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Cuando la farola también era un invento demasiado futurista

Las farolas eléctricas comenzaron a instalarse en España a finales del siglo XIX

Lucía Caballero

En 1885 se instaló, en el vestíbulo del Teatro Principal de Barcelona, una lámpara de luz eléctrica que funcionaba con el “sistema Gramme” (un tipo de generador eléctrico), según informaban los periódicos de la época. Dos años después, el Gran Teatro Liceo incorporaba seis lámparas de arco voltaico en el techo de la sala de espectáculos para prescindir de los mecheros de gas utilizados hasta entonces, que elevaban considerablemente la temperatura de la estancia.

Aunque el adelanto libraba a los espectadores del molesto calor y reducía el riesgo de incendios, a algunos (o más bien a algunas) no les hizo mucha gracia el cambio. La luz eléctrica era más brillante que la del gas, así que los defectos se veían mucho mejor: sin la cómplice penumbra, las caras de las señoras poco agraciadas y las joyas menos lujosas quedaban a la vista.

Pese a las pegas de las dueñas de rostros y abalorios con escaso atractivo y a otras reticencias iniciales, el nuevo sistema de iluminación acabó imponiéndose, tanto en las fábricas, tiendas y teatros como en las calles de las ciudades españolas. El camino, no obstante, había sido largo.

“A mediados del siglo XIX, cuando la aplicación de la electricidad cobra sentido, la sociedad española no sabía nada sobre los avances científicos realizados en talleres y laboratorios donde se construían algunas máquinas”, explica Joan Carles Alayo a HojaDeRouter.com. Este ingeniero catalán es miembro del grupo de investigación sobre historia de la ciencia y la tecnología de la Universidad Politécnica de Cataluña y de la Cátedra UNESCO de Tecnología y Cultura del mismo centro.

Alayo, autor de varios libros sobre el pasado energético de Cataluña, dice que el punto de inflexión se produjo con la celebración en 1881 de la Exposición Internacional de Electricidad en París, que despertó definitivamente el interés de la sociedad europea.

En España “se habían hecho ya ensayos, y la evolución de esta tecnología fue similar a la de otros países”, señala Francisco Cayón, historiador de la Universidad Autónoma de Madrid. Las demostraciones se realizaban a modo de espectáculo. En 1852 se instalaron un foco y una farola en el Patio de la Armería del Palacio Real madrileño para celebrar la primera salida de Isabel II tras el nacimiento de su hija. Pocos días después, se iluminaron también la fachada del Congreso y la calle Barquillo.

Posteriormente, en 1875, se colocaron dos puntos de luz —uno en el Ministerio de la Gobernación y otro en la calle Alcalá— para celebrar la entrada en la ciudad del rey Alfonso XII.

En Barcelona, las máquinas eléctricas se probaron por primera vez en la Escuela de Ingenieros Industriales de Cataluña en 1875, donde se instaló un generador tipo Gramme. El invento se utilizó para iluminar con arcos voltaicos (producían luz por diferencia de potencial entre dos electrodos de carbón) un buque en el puerto, de nuevo ante la mirada del monarca, y circuló por distintas empresas que lo tomaron prestado para realizar sus propias investigaciones.

Pero el primer ensayo de alumbrado público con carácter permanente no tuvo lugar hasta 1878, cuando se dispusieron dos farolas en la Puerta del Sol, con tres lámparas del mismo tipo. Las alimentaban generadores eléctricos movidos a su vez por una máquina de vapor situada en el sótano del citado Ministerio de Gobernación.

Pugnas en el mercado energético

La sustitución de las sencillas lámparas de aceite y los mecheros de gas por las nuevas farolas repercutía en el bolsillo de ciudadanos y profesionales. El precio del gas, que variaba en función de la localidad, marcó en cierta manera el ritmo del cambio: “La electricidad se impuso primero en aquellos lugares donde el gas era más caro”, indica Alayo.

Las compañías creadas para abastecer de electricidad a las poblaciones competían en el mercado energético con las provisoras de gas. En 1881 se constituía la primera y más importante de estas corporaciones, la empresa Sociedad Española de Electricidad. “Empieza en Barcelona con una central térmica de carbón instalada en una antigua fábrica que disponía de una máquina de vapor”, comenta Alayo. “Los primeros años consiguieron establecer una red de distribución muy pequeña porque la gente no se decidía a utilizar la electricidad”.

El gas era barato en la Ciudad Condal, por lo que solo aquellos que veían interés comercial se pasaron al otro bando. “Cafeterías que se iluminaban para atraer clientes o comercios que querían llamar la atención de los paseantes”, señala el experto catalán.

