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El primer acto de la campaña electoral

Ignacio Escolar

Cuando la Generalitat puso las urnas el 1 de octubre contra el mandato expreso del Tribunal Constitucional, cuando el Parlament proclamó la República de Catalunya con ese referéndum ilegal como excusa, es evidente que el Govern incumplió la ley. También es obvio que saltarse la ley y las órdenes judiciales tiene consecuencias penales en cualquier país democrático, y hay varios delitos que con toda justicia se les podrían imputar. El de desobediencia grave a la autoridad: de seis meses a un año de multa. O el de prevaricación: de tres a ocho meses de multa y hasta 15 años de inhabilitación. O el de malversación: hasta ocho años de prisión, si se demuestra el uso de fondos públicos para organizar el referéndum ilegal.

Son todos ellos delitos graves y que la justicia debe investigar y castigar. Son lo bastante serios como para que no fuese necesario forzar la mano y aplicar un derecho penal de autor, de contundencia desmesurada y de dudoso encaje legal. ¿Rebelión sin violencia? Es como un homicidio sin víctima: un oxímoron. Es una mano dura penal que solo da argumentos a quienes quieren retratar a la democracia española como un Estado autoritario, como un país incapaz de dar salida política a los problemas políticos. Como la Turquía occidental.

España no es Turquía ni Rajoy es Erdogan. A los separatistas en Turquía –los kurdos– no les aplican el Código Penal: les bombardean. El Gobierno ha clausurado más de un centenar de medios de comunicación, ha encarcelado a cientos de periodistas, de jueces, de fiscales, de maestros, de policías... Pero que España no haya llegado a la represión de Turquía no significa que el Gobierno y la Fiscalía a sus órdenes no estén forzando los cauces de la justicia y del Estado de derecho hasta límites que cualquier demócrata –independentista o no– debería criticar.

Hay un derecho fundamental que debe proteger a todos, también a quienes se saltan la ley: el derecho al juez natural. Está recogido en la Declaración de los Derechos Humanos y también en nuestra Constitución. Es el derecho de cualquier acusado a que le juzgue el juez que le toque por ley, no el que le convenga al Gobierno o al fiscal. Es un derecho que en este caso se está incumpliendo porque el juez que le toca por ley a los independentistas imputados ni es el Tribunal Supremo para los aforados –sería el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya– ni tampoco es la Audiencia Nacional.

“El delito de rebelión nunca ha sido competencia de esta Audiencia Nacional”. No lo digo yo. Lo dijo en 2008 –por escrito, en un auto– el propio pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Casi una veintena de magistrados y también el fiscal llegaron a esa conclusión cuando Baltasar Garzón intentó investigar los crímenes del franquismo. Es lo mismo que afirmó también el Tribunal Supremo, cuando aceptó la querella contra Garzón en un auto donde textualmente se dice que el delito de rebelión “nunca ha formado parte de los delitos contra la forma de gobierno (…) por lo que es absolutamente injustificado concluir de forma taxativa que la Audiencia Nacional posee competencia para su investigación”.

La Audiencia Nacional nunca ha sido el tribunal que juzgaba la rebelión, como sabe mejor que nadie el propio fiscal General del Estado, José Manuel Maza: él participó, como magistrado del Supremo, en aquel proceso penal contra Garzón. La argumentación que ha usado la Fiscalía en su querella para llevar este caso a la Audiencia Nacional es tan alambicada que ha necesitado nueve folios para atribuir la competencia a este tribunal, algo que normalmente se suele ventilar en un párrafo o dos.

La competencia del Tribunal Supremo en el caso de los aforados es también cuestionable. Lo normal habría sido que se ocupase el TSJ catalán, y no el Supremo. Es lo que siempre ocurre con los aforados autonómicos cuando son imputados. El argumento que da la Fiscalía –que las consecuencias del delito trascienden el territorio catalán– es también inaudito porque hay muchos otros delitos de gravedad cuyas consecuencias trascienden los límites provinciales y nunca antes se aplicó un criterio similar.

