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Opinión

Sostener un libro

magen de recurso de libros

Ismael Ramos

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Le cuelgo el teléfono a Cortizo, mi editor en elDiario.es, y me pregunto si realmente debería estar escribiendo este artículo. ¿Debería estar escribiendo este artículo? ¿Debería estar escribiendo en este momento? Escribo. Estoy sentado —la cama deshecha; el apartamento, una selva— y casi agradezco poder parar, escribir. Pensar que este momento robado a la euforia entra dentro de mi rutina: trenzar los viernes, al límite con la fecha de entrega, mi artículo de los domingos.

Sé que no debo incluir nombres propios en mi crónica, que sería absurdo querer hablar aquí detalladamente sobre el día de hoy: la primera llamada, la segunda, los 45 minutos de oro que pasaron entre que el ministro Miguel Iceta me comunicó que había ganado el Premio Nacional y que la noticia saltase a los medios y empezase la vorágine (“¡Cómprate unas vitaminas!”, me dice una amiga). Pero son esos 45 minutos los que surgen ahora, en esta calma que acabo de inventar, que acabo de imponer a mi medida. Esos 45 minutos como una esfera preciada que contiene todo mi mundo.

En 45 minutos supe lo duro que es sostener un libro, una vida. Este artículo semanal iba a tratar —antes del Premio, antes del día de hoy— sobre el acompañamiento, sobre la gente que dedica su tiempo a acompañar y cuidar de otros y hace de esa labor su oficio, o su trabajo casi siempre mal remunerado. Quería escribir sobre la persona que me abraza y me dice que los abrazos —los besos— no se piden. Quería escribir sobre aquella vez que alguien puso en un informe médico que yo había acudido solo a la consulta, quería escribir sobre la persona que me esperaba abajo. Quería escribir sobre las llamadas a deshora. Quería escribir sobre mi último jefe antes de entrar en la enseñanza pública y cómo aprendí de él que el trabajo podía ser una cosa que tuviese en cuenta que somos humanos. Quería escribir que mi libro forma parte de la vida y, esa vida, esa vida pequeña, tan frágil, es difícil de sostener. Quería decir que cada día hay tres, cuatro personas, que la sostienen. Y a veces parece imposible, me lo parece a mí y a ellos no. Quería contaros que todos formamos parte de ese equilibrio.

A lo largo de la tarde me llaman varios periodistas. Ellos preguntan y yo, lo admito, no estoy preparado para contestar, desconozco muchas de las respuestas o si son correctas. Cuento cosas como que el hecho de que yo escriba en gallego no es nada excepcional, ni debería parecérselo a nadie, ni tampoco que el Estado premie libros en lenguas oficiales distintas del español (más que nunca en los últimos años), que lo excepcional fueron las décadas en las que solo se premiaban obras en castellano, como si no hubiese millones de hablantes, cientos de escritoras en otros idiomas, entre estas mismas fronteras. Cuento también que este premio es y no es la recompensa. Que un premio —igual que mucho antes aprobar una oposición o ser capaz de independizarme, y pienso en Annie Ernaux mientras lo digo— no me salva de nada, si es que hay algo de qué salvarme. Que no cambia la clase a la que pertenezco, ni a la que pertenecen mis padres, que no venga a ninguna raza. Cuento que la incerteza no es algo generacional, circunstancial, que es un defecto problema histórico, contemporáneo. Que la incerteza es pobreza. Digo que Marcel Proust no podría escribir lo que escribió si no fuese Marcel Proust. Si no hubiese servicio en casa de Proust. Cuento todo esto y pienso en lo difícil que es sostener un libro. En lo afortunado que he sido —y soy— de poder sostenerlo, de encontrarme con la gente adecuada en el camino: mis 45 minutos dorados.

Pienso en el premio y solo pienso en seguir escribiendo. En todxs ellxs.

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