6 jóvenes asesinados y 43 desaparecidos: este 5 de noviembre, el movimiento estudiantil mexicano ha convocado una nueva jornada de Acción Global en protesta por la masacre de Ayotzinapa. ¿Por qué #Ayotzinapa somos todos? ¿Qué nos dice Ayotzinapa sobre nuestro mundo?
publica un texto de Silvia L. Gil y Amarela Varela —
Escribimos estas líneas con el corazón encogido, con el alma atropellada por la crueldad y con la muerte en imágenes y experiencias diarias colándose en nuestros sueños. Escribimos desde el dolor, pero para poder ir más allá, preguntar y preguntarnos, ¿qué nos dice Ayotzinapa sobre nuestro mundo, sobre la violencia y las resistencias que tratan de combatirla?, ¿qué podemos construir habitando el terror de Estado? Escribimos cuando empieza otra semana de paro a nivel nacional y de protestas: el 5 de noviembre se tomarán las calles de México y muchos países en una nueva jornada de Acción Global conovocada por el movimiento estudiantil.
El 26 de septiembre marca ya un hito en la historia reciente de México, porque el asesinato de 6 jóvenes y la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero, es un espejo siniestro de la realidad que viven los habitantes en México de manera intensiva desde la década pasada, cuando el gobierno comenzara su «estrategia de combate al narcotráfico». Una estrategia que, poco a poco se demuestra, significó un fuerte reacomodo de la manera en la que los administradores de la «industria de la muerte» gestionan la política y la institucionalidad en este país.
Los normalistas asesinados y los desaparecidos la noche del 26 de septiembre en Iguala, estaban movilizándose para conseguir recursos que hicieran posible su presencia en la marcha ya tradicional de conmemoración de otro gran hito de la historia contemporánea mexicana, la masacre contra el movimiento estudiantil de 1968.
¿Quién mató y desapareció a los normalistas de Ayotzinapa? El Estado. Es decir, el gobierno en sus tres niveles, nacional, provincial y local, los órganos encargados de impartición de justicia y las fuerzas policiales, todos ellos controlados o directamente involucrados en el crimen administrado desde el Estado. Aquí se superponen de manera siniestra la lógica policial y la lógica de la delicuencia que perpetúan la impunidad, al mismo tiempo que normalizan las violencias en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
Hay quienes dicen que con Ayotzinapa el vaso rebasó su límite. A la indescriptible crueldad del ataque –que irrumpió en el cotidiano de toda la sociedad mexicana a través de imágenes como la de Julio César Mondrágon, uno de los jóvenes asesinados desollado–, la participación directa de la policía y la fecha histórica en que se produce, se suma que los 43 que nos faltan son indios, son jóvenes –entre 15 y 21 años– y son futuros maestros en un país en el que el 10% de la población es analfabeta. Los normalistas desaparecidos son el ejemplo vivo de la resistencia, el futuro de territorios que han sido empobrecidos por el desarrollo de décadas de políticas neoliberales, la esperanza de que las cosas sean diferentes .
Desde entonces, la sociedad entera oscila entre el miedo, la rabia y el hartazgo. Es común escuchar conversaciones que parten de vivencias propias, pero que se reconocen en el símbolo «Ayotzinapa». Los mexicanos han ido tejiendo la sensación de impunidad y terror de lo sucedido con lo que cada uno ha experimentado en los últimos años. La conmoción se ha hecho viral a través de un mecanismo de identificación. Y es que en México los muertos son más de 120 mil.
Así, las mujeres violadas o asesinadas por feminicidio y sus familias, las madres que buscan a los hijos desaparecidos, los familiares de los secuestrados que no volvieron nunca si no en pedazos, los migrantes en tránsito por México, los familiares de los mineros asesinados por el neoliberalismo, las madres y padres de los bebés muertos en la guardería ABC por la corrupción entre políticos, los sobrevivientes todos de estas prácticas de la industria de la muerte, expresan lo que ya es una pregunta generalizada entre quienes seguimos con vida en este país: ¿quién les hará justicia a esos 43 jóvenes desaparecidos y a sus familias si las instituciones no sólo no protegen a los ciudadanos, sino que nos violentan cotidianamente?
