He podido escribir los cuentos más tristes este verano. “El verano es la época del hedonismo, de los paisajes bellos, los estímulos diferentes, las noches más largas para habitar”, leo en la sección de autoayuda encubierta de El País Semanal. A veces creo en la autoayuda. Porque se trata de eso, de un acto de fe, ¿no? Como la confianza. También creo en los horóscopos. En especial el de Susan Miller. El día que voy a casa de mis padres a comer leo el SModa ritualmente mientras me encierro en el baño como cuando era adolescente (mi cuarto fue desmontado hace tiempo, este, el baño, es mi compuerta de conexión con el pasado) hasta llegar a la página final del horóscopo. Acuario: “La luna llena será un momento ideal para sumergirse un poco en una ensoñación creativa e imaginar un horizonte mejor. Asegúrese de escuchar a esa pequeña voz interior”. Mi voz interior, lo que me dice, es que el verano también puede ser el infierno para quien no puede largarse a cualquier otro sitio lejos de su rutina.
Un día de mediados de julio, a la una de la tarde (las epifanías suelen tener lugar entre semana y en horas anodinas), justo cuando te encuentras cortándole el filete a tu padre en cachitos, comprendes de golpe de qué iba eso del ciclo de la vida, de hacerse mayor, de la inversión de roles y de la recompensa a todo lo que tus padres han hecho/hicieron por ti. Estoy en la habitación 314 del hospital Nuestra Señora de América, un hospital triste y privado en medio de la auténtica nada (es decir, el barrio de Arturo Soria), mi padre lleva ingresado más de quince días y he venido a relevar a mi madre, que pasa aquí los días y las noches. Vengo para que ella pueda abandonar este barrio de nada y acercarse al menos al bullicio del Barrio de la Concepción, donde oficialmente comienzan las desigualdades y la vida. Tomo el 143, que baja desde mi casa la ladera de Génova, sube la de Jorge Juan, vuelve a a bajar por Alcalá, dobla por la Plaza de las Ventas, cruza por la Avenida Donostiarra y llega hasta aquí. Me deposíta en frente de un centro comercial. Y comienza mi turno en ese lugar aséptico y frío donde la simpatía forzada de las enfermeras me recuerda todo el rato lo que somos aquí: clientes.
Clientes que contratan salud. Mis padres han pagado toda la vida un seguro privado. Recuerdo la discusión proverbial y bizantina en todas las comidas de Navidad: mi tío trabaja como médico en lo que mi madre llama “el seguro” (luego entendí que esta es la forma viejuna de llamar a la sanidad pública) y mis padres son de Sanitas (un seguro privado). Es una de esas conversaciones cuyos términos no entiendes de niña, por lo que te quedas con el registro emocional de lo que está pasando. Mi madre denostando furibundamente la pública (esperas, colas, olores, compartir habitación): siente que poder acceder a un seguro privado le ha librado de muchas incomodidades a las que antes estaba condenada. Siente que puede elegir. Mi tío defiende apasionadamente la pública, reconociendo todos los problemas pero asegurando (el verbo de nuevo) que todo está cambiando, que cada vez se hacen las cosas mejor (estamos en los ochenta/noventa), qué ¿hace cuánto no vas tú a un Centro de Salud? (en realidad ellos siguen diciendo “ambulatorio”, mi abuela decía “casa de socorro”).
Crecí en un ambiente presuntamente socialista (psoista, digamos, felipista, ¡confesemos!), donde por la mañana iba al cole público y por la tarde, eventualmente, iba a un médico privado del barrio de Salamanca. No viví en mis carnes lo que era la sanidad pública hasta mi primera baja laboral a los veinte años y agradecí el cambio de escenario. Aquellos centros de salud blancos y azules eran muy preferibles a todos esos pisos-consulta del barrio de Salamanca, donde señores con apellidos compuestos (y generalmente muy mala leche) te obligaban a recorrer pasillos larguísimos de tarima crujiente para tratarte de modo condescendiente. Cuando mi padre fue diagnosticado de una enfermedad degenerativa, Sanitas le dobló la cuota, después de casi cuarenta años de fidelidad. Unilateral, claro.
