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'Rapa': la dura lucha de los vecinos de Sabucedo por mantener la tradición ancestral que los define como comunidad

Aloitadores en una de las secuencias de 'Rapa. Xente ao monte'

Luís Pardo

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Cada año, durante tres días, miles de personas abarrotan la aldea de Sabucedo, en el municipio pontevedrés de A Estrada. As bestas, la película de Rodrigo Sorogoyen y, tangencialmente, la serie Rapa de los hermanos Coira -ubicada en Cedeira, en la comarca de Ferrol, donde existe una tradición similar- han contribuido a disparar la popularidad de una costumbre ancestral: la lucha del hombre contra la bestia para cortar las crines de los caballos salvajes.

Sin embargo, para que esa celebración siga existiendo, es necesario un arduo trabajo contra enemigos naturales -y artificiales- que amenazan cada vez más la supervivencia de la tradición. Rapa. Xente ao monte, la ópera prima de Alejandro Enríquez, pretende contar la historia de lo que pasa en Sabucedo durante esos 360 días en los que no se aloita en el curro, cuando la población se reduce a una treintena de vecinos. Y quizá, aunque no era su intención, también ejercer de notario de los hechos antes de que sea tarde.

“El primer guión acababa cuando empezaba la rapa, hasta ese punto no es para mí lo más importante ni lo más bonito”. Desde que lo descubrió a través de un amigo de Sabucedo, Alejandro Enríquez lleva años yendo al monte en invierno y un lustro trabajando en su debut cinematográfico. Este veterano montador se resistía a plasmar en imágenes algo que le toca tan de cerca, pero acabó cediendo ante la evidencia.

El triángulo de Sabucedo: tierra, caballos, gente

“El monte en invierno tiene una energía propia, que hacía que me levantase muy temprano el fin de semana, cogiese el coche -desde A Coruña, donde vive, es más de una hora de viaje- y me fuese hasta allí. Si me provocaba eso a mí, pensé que igual había algo que contar”. Para él, que quiso hacer una historia “de personajes”, la clave está en el triángulo que forman la tierra, las bestas y los vecinos, una relación sobre la que “crece” una sombra: “la de que esto se acabe”. Por eso, se dijo: “Igual es el momento de hacer algo que tal vez dentro de tres años no se pueda hacer”.

“Es una pelea contra el tiempo”, admite en la película Roi Vicente mientras da forma a una escultura de dos caballos salvajes. Roi, conocido en el mundo del arte como Sabuko, fue uno de los aloitadores que aparecieron en As bestas. Las cifras le dan la razón: de los casi 800 caballos salvajes contabilizados a finales del siglo pasado, apenas quedan unos 350. Los incendios forestales de 2006 calcinaron manadas enteras y, desde entonces, su número no deja de caer. Los enemigos son muchos: los lobos, las mafias de cuatreros, la falta de comida en el monte que los hace bajar a las aldeas... y, ahora, la amenaza de los parques eólicos.

“Todo esto no se cuenta nunca. La gente piensa que la rapa son sólo tres días, pero detrás hay muchísimo trabajo”. Paulo Vicente, hermano de Roi, preside la Asociación Rapa das Bestas. Él relata a elDiario.es lo que sucede durante los duros inviernos en el monte, bajo un frío y una humedad que el espectador del documental acaba sintiendo: los caballos escapan buscando comida, invaden las fincas... “Hay que cerrar el monte, llevarles de comer… toda la complicación del resto del año es lo que se puede ver en la película”. Una labor inmensa para cada vez menos gente. En Semana Santa, con los que regresan -“de Madrid, de Euskadi, de Coruña...”- se dobla el número de habitantes de la aldea, pero para subir al monte hay “diez o quince personas”.

Un lugar en el mundo

Durante los festivos, se sube todos los días: “Ayer (por el lunes) estuvimos arriba, mañana tenemos que volver a cerrar una veiga que tenemos para trabajar con los animales, porque reventaron el cierre. El jueves hay que bajarlas de un sitio y moverlas a otro para ver si están marcadas y desparasitadas y, si no, hacerlo. El viernes vamos a sacar estiércol a otro cierre; como las bestas comen allí, se acumuló tanto que ahora no pasa ni el Land Rover, así que vamos a esparcirlo por el monte... Siempre tenemos cosas que hacer”, señala este profesor de música de secundaria.

