Me habían dicho que sucede, que sucedería. Pero hasta ayer no pasó: estaba en la estación de autobuses de Burgos (sí, ya por fin he ido a conocer a los padres de J.) y te vi, te juro que te vi. Venías hacía mí y me mirabas, erguido, como antes de comenzar la enfermedad y sonriente, algo despistado. Al cruzarme con él, vi que no, que solo era un señor con bigote y canas. Otro señor con bigote y canas. No eras tú.
También me dicen que es normal sentirse culpable al soltar. Estar de nuevo liviana, ilusionada, alegre por cosas. Es como si al desenganchar la pena, tu pena, mi pena de ti, de tu marcha, nuestra pena, te estuviera traicionado, te dejara de velar y se fuera a romper el vínculo que nos une desde que te fuiste. Te fuiste, sí. Yo no sé si nos viste mientras ibas hacia la luz blanca y todos esos inciertos lugares comunes, si viste desde tu trance cómo paso todo. Hay una doctora norteamericana de bastante renombre, por más que muchos la vean como una magufa, que estudió durante años el tránsito de los moribundos y sostiene que el muerto, es decir, su alma, su espíritu o como queramos llamarlo, se eleva y ve perfectamente la escena en la que lo asisten. Y siente paz.
Yo no sé que sentiste. Morirse es violento. Cuesta. Mamá y yo nos asustamos un montón y el tiempo iba despacio, despacio. Y a la vez rápido. Nos pusimos muy nerviosas. Fui a llamar a la puerta del vecino, el del perro, pero no estaba. No eramos capaces de marcar el 112 en el fijo. Yo estaba convencida de que te estaba dando un ataque cerebral. Me acordaba de lo de las alucinaciones que, decían que, llegado un punto de la enfermedad, se tienen. Pero ahora pienso, lo pensé el otro día delante de un desfibrilador del polideportivo de mi nuevo barrio (sí, nos mudamos al poco de irte tú), que si hubiera sabido lo que realmente te estaba pasando, a lo mejor te hubiera podido hacer la reanimación cardiopulmonar. ¿Sabes? Sé hacerla, sí, papá, me la enseñaron en un cursillo a los diecisiete años. El típico masaje que luego vi cómo empezaban a hacerte lo del SUMMA (llegaron en nada, ya sabes, tienen la central al lado de vuestra casa) y ahí me dije, ¡claro!, un ataque al corazón, cómo no se me ocurrió, pero la del SUMMA me dijo que el paro te afectó de manera masiva, casi a un 75% del corazón y que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, ellos también, te juro que hicieron todo lo que pudieron, hasta llamaron a otra unidad, vino otro médico con una bombona de oxígeno, que, por cierto, hizo un rayajo en la madera del suelo justo enfrente del mueble de la tele.
Fue flipante, papá, montaron un pequeño quirófano de pronto en el salón, apartaron la mesa y la butaca, colgaron el electro de las baldas del mural. Y esa gráfica no mentía: el dibujo de una cordillera de picos chatos era ese 25% de tu corazón luchando por volver. Me lo dijo la médica. Pero tú igual lo viste. Lo viste todo. Hay gente que me dice: “Piensa que te está viendo”. Pero se me hace raro, porque te imagino como suspendido ahí arriba, volando. Como en la peli esa de Woody Allen. Y no te pega. La doctora americana de los libros de autoayuda dice también que al otro lado de la luz te esperan tus seres queridos. Ojalá. Porque eso me da mucha impresión. Que estés solo. Que, por lo tanto, no estés. También dicen que es normal esto, repasar los últimos momentos, revisar si podrías haber hecho o no algo distinto a lo que hicimos. Algo mejor.
Tú dirás que por qué escribo esto aquí, que a quién le importa tu vida, tu no vida, tu tránsito, mi pena. Esto me recuerda al documentalista norteamericano Alan Berliner, que trató de contar, sin éxito, la historia de su padre. Y el padre era muy cabezón y no se dejaba. Le decía todo el rato: “pero si mi vida es ”nobody's business“, hijo”, de ahí el nombre de la peli. Echo de menos hablar contigo. ¿Sabes? Que tontería. Echo de menos hablar contigo por teléfono. Echo mucho de menos tu voz. Tu despiste. El día de mi cumple fue muy raro. Eché mucho de menos que no me llamaras, que no me dijeras felicidades. Nada. Estuve como esperando, todo el día. Son cosas del duelo. Eso me han contado, como lo de verte por la calle, lo de sentirme culpable por estar bien o lo de repasar todos los gestos cuando te socorrimos. ¡Ja! Pero si mi cumple fue raro, el día de tu primer no-cumpleaños lo fue todavía más. Todo el día teñido de ti. De tu ausencia, más bien. Fuimos a Pizza Jardín y nos pedimos una barbacoa en tu honor. Fuimos todos menos J. y C., que estaban trabajando. Ahora viene el día del padre y no sé qué vamos a hacer. ¿Nada?
Mamá y yo hablamos mucho de ti. De tonterías. Los primeros días estuvimos mirando muchas fotos. Y recordando detalles. Lo más pequeño es lo que más duele. Surge cualquier cosa y, bum, te rompes a llorar hasta que llega un abrazo-loctite. Y todo el primer año es así, dicen. “El primer año es muy duro”. El año del pensamiento mágico lo llamó Joan Didion, quien perdió a su marido de manera fulminante y a su hija en el período de un año. El duelo pasa en otra dimensión. Los primeros días, por ejemplo, estábamos poseídos por una actividad febril. Era como si tu muerte nos hubiera conectado con la vida por canales desconocidos. O, quién sabe, tal vez pura química. Luego baja el shock y hay cosas muy difíciles de hacer. Hasta ayer, por ejemplo, no dimos de baja el número de móvil. ¡Te siguen pidiendo un jodido fax! Y ahora lo que me pasa es que no me atrevo a dejar que tu teléfono se descargue del todo. Es una chorrada, pero es como si mientras lo mantuviera con batería siguieras por allí, entre nuestras cosas, en lo cotidiano.
A veces también duele lo grande. Digo “padres” y luego rectifico: “madre”. El espacio mental y afectivo “padres” desapareció en la práctica para mí. Ahora tengo que redibujar el paisaje de TODO, el paisaje entero. Me he cambiado de casa y se me hace muy extraño que no sepas dónde vivo ahora. Delicias, por cierto. Veo algo que me recuerda a ti y hago el amago de recordarlo para contártelo después, porque por un momento creo que estarás en tu casa cuando llegue a verte o cuando llame. Hasta echarte la bronca porque no me escuchas mientras te cuento todo esto echo de menos. Ah, y ¿sabes?, ganó el Real Madrid al Málaga. 2-0. ¡Mira que morirte viendo un partido de liga!
Aún no sabemos qué haremos con las cenizas. Hemos pensado que en vez de echarlas en un solo lugar, como a ti te gustaba tanto viajar, nos vamos a ir llevando fragmentitos cuando salgamos cada uno de viaje. Se guarda un puñadito en una bolsa de esas con zip para congelados. Y se pone tu nombre a rotu. Y se lanza en un lugar bonito como si estuvieras allí.
Tu muerte nos conecta brutalmente con la vida. Son cosas del duelo. Cosas del pensamiento mágico. O eso me han dicho, papá.