomalía de que su pacto no fue votado por los ciudadanos, porque el Estatut aprobado por la mayoría absoluta del Parlament, del Congreso de los Diputados y de los ciudadanos catalanes fue después mutilado por el Tribunal Constitucional. Solo recomponiendo esa fractura democrática habrá una solución. Y solo por medio de una reforma constitucional aprobada mayoritariamente por los catalanes o por un referéndum de autodeterminación digno de tal nombre se puede lograr.
“Cuando el porcentaje a favor del referéndum alcanza en una sociedad el 80%, no es posible que se pueda abrir un debate político normalizado”, escribe el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez-Royo en este interesantísimo artículo que hay que leer. “No hay debate político posible sin la celebración del referéndum. Hubiera sido preferible no llegar a este punto. Pero hemos llegado”, concluye Pérez Royo, que tiene razón.
Atrapados entre la estrategia de Mariano Rajoy, y la de Carles Puigdemont, el panorama es desolador para todos aquellos que creen en España y en la democracia, y a los que se exige elegir entre una de las dos.