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“La calle es peligrosa porque no hay niños en ella, está abandonada”

Tonucci, antes de su conferencia en Pontevedra / Salón do libro

David Lombao / Gonzalo Ballesteros

“Antes teníamos miedo del monte” y “nos sentíamos seguros en las casas, en el pueblo y en el barrio”. “Al cabo de pocas décadas ha cambiado todo” y “la ciudad se ha vuelto fea, gris, hostil, peligrosa y monstruosa”. Así comienza La ciudad de los niños, la obra clave del psicopedagogo y educador italiano Francesco Tonucci, ya disponible en gallego en Kalandraka, que plasma su modelo de ciudad. Tonucci pasó unos días por Galicia para compartir su pensamiento con instituciones, estudiantes, representantes políticos y con el público en general, así como para comprobar sobre el terreno, en Pontevedra, los efectos que trae consigo el “cambio de prioridades”: pensar en la infancia antes que en los coches, y no al revés.

En sendas conferencias en Pontevedra y Compostela, Tonucci se detuvo a explicar, con un tono pedagógico y con un aire de amable provocación, lo que, a su juicio, es el paradigma de “ciudad mal hecha”, ese que surgió tras las guerras del siglo XX y que “está hecha para los coches”. “Si está hecha para los coches no está hecha para los niños, ni para los ancianos, ni para los discapacitados”. Esto es tan cierto como que la ciudad o, más concretamente, quien la gobierne, “puede elegir pasar de ser para los coches a ser para las personas”. De ahí que el suyo sea un proyecto “no educativo, sino político”.

Tonucci propone una ciudad en la que la infancia ejerza como ciudadanía activa. Pero “si los niños no pueden salir solos de casa, no pueden ser buenos ciudadanos, no contribuyen a hacer la ciudad mejor”. Es aquí donde hace falta atajar la “paradoja” de que “los padres no les dejan salir porque la calle es peligrosa”, pero “yo creo que la calle es peligrosa porque no hay niños en la calle, está abandonada”. Si las vías urbanas “solo sirven para que pasen los coches, los coches –evidencia– no cuidan a nadie”. No obstante, si el espacio reservado para los automóviles pasa a ser de los peatones estos “comunican, se miran, piden disculpas, chocan entre sí...”. Y “si hay niños en la calle, se hacen cargo de ellos”, convirtiendo la calle en un espacio “más seguro, más bello y más vivo”.

Dos paraguas en paralelo en cada acera

Lejos de limitarse a la teoría, el proyecto La ciudad de los niños ya es una realidad total o parcial en varias urbes del mundo, ya sea con la coordinación directa de Tonucci, caso de Roma, o con su proyecto como base inspiradora, que es lo que ha ocurrido en Pontevedra, adonde el autor ha llegado tras diez años de aplicación de sus líneas inspiradoras. Allí, recuerda, el alcalde Miguel Ángel Fernández Lores le explicó que el análisis comenzó para transformar “una calle de nueve metros con seis metros para los coches”, en la que contando el mobiliario urbano quedaba apenas un metro para los peatones.

“La ciudad invitaba a los peatones de Pontevedra a caminar en fila india”, ilustra Tonucci, quien confiesa que quedó asombrado al conocer la referencia de la transformación, basada en una pregunta: “¿Cuánto espacio necesitan los peatones?”. Sobre ella “inventaron un promedio que no es convencional, como los metros o los kilómetros: la medida era dos personas con un paraguas abierto”. “Me encantó”, dice sonriendo. “Los peatones necesitaban seis metros y a los coches les quedaron tres, con un sentido de circulación y sin aparcamiento”. “La ciudad cambió” y pasó a “invitar a los niños a ir a la escuela sin adultos”. “Yo –bromea– le propongo al alcalde de Pontevedra que a la entrada en la ciudad coloque un cartel que ponga: Cuidado, los niños de esta ciudad van a la escuela solos y juegan en la calle”, señaló entre aplausos.

Algo que contar al llegar a la escuela

Este planteamiento de Tonucci no tiene repercursiones únicamente urbanísticas, sino también educativas. “Si los niños no pueden salir de casa” tampoco “pueden ser buenos alumnos” en la escuela. “Si no viven experiencias propias e interesantes, si no pueden vivir la experiencia de la aventura, del descubrimiento, de la maravilla... no tendrán nada que llevar a la escuela” al día siguiente. Y eso se observa cuando maestras y maestros les lanzan una pregunta crucial: “'¿Qué hiciste ayer?' y responden 'nada'”. “Es verdad, no hacen nada, no hacen nada que merezca ser contado, pasan la tarde con maestros y entrenadores” o “haciendo debered”, un “tiempo perdido” para Tonucci. “Una buena escuela necesita niños libres, que pasan la tarde jugando”. Y, en este escenario, “los deberes no sirven para nada”.

Una infancia activa será la que protagonice el segundo eje del proyecto: “la participación”, que no es otra cosa que aplicar la Convención sobre los Derechos del Niño, que desde comienzos de los 90 hace que “los niños dejen de ser futuros ciudadanos” para ser “ciudadanos, pequeños, pero ciudadanos de pleno derecho”. Y su ciudadanía es tal “que yo defiendo la idea de que puedan votar”, ilustra. Y si no votan, cuando menos deben participar, toda vez que el artículo 12 de la Declaración les reconoce el derecho “a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que les afecten”.

Este deber de participación y escucha se ha tornado una “enorme mentira”, dice Tonucci, ya que “veinticinco años después no se ha hecho casi nada al respecto”. Es por esto que su modelo incluye la creación de Consejos de Niñas y Niños que, escogidos aleatoriamente entre la infancia de cada ciudad, se reúnan periódicamente para hacer propuestas y debatir, un trabajo de fondo que pretende en última instancia que niñas y niños dejen de “repetir lo que pensamos nosotros”, la gente adulta. Un buen trabajo en este ámbito permite, por ejemplo, que “una niña de un Consejo de Niños de Rosario” (Argentina) llegara a la siguiente conclusión en público: “La culpa de todo es de los mayores, hay que ponerles límites”.

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