Las primarias demócratas no solo buscan un candidato: también una identidad
La irrupción del exvicepresidente Joe Biden en la carrera por la nominación demócrata de cara a las elecciones presidenciales de 2020 en EEUU ha sido la última gran candidatura de una reñida competición. Con Biden, son veinte los contendientes demócratas que aspiran a desalojar a Donald Trump de la Casa Blanca el próximo año, desde figuras centristas como la senadora Kamala Harris hasta personalidades abiertamente socialistas como el senador Bernie Sanders. Pese a que la mayoría de las encuestas sitúan al exvicepresidente a la cabeza de la nominación, también han surgido numerosas voces críticas.
Uno de los reproches más claros se refiere a su cuestionable actitud frente a las acusaciones de tocamientos inapropiados a mujeres. Otros se centran en su su conducta como presidente del Comité Judicial del Senado durante la audiencia de Anita Hill en esta cámara en 1991. En dicha sesión, Biden menospreció las acusaciones de abuso sexual de la afroestadounidense contra Clarence Thomas, nominado al Tribunal Supremo del país, y la opinión pública se lo ha vuelto a recordar ahora.
Sumado a ello, el exvicepresidente tendrá que luchar por convencer a un electorado cada vez más heterogéneo de que su candidatura no solo es la mejor preparada para vencer a Trump, sino que es capaz de representar los intereses de todas las minorías defenestradas por el Trumpismo.
Sin embargo, no lo tendrá fácil. Dada la gran diversidad de las bases demócratas, cada vez más a la izquierda en el espectro político, muchos se preguntan si un hombre blanco de 76 años representa el cambio político por el que cada vez más individuos abogan, especialmente en una pugna tan plural como la actual.
Por el contrario, voces como la del politólogo Mark Lilla, achacan la derrota de Hillary Clinton en 2016 a su especial atención a las minorías del país lo que, según sus críticos, alienó a la clase trabajadora blanca, que se decantó por el magnate republicano.
En una época donde la identidad individual tiene gran peso en la política, cabe preguntarse si la mejor receta a seguir por el Partido Demócrata es apostar por un candidato perteneciente a la mayoría social como Biden o, por el contrario, abrazar candidatos de una minoría como Pete Buttigieg, abiertamente homosexual.
Las elecciones presidenciales de 2016 entre Donald Trump y Hillary Clinton pusieron de manifiesto la relevancia de la llamada política identitaria. Esta tendencia hace referencia a la primacía de la identidad individual –etnia, orientación sexual, género...– en las alianzas políticas en vez de las preocupaciones o intereses de un grupo político más amplio.
Pese a que muchos críticos de la candidata demócrata achacan su excesiva fijación con las minorías tradicionalmente discriminadas como la razón principal de su derrota, lo cierto es que el candidato republicano también apeló durante toda su campaña a la identidad –en su caso, la etnia caucásica– para obtener así las llaves de la Casa Blanca.
Tras su victoria, la política identitaria continuó atrayendo la atención mediática, especialmente con la marcha de supremacistas blancos en Charlottesville, donde una activista de izquierdas murió tras ser atropellada por un neonazi. Dicho acto no fue abiertamente rechazado por Donald Trump, quien proclamó que había “gente muy buena en ambos bandos”, lo que desencadenó el rechazo social.
La polarización que el presidente genera ha contribuido a ahondar la división nacional entre grupos tradicionalmente discriminados y una mayoría blanca que teme por la pérdida de sus privilegios sociales. Esta situación de fractura identitaria explica por qué en 2018 el 47% de mujeres blancas apoyaba a Trump –en comparación con el 38% de mujeres a escala nacional– pese a sus continuos comentarios y actitudes misóginas, como el famoso “agarrarlas por el coño”.
A la caza del voto minoritario
En un escenario político cada vez más fragmentado, muchos contendientes demócratas compiten por aunar el voto minoritario hacia sus candidaturas para erigirse como azote del modelo de sociedad promovido por Trump. En este sentido, la identidad individual de los candidatos cobra especial importancia para muchos votantes que abogan por una ruptura con la dominación masculina y caucásica del poder ejecutivo —44 de un total de 45 presidentes estadounidenses han sido hombres blancos—, y se decantan por una figura que represente los intereses minoritarios.
Dicha importancia de la identidad puede implicar el riesgo de que candidaturas a priori rupturistas puedan terminar siendo descartadas por no cumplir con los requerimientos de unas identidades prefijadas y selectivas. El caso de Buttigieg, tercero en las encuestas, es paradigmático: muchas voces han criticado que pese a mostrar públicamente su orientación sexual –su marido Chasten le acompaña a la mayoría de mítines electorales–, no es suficientemente gay como para representar al colectivo. Kamala Harris, hija de padre jamaicano y madre india y empatada con Buttigieg en las encuestas, también ha sufrido críticas por parte de aquellos que rechazan su adherencia al colectivo negro, tachándola de no ser afroestadounidense.