¿Por qué la Fiscalía General del Estado prefiere la Audiencia Nacional a la Audiencia Provincial de Barcelona? ¿Por qué prefiere a los jueces del Tribunal Supremo antes que los del TSJ catalán? La respuesta parece obvia y las órdenes de prisión preventiva le dan plenamente la razón: porque cree que serán más duros con los independentistas. Porque ambos tribunales están mucho más controlados políticamente. Porque creen que jueces que no vivan en Catalunya serán menos comprensivos con los acusados. Porque la presión social en España, el “a por ellos”, juega a su favor.

Las respuestas tan distintas que han dado el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional ante querellas casi idénticas demuestran hasta qué punto la interpretación de un mismo Código Penal puede cambiar. El Supremo ha rebajado un par de grados los delitos imputados nada más llegar. Mientras tanto, la Audiencia Nacional ha metido a 7 exconsellers y al exvicepresidente Oriol Junqueras en prisión.

La decisión de Carles Puigdemont y el resto del Govern en el exilio de refugiarse en Bélgica es políticamente muy cuestionable. ¿Como se puede pedir a los funcionarios catalanes que resistan al 155 mientras uno se escapa a Bruselas? La desobediencia a las leyes como forma de lucha –tan legítima como eficaz en muchos casos, desde la insumisión a la mili hasta las protestas de la PAH– siempre ha sido cuestionable en el procés catalán. Por una razón: porque quienes han desobedecido a las leyes, el Parlament y el Govern catalán, eran también quienes promulgaban leyes y se ocupaban de hacerlas cumplir. Pero la desobediencia a las leyes, como estrategia de resistencia civil, implica también aceptar las consecuencias de esa insumisión para dejar en evidencia la irracionalidad y la desproporción de esa respuesta. No es eso lo que ha escogido medio exgovern.

Refugiarse en Bélgica mientras otros asumen las consecuencias de tus actos políticamente no tiene un pase. Legalmente es otra cosa. Probablemente es lo mejor que podían hacer.

La fuga a Bélgica de Carles Puigdemont y los otros cuatro exconsellers obligará a que sea un juez belga quien tenga que decidir sobre los delitos que se imputan al expresident. Sobre las penas y las pruebas. Sobre la competencia de los tribunales que les acusan. Sobre si procede aceptar la extradición.

Que Oriol Junqueras y medio govern duerman hoy en prisión es una respuesta desproporcionada: una solución penal a un problema político, que con la represión y la cárcel solo se puede agravar. Pero este martirio penal no da a los líderes independentistas la razón. Salvo cuando denuncian ser víctimas de un abuso judicial.

La respuesta desproporcionada de la Fiscalía y de la Audiencia Nacional no cambia en nada la conclusión principal: fue un atropello antidemocrático declarar la independencia de Catalunya de forma unilateral con el argumento de un referéndum ilegal en el que solo participó un 43% de la población.

En su última rueda de prensa desde Bruselas, el martes, Carles Puigdemont argumentó que “solo estaba cumpliendo con su programa electoral”. El expresident debería saber que esa mayoría de catalanes que no le votó también tiene derechos. Que un programa electoral no está por encima del Estatut de Autonomía ni de la Constitución. Que su mayoría era más que suficiente como para gobernar Catalunya, pero no para iniciar un proceso unilateral de ruptura donde no le seguía ni la mitad de su propia población.

Las órdenes de prisión que ha dictado la juez Carmen Lamela son el primer acto de una campaña electoral que empieza mal. ¿Qué pasará si se repite el mismo resultado o si los independentistas ganan por un margen aún mayor? ¿Qué hará el Gobierno si esto es lo que votan los catalanes?

La Audiencia Nacional tiene una respuesta. Una respuesta que, sin ser Turquía, se acerca peligrosamente a lo que le gustaría a Erdogan.

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