Dejadme que os hable brevemente de Galicia. Aquí nací y aquí he vuelto al cabo de los años. Y con mis paisanos he vivido con ansiedad estos últimos días de campaña. Después de las elecciones celebradas ayer (bueno, celebrar, lo que se dice celebrar, solo las ha celebrado el PP), como ha dicho Xosé Manuel Beiras en campaña: ya me puedo morir.
Aunque os confieso que no tengo ninguna prisa. No porque la cosa sea para morirse, que no hay facha que cien años dure, sino porque contesta a la pregunta clave que se hacía medio mundo después de la catástrofe del Prestige: ¿Por qué nunca se sabe si los gallegos van o vienen? O lo que es lo mismo, ¿cómo pudo obtener mayoría el PP en el pueblo de Muxía, cuya costa fue arrasada por la ineptitud del Señor de los hilillos, el entonces coordinador del Gobierno del PP, el que años más tarde sería premiado por los ciudadanos... con la presidencia del Gobierno español?
Feijóo ha provocado con su mandato de estos cuatro años un Prestige económico y social en Galicia sin precedentes, por acción u omisión de gobierno, pero los gallegos han premiado su ineptitud, como antes habían hecho los valencianos en Valencia premiando la corrupción del PP: allí triunfó la famosa política de banquillo, de banquillo de los acusados, y aquí el caciquismo goza de una espléndida salud.
Los resultados en Galicia han sido un fiel reflejo de la campaña. Lo que siembras, recoges. El PP, el triunfador, procuró minimizar y casi ocultar sus siglas durante quince días. Feijóo apenas se hizo la foto fugaz de compromiso con Mariano Rajoy, ese apestado recortador de derechos y sueldos, para así quedar liberado para contar a los gallegos la milonga de que las cuentas de Galicia son las más saneadas de todas las comunidades autónomas, aunque sea haciendo trampas contables de cientos de millones (411, por lo menos) con la intención de hacer creer que había cumplido con los objetivos de déficit público.
El PP de Galicia jugó la baza de vender la marca Feijóo, vendió un líder, no unas siglas de partido, rejuveneció su imagen, la rodeó de paisanos, la hizo cercana. El PP, que jugaba en casa, pedía el voto para Feijóo, en crudo, con un lema que hacía un guiño a los sentimientos nacionalistas, para tomar así distancias de Madrid: “Galicia primeiro”, Galicia primero. No era gran cosa, pero era una forma de matar al padre, un mensaje claro de independencia de Mariano.
El PSOE, el claro perdedor de la noche, hizo, quizá, la peor campaña de imagen que se recuerda en unas elecciones. Escondió, al igual que el PP, sus siglas, tan incómodas ahora desde la famosa herencia de Zapatero, pero por el mismo precio escondió también lo único que tenían de valor, el nombre del candidato, un Pachi Vázquez necesitado de carisma de líder, pero que aparecía en la cartelería a un tamaño de homeopatía literaria (¡joder con el palabro!). ¿Y el lema de campaña? Alucinante: “Es el momento. Galicia decide”.
Yo me preguntaba, viendo los carteles del PSOE: ¿Es el momento para qué? ¿Qué decide Galicia? Pues bueno, aunque os parezca que el inventor del lema (seguro que una sesuda empresa de imagen, que lo mismo sirve para vender compresas con alas que una bebida gaseosa con chispa) es un perfecto descerebrado, en realidad era un genio, o un profeta. Es el único que acertó de pleno. Porque, efectivamente, con claridad meridiana supo comprender que... ayer era el momento de votar y Galicia decidía. Eso sí, decidió que continuara Feijóo.
Era un lema de campaña tan cabalístico y disparatado que Pachi Váquez, el candidato socialista, no solo no pudo utilizarlo ni una sola vez en sus mítines, ni una vez, digo, sino que en los últimos días acabó apropiándose del mejor lema de campaña, el del nuevo partido de Beiras: “Hai que paralos”, hay que pararlos. Le hicieron una campaña tan lamentable que tuvo que pedir prestado el mensaje de unos adversarios políticos que sí habían comprendido que los problemas de Galicia no tienen solución si antes no se para la barbarie neoliberal del PP.
Rubalcaba, un residuo de los gobiernos de Zapatero, sí vino a contaminar la campaña de Pachi Vázquez, con cierta desgana, todo hay que decirlo. Y aquí tuvo que enfrentarse a la cruda realidad: el secretario general del PSOE no consiguió llenar los locales de sus mítines, hasta el punto de que en el cierre de campaña, en Santiago, se buscó deliberadamente un local a todas luces pequeño e impropio del segundo partido en importancia. Ese horror vacui, ese miedo al vacío, ya presagiaba el desastre.
Las urnas premiaron a los partidos de izquierda, con Beiras a la cabeza de Alternativa Galega de Esquerda, un escindido del nacionalista BNG que le sigue pisando los talones, por su discurso fresco, por haber sabido recoger el voto joven, el voto indignado, el voto que sangra a borbotones del costado del PSOE. El voto de los ciudadanos que han interiorizado la degradación de su sistema sanitario público, de la disparatada forma de gestionar la educación por parte de los talibanes del PP, el voto de los jóvenes que temen que su única salida es la de sus abuelos, la vuelta a la emigración.
Me cuentan que el Partido Popular ha sabido movilizar de nuevo a conventos y residencias de ancianos gestionadas por piadosas monjitas de todo pelaje. Dicen que hasta llevaron a votar con la papeleta del PP a enfermos de Alzheimer. Por eso, en estos momentos en que apresuradamente os escribo, quisiera dejaros una última reflexión: lo peor de esa enfermedad no es que pierdas la memoria y la identidad. Lo peor es que alguien pueda convertirte impunemente en votante del PP, en cómplice involuntario de sus desmanes.
Curiosamente, ambas enfermedades, PP y Alzheimer, comparten el mismo síntoma: la falta de memoria, el olvido.