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Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

Además de controlar a los gobiernos, los lobbies bancarios mandan en el día a día de la UE

Carlos Elordi

Ciertamente la UE acaba de relajar la férrea cerrazón a cualquier política de estímulos a la economía que mantenía en los últimos años. El plan de fomento del empleo juvenil y el de apoyo a la financiación de las pequeñas y medianas empresas que se han aprobado el 27 de junio así lo indican. Pero las cuantías de ambos son demasiado reducidas y su aplicación futura demasiado incierta -al menos cuatro acuerdos similares se han quedado en nada en el pasado- como se pueda proclamar que la Unión, y Berlín, acaban de dar un “giro social”, como ha dicho algunos. Mientras no se demuestre lo contrario, la política europea sigue dominada por los intereses de la gran finanza. Porque éstos condicionan decisivamente las decisiones de los grandes países, empezando por Alemania, y porque los lobbies bancarios mandan en el día a día de la vida política de Bruselas.

Lobbies, y muy poderosos y sofisticados, los hay en todos los países, incluido España. Pero todos ellos actúan discretamente, casi clandestinamente. Porque casi ninguna legislación nacional, aunque tampoco la prohíbe expresamente, reconoce su función primordial, que es la de influir en el poder político a fin de que éste decida en el sentido que a ellos les interesa. La UE, en cambio, sí. Bruselas les dio carta de naturaleza hace ya muchos años porque consideró que su conocimiento de los distintos sectores contribuiría a que los funcionarios y los políticos europeos decidieran políticas más ajustadas a la realidad. Desde ese punto de vista, consagrado en los textos legales comunitarios, los lobbies, más que parte interesada, son colaboradores necesarios en la gestión política de la Unión.

Como consecuencia de ello, hoy en Bruselas trabajan de 15.000 a 20.000 lobistas. Se distribuyen en todos los sectores de la actividad comunitaria. Una parte de ellos pertenecen a ONG de muy diverso tipo, pero la mayoría representan a sectores empresariales y empresas. El bancario es seguramente el más potente: por ejemplo, Citigroup cuenta en la capital comunitaria con 40 empleados especializados y los demás gigantes financieros europeos, norteamericanos y asiáticos no le van a la zaga. No pocos de esos especialistas son personajes de primera fila, desde antiguos presidentes de bancos centrales a consejeros, en ejercicio, de grandes entidades privadas. Y dado que la UE carece de expertos independientes y sólo cuenta con sus funcionarios, son ellos los que terminan por dar forma y contenido a las iniciativas europeas en la materia.

Todo lo relativo a la tasa sobre las transacciones financieras, el control de los bonos de los ejecutivos, la reglamentación de los fondos especulativos, la prohibición de las ventas al descubierto, es decir, los asuntos más calientes de la cacareada reforma de las prácticas bancarias que nos han llevado a desastre actual, pasan por sus manos. Y sus dictámenes, o su capacidad para retrasar las decisiones al respecto, son los que terminan imponiéndose. Sin alharacas, en el discreto quehacer de los despachos. A los lobbies bancarios se debe, más que a cualquier otra cosa –incluida la presión de los gobiernos- que Europa haya hecho tan poco -comparado, por ejemplo, con Estados Unidos- para restringir sustancialmente la libertad de acción de los banqueros.

En junio de 2010, 22 europarlamentarios de distintos países lanzaron una petición de auxilio: “Necesitamos ayuda”, decía su comunicado en el que se pedía a sociedad civil y a la Comisión Europea el apoyo necesario para crear un contrapeso al poder de los lobbies bancarios en la política comunitaria. Y recordaban que el Parlamento Europeo carece de algo parecido a un servicio financiero y que los funcionarios no tienen experiencia ni conocimientos suficientes como para ser interlocutores eficaces de los lobbies a la hora de proponer iniciativas legislativas: los representantes del sector financiero son los que hablan directamente con los políticos, cuando éstos tienen que tomar decisiones al respecto. Por algo el número de lobistas financieros acreditados en los organismos especializados dobla el de los funcionarios adscritos a los mismos.

Tres años han pasado desde entonces y la UE no ha hecho nada en el sentido que demandaban los citados europarlamentarios. Cualquier política que pueda afectar a la banca sigue teniendo que ser aprobada por esos lobbies. La enorme influencia que los banqueros nacionales ejercen directamente sobre sus gobiernos –tanto de los que mandan, como Alemania, como de los que obedecen, como España- se completa con ese eficaz control de la acción cotidiana de la UE. Si la gran política comunitaria está marcada por los intereses de los grupos financieros –la obsesión de los banqueros alemanes es recuperar el máximo posible de la deuda que con ellos tienen contraída los países débiles, la de los españoles o italianos es que no sean ellos, sino el Estado, quienes terminen pagándola- la política que diariamente se cocina en Bruselas tiene que pasar por esas mismas horcas caudinas.

Y lo que entre una y otra abarcan es tan grande, y condiciona tanto todo lo demás, que a la UE le queda muy poco margen de maniobra para actuar en otros terrenos. De ahí el reducido impacto que pueden tener iniciativas como las acordadas el pasado fin de semana en Bruselas. Eso, siempre que se lleven a la práctica.

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Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

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