Por otro lado, candidaturas menos rupturistas desde un punto de vista identitario como la de Biden son apoyadas por aquellas bases demócratas preocupadas por conseguir el voto de los ciudadanos blancos de los “estados púrpuras”, aquellos que no son claramente demócratas o republicanos, como Wisconsin o Michigan. Según esta estrategia, los Demócratas deben recuperar el voto de los llamados “trabajadores blancos de cuello azul” –apelativo de la clase obrera–, muchos de los cuales se decantan por Trump. No obstante, una estrategia excesivamente centrada en estos votantes puede alienar a los electores de minorías como la afroestadounidense, cuyo voto es indispensable para cualquier político demócrata que aspire a convertirse en presidente.
Dicha estrategia también la ha secundado el candidato que las encuestas sitúan en segunda posición: el senador Bernie Sanders. Con un discurso abiertamente progresista —él se define como “demócrata socialista”—, el candidato ha tratado de convencer al electorado para que abandone las premisas identitarias y se centre en la desigualdad material: “Tenemos que juzgar a los candidatos, no por el color de su piel, orientación sexual, género ni por su edad”. Pese a que su discurso le grajeó el apoyo de los hombres blancos durante las primarias demócratas de 2016, el 86% del electorado afroestadounidense se decantó por Hillary Clinton. Sin lugar a dudas, la invisibilización identitaria que promulga el senador le volverá a complicar el apoyo de las minorías étnicas, sin las cuales no podrá ganar la nominación demócrata.
De esta manera, pese a que haya candidaturas a priori mejor preparadas para conseguir el voto blanco y batir así a Trump –como la de Joe Biden–, lo cierto es que su elección podría aumentar la apatía en la progresista base demócrata, lo que perpetuaría al magnate republicano en el poder cuatro años más. La política identitaria ha llegado a Estados Unidos para quedarse o, al menos, tendrá un gran peso en las próximas elecciones presidenciales.
Sus críticos deben entender que, para reducir el peso de la identidad en la política, no se pueden desechar las proclamas de los grupos minoritarios tildándolas como secundarias. En un país cada vez más diverso socialmente, las minorías tienen cada vez más peso, por lo que reclamarán puestos políticos otrora reservados a los llamados WASP –siglas en inglés que se refieren a “blanco, anglosajón y protestante”, tradicional élite política y económica del país–.
En vez de invisibilizar las identidades, una opción políticamente interesante puede ser el fomento de una interseccionalidad nacional, una unión de diferentes identidades como etnia, orientación sexual o género sin olvidar la clase social, para así construir una sociedad más justa e igualitaria. En palabras de Owen Jones: “¿Cómo puedes entender el género sin la clase y viceversa dada, por ejemplo, la desproporcionada concentración de mujeres en trabajos mal remunerados e inseguros?”.
Sin dicha unión entre diferentes grupos sociales, se corre el riesgo de promover una política identitaria reduccionista que olvide las consignas de otras comunidades. El homonacionalismo es un claro ejemplo de dicha concepción extremista. Por otro lado, la falta de un reconocimiento activo de las identidades puede derivar en una opresión de los grupos mayoritarios sobre los minoritarios y los tradicionalmente discriminados, lo que contribuiría a una erosión de la democracia y el Estado de derecho.
Cualquier candidato o candidata que sea elegida en la larga carrera demócrata debería reconocer la preeminencia de la política identitaria y rechazar su deriva extremista. Sin ello, el heterogéneo electorado demócrata puede llegar a penalizar a la candidatura elegida, ya sea la de Joe Biden o la de Pete Buttigieg. Pese a que el exvicepresidente lidere las encuestas, lo cierto es que hay un alto número de indecisos, lo que puede impulsar candidaturas que hasta ahora recibían menos atención. Es importante recordar que tampoco Donald Trump lideraba las encuestas de las primarias republicanas en 2015. Sumado al tema identitario, los contendientes demócratas han de convencer al electorado de su posición ante propuestas tan relevantes para el país como la cobertura sanitaria, el racismo institucional o el llamado 'Nuevo Acuerdo Verde'.
Si el Partido Demócrata no es capaz de dar una respuesta coherente a los retos que afronta el país, y rechaza activamente las proclamas relacionadas con la política identitaria, puede ocurrir que Donald Trump continúe haciendo América grande de nuevo a costa de las minorías y los colectivos no privilegiados.