Mario y Sara, el reencuentro improbable que hicieron posible las Abuelas de Plaza de Mayo
Cuando Sara dio a luz estaba encapuchada. Encerrada. Desaparecida. Sus captores le robaron el bebé y, en total, un año y medio de vida. “Hoy escucho tu voz. Entonces solo escuché tu llanto y no sabía si eras varón o nena”, le dijo su madre biológica a Mario Bravo, el nieto recuperado número 119, en una de las conversaciones telefónicas que precedieron un abrazo postergado 38 años. Las Abuelas de Plaza de Mayo han hecho posible un reencuentro improbable entre dos víctimas de la dictadura militar argentina.
Porque Mario Bravo no es el primero que encuentra a su madre gracias a la asociación, como él contó este lunes a una radio de su ciudad. De hecho, hay cinco casos anteriores. Pero la mayoría eran niños que antes o después fueron restituidos a sus padres. En este caso, la madre no se decidió a buscar al hijo arrebatado hasta mucho después, cuando ya habían pasado casi tres décadas. El porqué lo sabe Sara y quizá ahora también Mario. El comunicado oficial simplemente asegura que ella “vivió aterrorizada por el martirio que le tocó vivir”.
El caso 119 es muy diferente al de Tamara Arze, la nieta número 6, que volvió con su madre en 1983, a los nueve años. O al de los hermanos Gatica Caracoche, que viven en Brasil con unos padres que los recuperaron en 1984, siete años después de su desaparición. Eran los nietos 26 y 27.
Años después hubo casos más parecidos al de Bravo. En 2002 un análisis de ADN confirmó que Simón Antonio Gatti era el hijo de otra Sara. Sara Méndez, que también dio a luz detenida en 1976. Y, mucho más reciente, en 2012 otra mujer que parió encerrada –esta también encadenada– comprobó que la beba que le robaron entonces había vivido como hija de una empleada del orfanato local. En estos casos el encuentro con las familias biológicas y la reconstrucción de la propia historia no es el único desafío. La relación con los padres adoptivos –dependiendo del papel que jugaron en su momento– es uno de los aspectos más difíciles de elaborar para muchos de los que recuperan su verdadera identidad.
No es el caso de Bravo. “Mis padres de crianza ya no están. Y yo no reniego de mi pasado. Ellos venían de perder una hija de seis años y les ofrecieron un niño supuestamente abandonado. Era todo un engaño. En esa época no se sabía. Todo lo que pasó entonces es muy feo, pero ahora tenemos que mirar hacia delante”, reflexiona el flamante nieto.
La sonrisa y las cámaras
La rueda de prensa es un caos. Decenas de periodistas, cámaras, militantes, cargos públicos, voluntarios de la asociación y de otros organismos de derechos humanos en un espacio, en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo, que claramente no se corresponde con la expectación generada por este caso. Pero todo son sonrisas. En el centro, la de Estela de Carlotto y la de Mario Bravo, que habla emocionado y desenvuelto ante la parafernalia de objetivos.
Habla de su propia búsqueda, cuando se acercó a Abuelas porque tenía dudas sobre su origen. Del momento en el que se enteró de que tenía una madre biológica que también lo buscaba. Y del encuentro con su madre: “Ves como tu vida en blanco y negro, tu infancia, todo lo que viviste. Te das cuenta de que los que salen en los diarios, en la televisión, de repente sos vos”, explica.
Mario es a su vez padre –“lo que te moviliza mucho más”– y súbitamente hermano de seis y tío de 16 sobrinos. “Mucho gasto para Navidad”, bromea. Pero de su enorme y sobrevenida familia ha visto solo a su hermana mayor, que en el momento del secuestro de su madre tenía apenas tres años. “Era una criaturita y debió pasar situaciones horribles”, reflexiona.
Sara (su apellido no se ha hecho público) tenía 19 años cuando un coche la interceptó en la puerta de la casa en la que vivía con sus hijas de tres y un año, en Tucumán, en el norte de Argentina. Era julio de 1975. Nunca volvió del trabajo. La llevaron a una comisaría, a una jefatura de policía y a la cárcel, donde permaneció detenida ilegalmente, y donde dio a luz a Mario entre mayo y junio de 1976. Fue liberada en noviembre a la vera de un cañaveral, desde donde caminó sola hasta un hospital en el que permaneció hasta que pudo volver a casa. Había dejado los barrotes pero no recuperado la libertad. Estaba condenada por el miedo y las amenazas, a guardar silencio.
Casi 40 años después Sara ha hecho en autobús los 1.250 kilómetros que separan Tucumán de Buenos Aires para encontrarse con ese hijo al que jamás pudo ver, “al que siempre imaginó varón”, al que ya pensaba que no encontraría jamás. “Me dijo que me había hablado mucho cuando estaba en la barriga, en todos esos meses de gestación”, relata Bravo, emocionado. “¿Y qué más dijo?” Los periodistas buscan explicaciones. El nieto-hijo-recuperado, no. “Lloró. Lloramos”, resume. No hubo reproches sobre el cómo o el cuándo de la búsqueda. “Yo le dije que ella había hecho lo más importante”.