Por eso, desde nuestra perspectiva, Ayotzinapa somos todos, porque en México la mayoría experimentamos en carne propia la falta de un Estado de derecho que, traducido a lo cotidiano, indica la ausencia de institucionalidad democrática. Además, se hace evidente que acudir a las instituciones en el México del narcoestado es un riesgo real para los ciudadanos. En esta tesitura, Ayotzinapa hizo que cristalizaran, por fin a escala nacional, dos cosas.
Por un lado, lo que en muchas partes del país representa ya la única opción para seguir vivo: el autocuidado. Lo que en Michoacán y Guerrero se han llamado experiencias de autodefensa, unas más nítidas que otras, y de justicia basada en la reparación. O las que tratan de darle un lugar al dolor, como hacen las mujeres que bordan los nombres de los desaparecidos en las plazas a plena luz del día. Por otro lado, una profunda crisis de representación de la democracia basada en el sistema de partidos vigente. Resuenan estos días sentimientos desencontrados con todas las coaliciones electorales, sean de derecha o de izquierda. Y se generaliza una consigna: «Enrique Peña Nieto: vete ya
Tras Ayotzinapa, miles han salido a las calles, y lo han hecho de forma masiva, pacífica. Cada movilización es una protesta, pero también un acto de reparación colectiva: queremos estar juntos, exigir justicia y hacerlo sin mediaciones. Por eso no hay lugar para partidos políticos, el dolor y la rabia no se dejan instrumentalizar. Son las organizaciones civiles y las personas de todas las condiciones, que suman sus pasos y manos, desde el campo y las ciudades, desde las universidades y las escuelas rurales: marchando por las calles, compartiendo indignación en las redes sociales, pintando retratos, disparando debates en las escuelas, haciendo ofrendas, tomando micrófonos, decorando carteles, silenciando salas por minutos… A esta infinidad de gestos poblando el México dolorido se han unido cuerpos y voces en diferentes partes del planeta, el horror es conmoción que vuela por Internet hasta aterrizar en las calles de decenas de países.
Se trata de poner fin a la violencia. Y esto significa frenar la lógica que hace de la vida de las personas un medio para enriquecerse, a través de negocios legales o ilegales, que la hace prescindible, desechable. Es el momento de reconstruir la democracia, modificar un sistema que posibilita la corrupción y pensar formas masivas de autogobierno que permitan vivir sin miedo, con dignidad, sin muerte, sin impunidad, tal y como los pueblos indios que han sobrevivido al neoliberalismo, como el zapatismo o la experiencia de la policía comunitaria de Guerrero, ilustran. Es el momento de recuperar las instituciones para ponerlas al servicio del bienestar de las personas.
Se viene el estallido del hartazgo, que camina en cada protesta de la indiferencia hacia la indignación, que pone palabras a lo que estaba silenciado. Se repite sin cesar a los familiares: «No estáis solos». Ayotzinapa está acompañado por una mayoría social y apela a las experiencias de cambio de las últimas décadas: el movimiento estudiantil con toda su fuerza y protagonismo a nivel nacional, las recientes movilizaciones del Instituto Politécnico Nacional, las luchas de Atenco, el movimiento zapatista, el YoSoy132 o las organizaciones juveniles que construyen autonomía en las ciudades día a día. Ayotzipana se arropa con este enorme abrigo, al tiempo que desafía al narcoestado con algo nuevo, el sentimiento compartido de que necesitamos reconstruir la vida frente a las políticas neoliberales de muerte. Una gran mayoría dice «Basta», y en este grito escuchamos ecos que cruzan fronteras.
Silvia L. Gil y Amarela Varela participan en las protestas de solidaridad con Ayotzinapa.