Desde el año 2005, Juan Mal-herido hace públicas sus opiniones sobre libros, lencería y trastornos de identidad. En este espacio, se centrará en los trastornos de identidad. Creado por Alberto Olmos.
Gonzalo Canedo, o de qué iba eso de ser editor
Por los escritores sabemos que los editores son unos hijos de puta. Les roban, les cambian una coma; les cambian dos comas; les dejan de publicar; no les entienden y no les hacen caso cuando proponen una foto para la portada; siempre invitan a comer a otro; siempre sacan sus libros en febrero. Todo terrible.
Los editores son empresarios y, como tales, da mucho gusto odiarlos y hablar mal de ellos, y cualquier persona –sobre todo si nada sabe del negocio editorial- encontrará muy sensatas todas las acusaciones que se les dirijan, pues detentan –oh- los medios de producción –normalmente un Mac y la llave de una puerta, tres o cuatro sillas – y eso, a qué negarlo, resulta imperdonable.
En realidad un editor es a su modo un artista. Un artista del capital, de hecho. No abre una empresa para hacerse rico, sino para hacer libros. Haciendo libros uno puede acabar rico, sí; como puede uno acabar rico mirando por la ventana, más o menos. Lo normal es acabar arruinado y con un par de toneladas de papel en el pasillo de casa, papel que, por haberse desperdiciado en literatura, vale menos que si estuviera en blanco.
Los aspirantes a escritor proyectan sobre los editores el deber de reconocerles el talento, cuando un editor independiente no busca el talento, sino llegar a fin de mes. A un editor como dios manda le trae sin cuidado lo bien que escriba un fulano, y todo lo que publica lo publica por accidente, es decir, porque no lo ha publicado otro antes. Son los escritores los que le dan una importancia legendaria a publicar, los que lo ven como algo mágico y hasta histórico, notificable; para un editor, publicar es una rutina transida de nostalgia: saben ya que ese libro no importará a nadie pasados tres meses, salvo al propio autor, que no acaba nunca de creerse lo de los tres meses. Los editores publican para seguir siendo editores; los escritores, para ser famosos.
El pasado 15 de enero murió un editor de verdad, pues al igual que hay escritores de verdad y escritores con beca, hay editores que se juegan su dinero mientras otros cuentan su editorial entre los juguetes que les entretienen mientras les cae alguna herencia. Un editor de verdad, por aclararlo más aún hacia lo vil, es básicamente alguien que no puede permitirse darse importancia.
Se llamaba Gonzalo Canedo y su editorial, Libros del silencio. Publicó un libro sobre Gila y otro de unos comediantes de la radio; ambos se vendieron bien, lo suficiente como para publicar a Robert Stone, a Celso Castro o unas poesías inéditas de Quevedo. Un editor que sólo publica lo que le gusta no es un editor, es un señorito.
Publicó también a Donald Ray Pollock, porque –va dicho- no lo quiso publicar nadie en España antes que él. Donald Ray Pollock ahora está de moda; después de los cuentos de Knockemstiff, Libros del Silencio acaba de sacar su primera novela, El diablo a todas horas. Se dirá que Libros del Silencio -que Gonzalo Canedo- descubrió a Donald Ray Pollock en España; y será bonito que se diga. Pero el editor no se envaneció nunca por ello, ni se envanecería hoy si estuviera vivo, pues sólo estaría pensando en si sacar una segunda edición cuando de la primera se han vendido casi todos los ejemplares va a hacer que el éxito aparente de un autor hunda la editorial, porque de pronto no se venda ni un solo ejemplar más de ese libro. Ser editor es un oficio así de mundano, amigos.
Es un oficio de equilibrista, pues sólo importa cuánto tiempo aguantas sobre el alambre.
Gonzalo Canedo hizo lo que pudo. Lo que le dejaron. Lo que quiso.
Hizo bien.