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¿Y por qué no hablas del Islam?

Ignacio Escolar

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No hablo del Islam porque no vivo en Irán sino en España, un país supuestamente aconfesional donde la religión católica disfruta de un evidente trato de favor. Porque da igual que seas ateo, o agnóstico, o protestante o musulmán: pagas con tus impuestos la fe católica de los demás. Porque somos uno de los últimos países de Europa que aún no ha separado la Iglesia del Estado, y mucho menos de la educación. Porque no es cierto que España sea un país mayoritariamente católico, pero vivo en una cultura que no se entiende sin la herencia cristiana, para bien y para mal. Porque es verdad que el Vaticano ha construido sobre el inmovilismo y la tradición una milenaria forma de poder, pero es innegable que algo se mueve en Roma, aunque aún no está claro si son solo palabras o también actos, un lavado de cara o una verdadera renovación.

Por todos estos motivos, y alguno más, hemos querido dedicar uno de nuestros números monográficos de eldiario.es a la Iglesia Católica, y no al Islam (esa pregunta que siempre aparece en España cuando alguien se atreve a poner la lupa sobre esta religión). Como todos nuestros Cuadernos, es un enfoque crítico. No hay periodismo en las loas y la adulación. Pero no solo hemos querido recordar la enorme lista de asuntos pendientes entre la Iglesia y el resto de la sociedad, sino también profundizar sin prejuicios en una institución tan inmensa como compleja, donde hay voces críticas que, desde dentro, también piden cambios y rechazan la hipocresía, el machismo, el inmovilismo y la corrupción en los que chapotea el Vaticano, el centro de poder que más siglos ha perdurado en la historia de la humanidad.

Algo está pasando en la Iglesia, aunque aún es pronto para medir las consecuencias que tendrá para el mundo –también para los ateos como yo– la llegada al trono de San Pedro del primer Papa aperturista en casi medio siglo. De momento, Bergoglio ofrece una nueva imagen y un nuevo discurso. ¿Mera propaganda o una verdadera renovación? Probablemente una mezcla de ambas cosas: ni tanto como a muchos nos gustaría ni tan poco como para despreciar esos cambios.

La Iglesia Católica ha llegado al siglo XXI sin digerir aún el siglo XX. Tras los gestos de apertura del Concilio Vaticano II, llego la contrarreforma. Frente a la iglesia de los pobres y la teología de la liberación, triunfó en Roma la facción más conservadora, la de los Legionarios y el Opus Dei. Durante décadas, han gobernado el Vaticano quienes argumentaban que la Iglesia retrocedía porque cedía, que abrir las puertas era la causa de la pérdida de fieles, que no era la fe la que tenía que adaptarse a los tiempos sino los tiempos los que tenían que detenerse para la fe. Así fue con Juan Pablo II y así siguió siendo hasta la inesperada renuncia de Benedicto XVI, cuando un cónclave donde era casi imposible encontrar ni un solo cardenal que no fuese o conservador o muy conservador decidió hacerse el harakiri y votar por la renovación. Es otro síntoma más de la delicadísima situación que atraviesa la Iglesia, plenamente consciente del avanzado deterioro de su imagen, su credibilidad y su poder.

Las manchas en las sotanas son muy oscuras. Durante décadas la cúpula de la Iglesia Católica ha sido cómplice de la pederastia, colaboradora necesaria de delincuentes reincidentes a los que ha arropado debajo de sus faldas, como si la ley de los hombres no estuviese por encima de la ley de dios. La ONU ha cuestionado en un durísimo informe al Vaticano por este encubrimiento sistemático y la respuesta que ha dado la Iglesia ha sido criticar a las Naciones Unidas por “interferir” en el ejercicio de la libertad religiosa. Como si ambas cuestiones tuviesen alguna relación.

El Vaticano también ha sido criticado por Estados Unidos y otros países como uno de los lugares donde el dinero más negro se blanquea con impunidad, casi un paraíso fiscal. Su banca ha servido para los más turbios negocios y uno de sus dirigentes –conocido con el apodo de 'monseñor 500', por su afición a esos billetes morados tan milagrosos de ver– ha sido recientemente detenido mientras transportaban millones de euros en efectivo desde Suiza hasta Roma. A diferencia de la lucha contra la pederastia –donde el efecto Bergoglio aún está por demostrar–, en la lucha contra la corrupción económica el nuevo Papa sí ha dado pasos valientes, dejando claro que no va a tolerar esos abusos.

Los escándalos financieros, la pederastia, las filtraciones del Vaticanleaks y su debilidad frente a los “cuervos” de la curia están detrás de la salida de Joseph Ratzinger y también de la llegada de Jorge Mario Bergoglio, un Papa que con su simple nombramiento rompió un montón de tabús. Es el primero no europeo. El primero jesuita. El primero en 598 años que ha llegado al trono de San Pedro por la renuncia y no la muerte de su antecesor. La debilidad de la Iglesia es, en cierto modo, la fuente del poder de Bergoglio; es la fuerza que le permite abordar unos cambios que durante décadas el Vaticano no quiso abordar.

El cristianismo no es en su esencia menos machista, menos homófobo o menos intolerante que las demás religiones. Todas nacen en unos siglos de ignorancia donde la mujer estaba sometida, la violencia era parte de la supervivencia y la tolerancia o la libertad de pensamiento eran valores casi inexistentes. Es ingenuo pensar que unas instituciones –sea la Iglesia Católica o el Islam– nacidas sobre cimientos tan antiguos, y levantadas sobre la premisa de poseer la verdad absoluta sobre el universo puedan moverse a la misma velocidad a la que lo hace hoy la ciencia o la sociedad; más aún cuando, durante gran parte de su historia, ha sido el monopolio del poder y la violencia, más que la autoridad moral, el método con el que han impuesto sus principios a la sociedad. No es algo tan lejano. Hace apenas cuatro décadas, España era en la práctica una teocracia no muy distinta del actual Irán, un régimen de curas y militares donde el dictador que se paseaba bajo palio había llegado al poder tras un golpe de Estado bendecido como cruzada

Hoy España es un país donde tres de cada cuatro ciudadanos se define como católico, pero el 64% de ellos ni va a misa ni sigue los preceptos morales de la religión. Como escribe Julio Embid, es curioso el concepto de “católico no practicante”. ¿Alguien llamaría “vegetarianos no practicantes” a aquellos extraños vegetarianos que comen carne? Cuando se profundiza en los datos, el tópico de España como país católico queda en cuestión. La encuesta más fiable, la declaración de la renta, da un dato muy distinto: solo un tercio de los contribuyentes se declara seguidor de la Iglesia en la intimidad de sus impuestos. España no es católica, pero sí lo son, y mucho, las élites que hoy gobiernan el país, y que pretenden eliminar derechos como el aborto contra el criterio de la mayoría de la sociedad. Por eso hay algunas reformas fundamentales en las que no cabe confiar en Bergoglio, por muy optimistas que queramos ser. Es esa separación de la Iglesia y el Estado pendiente en España que algún Gobierno, algún día, tendrá que atreverse a afrontar.

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