Yo no sé en qué beneficiaría o perjudicaría al resto de España, a Europa y al conjunto de la civilización occidental si Cataluña, Euskadi o Galicia se constituyesen en estados soberanos, con su ejército de juguete, su conferencita episcopal y su Haciendita propios. Tengo, eso sí, una idea aproximada de por qué en la sociedad unos son ricos y otros pobres, y por qué cuando un pobre supera la masa crítica de bienestar inmediatamente pasa a ser sospechoso de ladrón, mientras que, en el caso del rico, al aumento de la riqueza se le conoce como beneficio empresarial, y no explotación o robo. Todo eso lo aprendí de cuando mi vida política se movía, como decía en mi anterior post, de una forma bidimensional, de izquierda a derecha.
Debe ser cosa, pues, de mi pasado marxista, de cuando tontamente creía que los problemas de los explotados por parte de los explotadores eran de naturaleza transnacional, y por ello solo tenían una solución internacional, algo así como la guerra mundial del proletariado. Cantábamos aquello de “arriba, parias de la Tierra; en pie, famélica legión”, cuya letra tendría ahora la contrapartida moderna de “arriba, parias de Euskadi; en pie, famélica región”, o bien “arriba pobres de Esplugues de Llobregat; en pie, famélico ayuntamiento”, o, afinando todavía más, “arriba pobres de Porriño, en pie famélicos vecinos”. Y así, hasta el infinito. O mejor, como dirían hoy en ese metalenguaje que se dio en llamar políticamente correcto: famélicos vecinos y famélicas vecinas, vascos y vascas, amigos y amigas, jueces y juezas.
A lo mejor, si el Mesías nacionalista bajara a este blog y tuviera a bien explicarme por qué es mejor una Cataluña nación que una Cataluña región, por ejemplo (y sobre todo, y lo único importante, para quién sería mejor), o bien me echaría inmediatamente en sus brazos para convertirme al nacionalismo con fe inquebrantable, o bien echaría mano de la pistola para defenderme.
Mientras esperamos a que alguien elabore un estudio científico y detallado de por qué una España de micropatrias sería mucho más próspera y, sobre todo, más justa, que esta España que se inventaron los Reyes Católicos, tengo a los nacionalismos bajo sospecha, no tanto por análisis, como por descarte. Es decir, me cuesta pensar que la división en micropatrias sea lo mejor para la derecha del PNV o de CiU, y a la vez también sea lo más adecuado para las izquierdas independentistas. ¿Qué piensa hacer gente tan dispar con su micropatria una vez se adueñen de ella?
Pero, por el mismo precio, tampoco descarto sus bondades si considero el sospechoso amor desmedido por esa unidad uniformadora que embarga a los nacionalistas españolistas, como el PP, o a ese pequeño grupúsculo de militares fascistas que nos acaba de amenazar con enviar al ejército para impedir nada menos que “la destrucción de España”.
Y sobre todo, cuando el club de solteros de la Conferencia Episcopal confiesa (es lo suyo) estar muy preocupado por la unidad de España en peligro. Ahí es cuando empiezo a maliciar que tengo un agujero en mi razonamiento, pues lo que es bueno para la Iglesia no lo puede ser para la humanidad, y lo que para ella es malo, seguro que oculta un pecado apetitoso.
Una Iglesia que el otro día decía comprender el saqueo de nuestras libertades y derechos al que nos somete el gobierno de Mariano Rajoy, porque espera “que contribuya... al desarrollo de las personas y de las familias”. Una Iglesia entregada al poder, sin crítica alguna a las medidas neoliberales de quien le da de comer en la mano opíparamente. Una Iglesia de zánganos improductivos, cuyo trabajo principal consiste en llenar de fantasías el cerebro de sus feligreses desde los púlpitos, y a los que no se les recorta ninguna asignación, aportada, por cierto, por nuestros sueldos recortados. Una Iglesia, la mayor propietaria de inmuebles de España, con la exquisita sensibilidad de los gusanos, que jamás bajó a mezclarse con los ciudadanos solidarios que día a día se enfrentan a la policía tratando de impedir el desahucio de las viviendas de sus vecinos más pobres.