La empresa nacional se extendió también a Valencia y Madrid, donde “se emplazaron unas redes pequeñas, pero el grueso del alumbrado público siguió siendo de gas”, indica Alayo. Influían otros factores más allá del precio: “Los contratos que tenían las empresas madrileñas anteriores podían durar incluso 20 o 30 años”, explica el ingeniero, “con lo que los ayuntamientos no podían rescindirlos para firmar unos nuevos”. Debido a este monopolio, en 1936 la capital disponía solo de 5.000 lámparas eléctricas, frente a 21.000 mecheros de gas.

Gerona fue una excepción: se convirtió en la primera ciudad en establecer una red primaria de alumbrado público en 1886, porque la fábrica de gas no funcionaba bien y la Administración decidió buscar una alternativa. En las poblaciones pequeñas donde ni siquiera se utilizaba el sistema anterior también resultaba fácil implantar el alumbrado eléctrico. Los proveedores podían empezar desde cero; no había compromisos previos ni competencia en el mercado.

Pero además de las grandes corporaciones, algunos pequeños empresarios contribuían a aumentar el volumen abastecido, obteniendo de paso beneficios. Por la noche, cuando cesaba la actividad en fábricas y molinos de agua, las máquinas de vapor de las primeras y la fuerza hidráulica de los segundos servían para generar electricidad que se vendía y se utilizaba para iluminar las calles.

España caminaba en la buena dirección, pero no disponía de la tecnología ni el capital necesario para implantar el nuevo servicio en todo su territorio. Una situación que aprovechó la Compañía General de Electricidad de Alemania (la AEG) para introducirse en el mercado patrio con el objetivo de suministrar maquinaria y echar un cable (económico) a las empresas nacionales.

Los ayuntamientos se hacen a un lado

Arquitectos e ingenieros enviados por la Administración supervisaban las actividades, aunque los ayuntamientos evitaban inmiscuirse en los aspectos técnicos. “Se limitaban a dar autorizaciones administrativas y cobrar las tasas”, asegura Cayón. Los responsables municipales se consultaban unos a otros para tomar ejemplo. “Se preguntaban sobre los contratos para que los precios no fueran muy diferentes entre las localidades”, indica por su parte Alayo.

También las normas de instalación se iban tejiendo sobre la marcha. Si el cableado de las líneas aéreas quedaba demasiado cerca de balcones y ventanas, había que fijar una distancia mínima para la próxima vez. “Cada ayuntamiento establecía sus propios criterios y a veces se copiaban entre ellos”, cuenta Alayo. “Tuvieron que producirse accidentes”. Se trabajaba con tensiones bajas, pero “eran suficientes para matar”.

Las lámparas de arco, que se usaban al principio, tampoco se caracterizaban precisamente por su seguridad. “Solo podían colocarse en espacios amplios por el gran brillo y el calor que emanaban”, dice Alayo. Con los años, el sistema mejoró: se añadieron pantallas oscuras para aplacar la luminosidad, pero el cambio definitivo llegó con las lámparas de incandescencia como las de Edison, que triunfó en todo el mundo. Estas permitían “dividir la brillantez de las anteriores en muchas lamparitas pequeñas, más seguras porque tenían una bombilla dentro de un cristal”, señala el catalán.

Lo normal es que tuvieran una potencia de entre 5 y 10 vatios. No es que no pudieran fabricarse elementos más potentes, sino que sus características se adaptaban a la instalación y las moderadas necesidades de los usuarios. “La vida nocturna en el siglo XIX era muy limitada, por no decir inexistente”, señala el ingeniero.

Los mecheros de gas y las lámparas de aceite que reinaban en las calles hasta entonces generaban una luz aún más tenue,  así que el simple cambio ya significó un adelanto. Y eso que las empresas gasísticas se habían esforzado en innovar y mejorar los quemadores para competir con las eléctricas.

Sin embargo, una vez concienciadas de su desbanco, cambiaron de estrategia. “Lo que hicieron en muchos casos fue participar en la creación de compañías eléctricas para controlar ambas formas de energía”, dice Cayón. Una tendencia que continúo hasta comienzos del siglo XX.

“La tecnología eléctrica mejoró mucho gracias al paso de corriente continua a corriente alterna”, indica Alayo. El sistema, desarrollado por Nikola Tesla, permitió disminuir las pérdidas de potencia que se producían al distribuir la electricidad a grandes distancias. El ingeniero sitúa el punto de no retorno entre 1895 y 1900, cuando la electricidad se impone definitivamente en el alumbrado.

Como suele decirse, de noche “todos los gatos son pardos”, pero al menos comenzamos a verlos con cierta claridad gracias a la evolución de una tecnología en la que hoy apenas reparamos. Y aunque los teatros actuales están bien iluminados, en todo este tiempo hemos aprendido mucho sobre la necesidad de modular la luz en ciertos ambientes. ¿Quién se siente cómodo cuando distingue las caras de sus vecinos en una discoteca?

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Las imágenes de este artículo son propiedad, por orden de aparición, de Luca Sartoni, Christophe Finot y Tomás Carlos Capuz

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