Una obviedad que deberían recordar aquellos demócratas de toda la vida que tanto citan la Carta Magna: por mucho que el PP haya sido la fuerza política más votada, la Constitución sigue vigente en España. También su artículo 99, que explica cómo se nombra al presidente del Gobierno en una democracia parlamentaria. No logra la investidura el candidato más votado, sino aquel que consigue más apoyos en el Congreso de los Diputados. Esa persona hoy no es Mariano Rajoy y está por ver que pueda llegar a serlo. Veinte días después de las elecciones, el líder del PP solo ha sido capaz de lograr un voto a favor más allá de sus líneas, el de Coalición Canaria. Y ni siquiera este voto está del todo garantizado.
Mariano Rajoy tiene hoy una mayoría absoluta en su contra no solo porque sea un candidato tóxico, manchado por el dinero negro, la corrupción, los sobres y su “se fuerte” a Luis Bárcenas. Tampoco tiene más respaldos porque no se ha esforzado lo más mínimo en buscarlos.
El político que ha convertido su indolencia en estrategia se ha limitado a sentarse a esperar a que se rindan sus rivales, sin poner oferta alguna sobre la mesa. No ha sido siquiera capaz de convencer al partido más cercano a sus posturas, Ciudadanos, al que primero menospreció –ni les llamó en dos semanas– y al que después no ha ofrecido absolutamente nada.
El PP pretende negociar con supuestas cesiones que ya no son materia de negociación porque están perdidas de antemano. No depende de Rajoy, por ejemplo, lograr una RTVE “como la BBC” porque el Parlamento actual no permitirá otra vez esa televisión de partido presidida por un comisario político que cobró de los sobres de Bárcenas. Tampoco es una oferta derogar la ley Wert, o la ley mordaza, porque esas leyes hoy tienen en el Congreso una mayoría absoluta en contra y caerán tanto si Rajoy está en La Moncloa como si está en Santa Pola.
Solo hay tres elementos de negociación realistas que el PP podría poner en la mesa y no lo ha hecho ni parece que tenga intención de hacerlo. Uno es la reforma de la Constitución, donde el PP si tiene una posición de bloqueo. Otro es la composición del Gobierno, donde tampoco ha ofrecido nada –ni hay muchos voluntarios para sentarse en ese Consejo de Ministros, acompañado de ejemplares como Jorge Fernández Díaz–. El tercero, y más valioso, es la cabeza de Mariano Rajoy, un candidato que lleva desde diciembre anteponiendo sus intereses personales a los de su partido y a los de esa nación de la que dice sentirse tan orgulloso.
El PP ha fiado todo en estas semanas a dos premisas que se han demostrado falsas. La primera, pensar que en el PSOE mandan Felipe González y Juan Luis Cebrián, y que bastaría su presión para rendir a Pedro Sánchez. La segunda, creer que Ciudadanos se iba a entregar gratis y que regalarían el sí a Rajoy sin recibir nada a cambio. Ha perdido la apuesta en ambos frentes y hoy el PP, sin el sí de Cs, no tiene muchos argumentos para forzar a Pedro Sánchez a traicionar sus propias palabras y permitir con su abstención la investidura de un presidente indecente.
Como fuerza más votada, el PP tiene la obligación y la responsabilidad de buscar aliados para formar Gobierno. Pero la responsabilidad de los demás partidos para evitar el lamentable espectáculo de unas terceras elecciones no consiste simplemente en rendirse ante el ‘trágala’ de Mariano Rajoy. También pasa por buscar otras alternativas si el candidato del PP fracasa o si, una vez más, se da mus y rechaza siquiera presentarse.
Rajoy juega con una hipótesis seguramente acertada: que si en noviembre se vuelven a repetir las elecciones la abstención en la izquierda será aún mayor y solo el PP mejorará en escaños. Pero de tanto tirar, puede forzar que la cuerda se rompa y que los otros tres grandes partidos –PSOE, Podemos y Ciudadanos– encuentren en el chantaje político de Rajoy argumentos suficientes como para lograr ese acuerdo de mínimos a tres bandas que ahora parece imposible.
El presidente en funciones ha tomado la política española como rehén de sus intereses personales. Si mantiene este bloqueo, será prioritario desahuciarle.