Hace unos días, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española decía tener una “gran inquietud” por las propuestas de Artur Mas que nos llevan a la “desintegración unilateral” de la unidad de España. Y es que Rouco y su obispero necesitan, para continuar viviendo como curas, la generosa asignación de los presupuestos generales de un estado grande, como grande es la codicia eclesial. Con las micropatrias no hay Concordato que valga. La unidad patria es, pues, para la Iglesia su única tabla de salvación, ahora que los seminarios están vacíos y los jubilados que sostienen el tinglado de su farsa ven mermado su poder adquisitivo.
Así que navego en un mar de dudas. El amor a la patria una y grande (lo de libre lo dejamos para otro momento) de los sacerdotes de todas las religiones es directamente proporcional a los beneficios en forma de poder y dinero que obtienen de los estados en que ramonean las subvenciones. Mientras le daba vueltas a ese nacionalismo religioso me acordaba de cómo la Iglesia Católica apoyó el golpe militar de Franco y colaboró en la tortura y muerte de miles de detenidos por el régimen. Una Iglesia que sacralizaba el nacionalismo, el nazionalismo, que acogía bajo palio al dictador, a cambio de una parte suculenta en el futuro pastel.
Por razones intelectuales no puedo ser nacionalista. Pero tampoco descarto que vivir en compañía de determinados elementos a cambio de mantener una supranacionalidad no sea un coste demasiado elevado. Del nacionalismo brutal bendecido por nuestra clerigalla dio una muestra terrible el poeta Miguel Hernández poco antes de morir en el Penal de Ocaña al comienzo de la postguerra.
Lo conté una vez en mi blog alojado en 20Minutos, y no me canso. Lo traigo hoy de nuevo para que comprendáis hasta qué punto la alianza del altar y la espada puede ser letal para la humanidad. Contaba en aquel post que en el Penal de Ocaña proporcionaba consuelo espiritual a los condenados a muerte un cura especialmente sádico, conocido como el Verdugo de Ocaña. Un testigo aseguró años después que este patriota y piadoso cura se reservaba el placer de dar el tiro de gracia a los fusilados, y que a veces los remataba a martillazos. Miguel Hernández lo retrató a hurtadillas en un poema que es todo un poema. Con él os dejo. Procurad que los niños no estén cerca.
Muy de mañana, aún de noche,
antes de tocar diana,
como presagio funesto
cruzó el patio la sotana.
¡Más negro, más, que la noche,
menos negro que su alma,
el cura verdugo de Ocaña!
Llegó al pabellón de celdas,
allí oímos sus pisadas,
y los cerrojos lanzaron
agudos gritos de alarma.
“¡Valor, hijos míos,
que así Dios lo manda!“
Cobarde y cínico al tiempo
tras los civiles se guarda.
¡Más negro, más, que la noche,
menos negro que su alma,
el cura verdugo de Ocaña!
Los civiles temblorosos
les ataron por la espalda
para no ver aquellos ojos
que mordían, que abrasaban.
Camino de Yepes van,
gigantes de un pueblo heroico,
camino de Yepes van.
Su vida ofrendan a España,
una canción en los labios
con la que besan la Patria.
El cura marcha detrás,
ensuciando la mañana.
¡Más negro, más, que la noche,
menos negro que su alma,
el cura verdugo de Ocaña!
Diecisiete disparos
taladraron la mañana
y fueron en nuestros pechos
otras tantas puñaladas.
Los pájaros lugareños
que sus plumas alisaban,
se escondieron en los nidos
suspendiendo su alborada.
La Luna lo veía y se tapaba
por no fijar su mirada
en el libro, en la cruz
y en la “star” ya descargada.
¡Más negro, más, que la noche,
menos negro que su alma,
el cura verdugo de Ocaña!