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La vida entre el centro y las familias de acogida: las historias de Raúl y Patricia

Una madre y su hijo.

Patricia Gea

Raúl creció en un ambiente familiar turbado por unas circunstancias excepcionales. Su padre vivía en poligamia con dos mujeres y fruto de la relación con una de ellas, nació él. Convivían todos juntos en la misma casa y los problemas eran constantes. Durante su infancia tuvo que soportar a diario episodios de violencia machista y de pobreza; en un momento llegaron incluso a perder la casa. Vivió en la calle por algún tiempo, sin techo y bajo una desmesurada desprotección. Cuando los servicios sociales estuvieron al tanto de su caso le apartaron de su familia biológica e ingresó en un centro de menores casi de inmediato.

Lo primero que sintió al encontrarse por primera vez en el que fue su hogar durante los siguientes catorce años, dice, fue una soledad y un vacío abrumadores. El mundo al que pertenecía, mejor o peor, de un día para otro dejó de existir. “¿Qué es este sitio? ¿Por qué estoy aquí?”, se preguntaba. Para Raúl, esa suerte ajena y desagradable se alargó más de lo que hubiera deseado y salió del centro al cumplir la mayoría de edad.

No todos los menores permanecen allí hasta tan tarde, es decir, hasta que ya no pueden más porque la Ley de Protección del Menor se extingue. Hay quienes consiguen antes un hogar de acogida que se hace cargo de ellos de forma temporal o permanente. Son numerosas las asociaciones que suman esfuerzos desde hace años junto a la administración para tejer una red de familias de acogida cada vez más sólida que permita desmasificar los centros, en los que actualmente residen más de 13.500 niños en España, según la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar.

“Solemos tener una vaga idea de lo que es una familia de acogida por los casos que saltan a los medios de comunicación en los que ésta entra en disputa con los padres y madres de origen. Sin embargo, no se sabe realmente en qué consiste y existe, además, la falsa creencia de que su fin último es la adopción. Pero la mayoría de las veces no llega a formalizarse como tal”, explica Olvido Macías, escritora del libro 'Hogares compartidos' (LID Editorial), publicado el pasado mes de diciembre y que recoge 26 historias de acogida familiar.

Baja autoestima y duelo

“Los niños necesitan referencias. La ausencia de ellas hace que se encierren en sí mismos y desconfíen de todo lo que les rodea. No tienen un ejemplo de vida que seguir y por lo tanto no saben darle forma a su futuro”, cuenta Raúl apoyado en su experiencia. En las residencias lo más parecido que existe a un padre o una madre son los educadores y psicólogos que trabajan con ellos hasta que cae el día. Raúl alaba la labor que realizan, pero cree, por otra parte, que no pueden sustituir a la figura materna o paterna, para empezar, “porque no existen vínculos emocionales”.

A la fase de inseguridad por la carencia de referencias le sigue otra de bajísima autoestima y de duelo. “Es complicado conseguir que un niño acepte que sus padres le hacen daño, que le dicen que le quieren pero no pelean por cambiar la situación. Tienes la sensación de que estás siendo rechazado y tienes algo que impide que luchen por ti”. Estos niños se ven privados del amor paterno incondicional que “nutre el presente y sirve para proyectarse en el futuro”. Raúl sabe de primera mano que las familias de acogida son un flotador salvavidas para ellos. “Todo niño necesita a un adulto que esté loco por él y se lo demuestre”, afirma también Olvido Macías. Conoce a muchos menores que han salido adelante gracias a estas familias.

Es el caso de Patricia: vivió hasta los seis años con su familia biológica, cuando una serie de problemas en su seno la llevaron a un centro de menores hasta que tres años más tarde salió en acogida familiar. Su caso es excepcional porque fueron los padres de un compañero de clase quienes se decidieron a llevarla con ellos a casa. “Pensaron en la posibilidad de sacarme porque la cuidadora del centro no podía llevarme a las salidas que hacían mis amigos, rechazaba las invitaciones y siempre faltaba”. El hecho de que les conociese con anterioridad facilitó los trámites: ya había superado el periodo de adaptación.

“Salí de la residencia en verano y cuando empezaron las clases me di cuenta de que había pasado de ser una compañera de clase a una hermana, y que no sabía comportarme como tal, no sabía dar cariño, besar, abrazar”. Por otro lado y al mismo tiempo Patricia seguía viendo a su familia biológica directa (sus padres y hermano) y extensa (sus tíos), y durante el primer año de acogida tuvo que convivir con la amarga sensación de que podría estar traicionando a alguna de las dos. El estrés que le provocaba la situación hizo que necesitara atención psicólogica durante siete años, hasta que se dio cuenta de que su sitio estaba con su familia de acogida porque su “apoyo y cariño era verdaderamente incondicional”.

Ahora es capaz de ver que “la importancia del acogimiento es que los niños crecen en familia, y que si algo tienen todas las familias en común es que se sostienen en momentos difíciles”, algo que no ocurre en los centros de menores porque, coincide con Raúl, falta el vínculo emocional. “Mis padres de acogida me han enseñado a ser persona, a vivir, a superar momentos en que hay que tomar decisiones duras”. Ahora Patricia tiene 21 años, se prepara para ser profesora de infantil y ultima junto a su familia el proceso de adopción.

A pesar de las dificultades, Raúl también ha logrado construirse un futuro y salir adelante. Es director de cine y actualmente está embarcado en un proyecto audiovisual, 'Así crecen los enanos', sobre menores tutelados, que pronto verá la luz. Espera con ello “mandar un mensaje extenso” y que los chavales cuenten con un tejido social sólido lejos de las residencias de menores donde darse una nueva oportunidad, y “revivir”.

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