Recientemente estuve en un par de clases de tercero de primaria con motivo del Día del Libro. Fui a contar en qué demonios consiste esto del oficio de escribir. En las dos clases, las primeras filas estaban ocupadas por niñas, con sus cuadernos en la mano, dispuestas a tomar apuntes de aquello sin duda indispensable que yo les iba a desvelar. Salvo algunas honrosas excepciones de niños despiertos y volcados en la actividad, las personas que participaron con más entusiasmo, hicieron preguntas, comentaron impresiones con mayor soltura, eran niñas. Me reconocí en ellas. No quise achacarlo al síndrome de la buena alumna, de la buena niña. Todavía no. Quise achacarlo al interés, a la motivación, a las ganas de aprender de aquello sin duda insignificante que yo les iba a contar (sí, en todas mis intervenciones públicas me asalta el síndrome de la impostora).
Apenas se da el síndrome del impostor. Mis amigas y yo descubrimos un día que estaba tipificado, leyendo un artículo barato de una revista “para mujeres”. Lo habíamos comentado muchas veces: cuántas veces no nos habíamos sentido unas farsantes en nuestros logros profesionales, intrusas en un ciclo de ponencias, en un escenario, desclasadas en las mesas de defensa de la tesis, incómodas ante un ascenso o ante la consecución de cualquier objetivo en un concurso de méritos. “¿Cuándo me van a pillar? ¿Cuándo se van a dar cuenta de que YO no debería, no merezco estar aquí?”, era la cantinela que nos perseguía en el interior de nuestras cabezas mientras, empujadas por el sentido de la responsabilidad o por la lucidez feminista también clave en la construcción de nuestra subjetividad, aceptábamos los cargos que se nos habían encomendado. Esos potenciales jueces que sin duda nos desenmascararían en breve encarnaban la autoridad. Que casi siempre viene vestida con hábito masculino. La autoridad y los hombres son sinónimos en nuestra sociedad androcentrista. El feminismo lo sabe y por eso ha luchado por construir autoridad feminista y, si queréis, femenina.
Por otro lado, constato ahora al escribir estas líneas, cómo jamás me he sentido una impostora ejerciendo por ejemplo, trabajos de cuidado o emocionales. Y conste que aunque alguna vez me hubiera gustado sentirme extraña en este papel, me enorgullezco al fin y al cabo, ya que, con el tiempo, he aprendido a no cuidar por defecto, sino como militancia y con quien me da la gana, consciente de su poder transformador.
Pero, ¿qué había pasado entre mi infancia de niña de primera fila y el comezón de la falta de autoreconocimiento que me sigue acompañando en mi adultez? Y lo que más me preocupaba, una de mis sobrinas se encontraba en esas primeras filas, dispuesta con su cuaderno, ¿qué va a pasar en la vida de las niñas de esas clases de primaria y su futura vida en lo público, ya sea en lo laboral, lo artístico, lo cultural y lo político (todo lo anterior lo es)? ¿Qué creencias se van a ir a alojando en ellas para ir reculando progresivamente a la última fila donde empezaran a musitar, a carraspear, a sentir un hormigueo en la tripa y una crisis de autoconfianza antes de alzar la mano? ¿Con qué naturalidad aprenderán que su presencia en medios, en la cultura, en la política, en la ciencia, serán todavía una excepción, un exotismo, una presencia sexualizada, en fin, la contracara de esos primeros días de entusiasmo infantil y ese protagonismo por derecho? ¿Con qué resortes irán interiorizando la naturalización de que sus superiores, llegado un punto y por defecto, sean todos hombres?
Pienso en los padres de estas niñas. En mi hermano. En mí. En nuestra responsabilidad para ser vehículo de estas sucesivas infiltraciones de Realidad que irán preparando a mi sobrina para un mundo androcentrista. Pienso en cómo se puede ser padre o tía de niñas y no ser feminista, no luchar contra la desigualdad y por el buen trato. Pienso entonces en la “Ideología de Género” que trajo a colación el cardenal Cañizares y que tanta indignación ha levantado esta semana. Es curioso cómo la hegemonía no se ve a sí misma cómo ideología. Ahí está su secreto. De nuevo el poder omnímodo de la naturalización. Que un ministro de la iglesia católica clame contra la ideología de genero me anonada. ¿Y la suya? ¿Y la ideología de género en la que se apoya toda la estructura jerárquica católica que lo alza como Ministro? Recuerdo cómo me impresionaron las monjas que fregaban el suelo de la catedral de La Almudena antes de que pisara el púlpito Benedicto Equis, Uve, Palito.
Me gustaría que alguien me hubiera desgranado la Ideología de Género en la que se articula nuestro mundo a la edad que tiene ahora mi sobrina y contra la que nunca nos revolveremos lo suficiente. No de un modo fatalista, sino cómo se enseñan las reglas de un juego al que íbamos a jugar, tanto yo como mis compañeros. Así tal vez no me hubiera chocado, como me sigue chocando, la multitud de gestos, pequeños y grandes, con los que mis compañeras de la primera fila y yo habríamos de ir creciendo hasta ir soltando nuestros cuadernos y nuestros bolis para investirnos con el consecuente traje del síndrome de la impostora. Qué mejor complicidad que el autoconvencimiento del oprimido.
Háganlo, háganse cargo, hagámonos cargo, expliquemos a nuestras niñas y niños las reglas del juego; y hagámoslo sin ambages, sin idealismo igualitarista edulcorado, como quien explica honestamente una cartografía rocosa a un caminante, mientras luchamos por cambiar ese accidentado camino, claro.