“Los caballos traen los problemas, pero también traen la unión”, sentencia Enríquez. “Ahora que las crines ya no tienen retorno económico, el retorno es emocional: lo que te dan es tu identidad, tu lugar en el mundo. Sin ellos, Sabucedo sería como cualquier otra aldea, no tendría una vida real que es la que tiene ahora”. Paulo repica estos argumentos de forma casi textual. “Es la esencia de Sabucedo, todo lo que hacemos, por lo que nos reunimos, lo que hablamos en el bar... todo está relacionando con esto; no es fácil dejarlo marchar porque sí”. “Nuestra lucha y nuestra defensa de los animales va hasta ese punto: no abandonar algo que hicieron en la aldea toda la vida, que nos representa y nos pone en el mapa”.

Para Enríquez, esa identidad de la que hablan está marcada por “el bien común, la necesidad de pertenencia y la relación con la vida salvaje”, tres “temas universales en los que está todo”. Un mundo en el que “el dinero no es lo importante, hay valores muy por encima”. “Gente defendiendo lo suyo con esa hermandad y esa relación tan íntima con los caballos salvajes”, una lucha que -si se cambian las bestas por cualquier otro elemento- muchas comunidades rurales están viviendo “ahora mismo en un montón de sitios”.

Documental con aire -y personajes- de western

“Tenía que ser una película de sensaciones”, que recogiese “lo que siento cuando voy allí: hay que hacer que la gente se sienta trasladada y que viva esto, que es supermágico”. Para ello, Enríquez no quiso renunciar a su bagaje en publicidad, lo que le dio una “premisa estética” aunque mantenerla fuese “complicadísimo”. Sin embargo, el resultado no puede estar más alejado de un spot o un videoclip. También para eso se apoyó en su propio triángulo: el “esencial” ritmo de montaje; los silencios, “un trabajazo de sonido que hicieron en La Panificadora” y la música -compuesta por Julio de la Rosa, ganador de un Goya por la banda sonara de La isla mínima-, “que te lleva perfectamente por las emociones”.

Toda la cinta transpira aire de western. En concreto, de western crepuscular, una tendencia que sólo parece romper el rostro fascinado del pequeño Roi cuando aloita por primera vez. Ese sabor de género no se lo da sólo el protagonismo de los caballos, las bestas en torno a las que todo gira, ni esos paisajes que se nos presentan con la misma cadencia con la que crecen los árboles. Hay mafias organizadas de cuatreros, propietarios que quieren cambiar los pastos por arbolado... y los personajes, claro. Por ejemplo, Gelo, ese hombre que lee el monte y las pisadas de los animales como lo haría un trampero navajo siguiendo el rastro de su presa.

“Sí, Gelo tiene mucho de guía indio”, sonríe Paulo cuando recuerda una de las frases que pronuncia en Rapa y que, para él, define la relación que mantienen con la naturaleza: “hai que pousar o peteiro no suelo” (“hay que posar el morro en el suelo”). “Significa que no hay que abandonar el contacto con la tierra”. Aún así, para él, más que una de vaqueros, lo que “realmente” muestra la película es “cómo somos”. “La gente mayor decía que es la primera vez que se representa lo que se hace aquí, que se explican las experiencias de lo que pasa, de lo que nos pasa por la cabeza, cómo nos relacionamos...”.

Pero, por no faltar, no falta ni la escena del saloon, que podría haber sido en el Teleclub, ese vestigio de la época en la que los vecinos se reunían bajo un mismo techo para ver juntos la única televisión del pueblo y que en Sabucedo sigue funcionando como centro neurálgico de la Asociación. Pero no. Es en una de las casas de la aldea, la de Sara, la noche tras el primer día de rapa. Paulo, acordeón en mano, lidera una interpretación colectiva de Licor café, el clásico moderno de Lamatumbá que no falta ya en ninguna celebración gallega. Una exaltación del sentimiento de comunidad generado, otra vez, gracias a las bestas.

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