Desde el año 2005, Juan Mal-herido hace públicas sus opiniones sobre libros, lencería y trastornos de identidad. En este espacio, se centrará en los trastornos de identidad. Creado por Alberto Olmos.
Confuso de Gutiérrez, incierto de Rodríguez
Yo creo que los jueves voy a hablar de fútbol.
El fútbol: qué cosa tan interesante y, sobre todo, tan bien nombrada. Dices fútbol y sopla el viento, los millones repiquetean, las chicas se quitan la camiseta y dan saltitos. Dices literatura y hasta las dos últimas sílabas de la palabra parecen pronunciarse con esfuerzo, a empujones, como si la lengua las llevara en parihuelas. El tiqui-taca contra el taca-taca; el césped contra el papel; el mito contra el muermo. Es bonita la parábola de una piedra que cae sobre el propio tejado.
He recibido, hace unos días, la novela El hogar infinito, debut de Álvaro Gutiérrez en esto de escribir. Al igual que con aquel ensayo de Rober Wolfe (Escrito con la lengua) apartémonos futbolísticamente del camino de la reseña y saltemos al campo de juego del paratexto, o del epitexto; del envoltorio. Gutiérrez.
Lo primero que escribe un escritor es su propio nombre, ésa es la palabra inaugural de su obra. Aunque casi siempre es una inauguración delegada -los padres, el abuelo, la moda-, el nombre de uno como autor admite posteriores cirugías. Así lo hizo Francisco Umbral, que, como es sabido, se llamaba Francisco Pérez (“No te firmes tú”, le dijo Miguel Delibes en los tiempos periodísticos de El Norte de Castilla). Esta coquetería abajofirmante se ha practicado en todas las literaturas durante siglos, y hasta firmar como anónimo era de mayor atractivo que firmar como uno mismo, tantas veces.
A día de hoy, si nos centramos un instante en la literatura extranjera traducida, vemos poco que traduzcan a John Smith o Pierre Martinez. Y si echamos un ojo a los autores latinoamericanos, no son González ni Gómez los que nos llegan. Jonathan Franzen. Michel Houellebecq. Emiliano Monge.
¿Hay un nombre más bonito para un escritor que Alejandro Zambra?
Sin embargo, en España, desde comienzos de siglo, el censo de nuestra literatura ha tomado una curiosa tonalidad: numerosos autores se firman ellos siendo sus nombres corrientes hasta la transparencia.
Memoricen esta lista: Julián Rodríguez, Pablo Gutiérrez, Pablo Sánchez, Javier Gutiérrez, Antonio J. Rodríguez, Álvaro Gutiérrez, Pablo Martín Sánchez, Pablo Muñoz...
Repito: memoricen esta lista.
En otro tiempo -quizá peor tiempo, bien es verdad- un Pablo Ruiz -en un poner- adelantería su apellido más rumboso hasta colocarlo en primera línea patronímica: Pablo Picasso; tambien fue habitual convertir lo ordinario, por sobreabundancia, en eufónico: Antonio Muñoz Molina; o ampararse en un middle name para lograr la apropiada musicalidad en un nombre de artista: Juan Ramón Jiménez. Por no hablar de ingenios puntuales, que maquillan con ligera gracia su identidad civil: Luisgé Martín.
Obviamente, tengo un respeto cuadrangular por los nombres de las gentes, por la herencia nominal recibida de sus padres; lo que pasa es que, cuando los Pérez o Gómez se ponen a escribir libros, me entran menos ganas de leerlos. Y me temo que los lectores comunes, y no tan comunes, también pueden encontrar dificultades para comprar el libro de Juan Gómez teniendo a mano uno de Joan Didion, tan redondita e interdental.
No en vano, buscar la obra de Álvaro Gutiérrez en Amazon.es, sin ir más lejos, resulta muy confuso, y puede uno acabar comprando Acusación en el proceso penal italiano; o una cacerola.
Pero volvamos al fútbol.
¿Hay un nombre con ḿas carácter que Cesc Fábregas?
Balotelli. Benzema. Zlatan Ibrahimovic.
¿A que dan ganas de leerlos?
Alguien llamado Modric, goles no sé si meterá, pero los dramas intimistas deben de salirle niquelados.
Que los futbolistas tengan nombres más pintones que los escritores debería ser tan anómalo como que los escritores lucieran piernas más musculosas que los futbolistas. ¿Tendrán que empezar a hacer ejercicio?
Qué gran poeta sería Arda Turan, amigos.