Vivimos en un momento político muy particular. Todo lo que parecía esbozarse durante 2010 y 2011 acerca de los procesos masivos de indignación ciudadana, en los que claramente se les atribuyeron nociones que podrían conectarse con la forma que tenemos de organizarnos y comunicarnos en entornos digitales, hoy se ha transformado de diversas maneras.
Por un lado, bastantes de las personas que participaron activamente en las protestas de 2011 ocupan hoy cargos institucionales. Los movimientos sociales se han visto desprovistos de gran parte del capital humano que generaron dichas protestas masivas, al tiempo que una nueva generación de activistas emerge demostrando un uso todavía más sofisticado de las redes digitales y un conocimiento teórico situado muy alto.
Por otro lado y exceptuando España, donde quizás el 15M actuó como parapeto de otro tipo de opciones, las propuestas políticas xenófobas, racistas y machistas han emergido con fuerza en algunos lugares. Trump es obviamente la quintaesencia pero Le Pen llegó a la fase final de las elecciones francesas y Theresa May se alzaba en el post Brexit con un discurso anti-inmigración que ahora parece congelarse a raíz de los resultados de las últimas elecciones británicas.
El Patio Maravillas cierra y los millennials son atacados ante su inminente asalto al poder. Algo está cambiando y si bien Podemos es ya percibido como herramienta institucional (que está por ver si es útil o no), hay hordas de jóvenes activistas que están generando nuevos discursos y nuevas formas de relacionarse. Concretamente destaco y me centro en este texto en el activismo anti-racista y el feminista. Basta con bucear un poco online para descubrir que hay personas muy activas, muy preparadas en lo teórico y con ganas de intervenir políticamente el mundo que habitamos.
Sin embargo, hay algo que resulta llamativo. Las rencillas digitales parecen haberse instalado como forma de relacionarse políticamente, tanto entre contrarios como incluso en ocasiones entre aquellos que no siendo tan distantes ideológicamente tienen formas diferentes de abordar su lucha porque tienen experiencias distintas. De ahí que hayan surgido formas incluso de nombrar comportamientos que, sin ser enmiendas a la totalidad, sirven para catalogar actitudes puntuales que necesitan ser corregidas porque forman parte de inercias socialmente aplastantes (los micromachismos, por ejemplo).
Ante estos comportamientos, suele haber dos formas de posicionarse:
1. Criticarlos sin pudor, puesto que en el fondo en ellos se apoya sutilmente quién es abiertamente racista o machista para sustentar su legitimidad. Para esta opción, los micromachismos o microrracismos son eufemismos de machismo y racismo, sin más. Minimizarlo solo consigue soslayar la gravedad de sostener hoy en día actitudes políticamente intolerables.
2. La otra opción es aplicar la pedagogía: considerar que toda persona que ostenta ciertos privilegios y no es plenamente consciente de ello necesita trabajarlos, deconstruirlos y que otra persona pueda señalar sin hacer uso de la culpa o el ataque en qué se debe mejorar.
Este binarismo puede parece absurdo a priori, pero puede resultar útil si añadimos otro componente. ¿Quién puede permitirse el lujo de ser pedagógico cuando se está siendo permanentemente acosado en las redes? Que alguien como Moha Gerehou reciba una amenaza de muerte debería ser anormal y desgraciadamente se ha normalizado en un contexto donde las manifestaciones de odio se han instalado como parte de nuestra cotidianeidad online.
Aunque sería lo deseable, resulta utópico pensar que una persona va a tener la capacidad para ser pedadógica ante una avalancha de odio en su día a día en redes sociales digitales. Es ahí donde entra de lleno la figura de las personas aliadas. Se entiende por aliadas a personas que no sufren algún tipo de opresión directamente (por género, raza u otros motivos) pero que ayudan a la causa tratando de actuar de forma que pueda ampliarse el impacto del mensaje de quienes sí están oprimidos. Obviamente esta es una definición de brocha gorda, pero en casi todo contexto activista o de lucha social podemos encontrarnos con esta figura.
Su papel sí resulta clave para pensar cómo cambiar el statu quo de un determinado tema. Las personas aliadas normalmente gozan de una cierta legitimidad para personas de su entorno no politizadas. Ese es el doble filo de ostentar un privilegio: ser reconocidos como un semejante por alguien que también goza de dichas ventajas pero usar ese rol para oponerse y ejercer una resistencia pedagógica.
El problema es cuando la persona aliada quiere abanderar en primera persona la lucha y usurpa espacios de representación a quienes sí están realmente oprimidos. De ahí que resulte todavía más necesario pensar en que hagan esta labor pedagógica siendo conscientes de que son una herramienta de intermediación y que su papel ha de ser complementario y delegado de quien sí sufre en primera persona las opresiones.
Por último, dos reflexiones generales a modo de aviso a navegantes. En primer lugar, la normalización del troleo nos ha traído hasta aquí. Durante años, la izquierda ha coqueteado con el acoso online (en muchas ocasiones, no sin cierta superioridad moral) elevándolo a estrategia narrativa que representaba la indignación colectiva. Tal y como apunta Angela Nagle en 'Kill All Normies', las guerras culturales están llevando a muchos jóvenes que se consideran de izquierdas a tener comportamientos de derechas.
En segundo lugar y último lugar, en un contexto muy complejo donde el humor también es cercado y cuestionado para poder corresponder a la exigencias políticas del ahora: ¿cómo construir un humor que cuestione los privilegios y sirva como espacio de experimentación sin tener que ponerle tantas reglas y trabas como para que deje de ser ficción y se quede en 'propaganda de los nuestros'?