Gracias a la manía de mis muelas a picarse y a que ahí abajo tengo una zona susceptible a contagios y una también presunta fábrica de hijos (sin haberla yo pedido, a lo mejor hubiera preferido una selva con tucanes, pero ahí esta) que hay que vigilar, mínimo, anualmente, ambos dos caprichos míos que la sanidad pública se niega a cubrirme, hoy sigo haciendo visitas regulares a la sanidad privada. Pero no es lo mismo hacer visitas que estancias. Y este triste cuento de verano va de estancias junto a un enfermo mientras los demás disfrutan de la estación del hedonismo y “habitan las noches eternas”. Exacto, noches eternas de calor en un sofá pegajoso de piel, revistas del corazón y rutinas de medicamentos que te acabas aprendiendo de memoria, sinestesia de lo desagradable (heces, mucosas, heridas, sangre, orina...), convertirte en una oreja gigante cuando hay crisis relacionales, mover en peso a un adulto inmóvil (crujido pélvico o dorsal), muchas mañanas de tragarte íntegramente Espejo Público y Al Rojo Vivo (consecutivamente), comida insípida de cafetería de hospital y capear con la tristeza e impotencia (líquidos altamente corrosivos).
Mientras le doy el filete sin sal a mi padre veo desde la ventana de la habitación las cuatro torres de Mordor o, perdón, las Cuatro Torres Bussiness Area. Aguanta la horterada de nombre. La Torre Bankia, la Torre PwC, la Torre de Cristal y la Torre Espacio: cuatro torres tiene mi ciudad, cuatro corporaciones que me la guardan. El parque empresarial fue construido sobre los terrenos de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, dice Wikipedia. Bonito skyline, señor Fernández. Durante la década pasada, pasé ocho años fuera de Madrid. Al volver me habías, nos habías, cambiado el horizonte. Me impresionó.
Esa misma tarde voy a apuntarme a la piscina “pública” más cercana a casa (si había que pasar el verano en Madrid, había que inventarse el cómo). El nombre de CLECE en la placa de bienvenida. De nuevo tú, Florentino. Tus teńtaculos han amasado toda la ciudad, como los del Señor Matanza de la canción aquella de Mano Negra. “Él decide lo que va, dice lo que no será, decide quién la paga, dice quién vivira. El Señooor Matanzaaaa...”. Cada baño me costará cinco euros. Y el abono solo me sirve para esta piscina; si un día me apetece irme, qué se yo, a la de Lago, tendŕe que pagar allí de nuevo la entrada. Se llama co-gestión, qué eufemismo, Floren, cómo sois, cómo amasais también el lenguaje. CLECE comenzó gestionando la limpieza del aeropuerto Barajas (ante de ser Suárez) y ha terminado controlando, no sólo el paisaje de esta ciudad, sino la co-gestión de cosas tan dispares como la mayoría de las guarderías “públicas” de la ciudad o los Teatros del Canal (sí, podemos decir que el señor Boadella trabaja para Pérez, ¡¿cómo se os queda el cuerpo?!).
Él decide lo que va, dice lo que no será
Decide quién la paga, dice quién sufrirá
Esa y esa tierra y ese bar son propiedad
Del Señor Matanza
Cuando no manda, lo compra
Si no lo compra, lo elimina...
No se puede caminar sin colaborar con...
Y encima soy del Real Madrid. Otra contradicción para rumiar mientras espero de nuevo al 143 y me alegro de que se acabe ya este verano de ciudad neoliberal desierta con horizonte rayado por torres y comparaciones odiosas entre todos los que se han quedado y los que se han podido ir. En fin, yo solo quería escribir algo sobre la enfermedad y los cuidados sin que fuera solo triste. O más bien sin que fuera melodramático. Porque la enfermedad pasa mientras te ríes un rato, comentando un chorrada en la parada del bus, y esa noche, si puedes, saldrás a bailar y en las fiestas del barrio alguien quizá pinchará Mano Negra. Y te hartarás a bailar. Por el lado más bestia de la vida.