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“La ficción nos permite entender mejor la actualidad porque nos implica emocionalmente con ella”

El director de cine y guionista Joaquín Oristrell ha presentado 'Hablar' en Santander. | Laura García Pérez

Laura García Pérez

Joaquín Oristrell cree firmemente en el poder de la palabra. Así lo demuestra su última película, Hablar, una arriesgada defensa del diálogo y la escucha en la que caben veinte historias que recogen cuestiones tan candentes como la corrupción política, la violencia machista, la adicción a la pornografía, el hambre, el paro entre la juventud sobrecualificada o la precariedad laboral. Rodada sin cortes de cámara, estrenada en junio y presentada el miércoles en la Filmoteca de Cantabria por el cineasta y Nur Al Levi (hija de Cristina Rota y hermana de María y Juan Diego Botto), una de sus protagonistas, la cinta quiere ser espejo del madrileño barrio de Lavapiés y recordar que como dijo Blas de Otero y a pesar de todo, “nos queda la palabra”.

¿Rodar de una vez tantas historias diferentes en la calle sin cortarla se hace por capricho o porque no queda más remedio?

Si soy sincero, fue una necesidad. Todo comenzó en 2009 en un taller de la Escuela de Interpretación de Cristina Rota. Propusimos a los alumnos crear monólogos, salieron cosas interesantes y por eso pensamos en hacer una obra de teatro filmada. Al darnos cuenta de lo difícil de hacer coincidir en un rodaje a tantos actores, Juan Diego Botto y su hermana María, que están incluso más locos que yo, estuvieron de acuerdo en hacerlo en un mismo plano. Lo que terminé proponiendo fue un retrato del barrio de Lavapiés en la España de hoy y con las preocupaciones de hoy. Quien se apuntara a esta subida al Everest tenía que implicarse decidiendo de qué hablar y desde dónde, así que cada personaje y situación son en mayor o menor grado creaciones del actor que los interpreta. Son las voces de una generación que ya está tomando el relevo. Juan Diego Botto, Nur Al Levi y Sergio Peris-Mencheta escribieron completamente su texto y de los demás fuimos grabando sus improvisaciones, textos que luego se aprendieron. El compromiso era tardar una semana, ocupando un día entero el ensayo general y dos días el rodaje, dos tomas un día y dos tomas otro. Fue como una operación militar porque hay 78 entradas y salidas de actores con una cámara que no para de moverse a lo largo de medio kilómetro. Bastante complejo. Pero esa necesidad acabó dándole sentido: aparte del alarde técnico, se pulsa la calle paseando con los personajes, sintiéndola, viviéndola.

Buscabais captar el momento y el lugar...

Claro. El cine y la televisión tienen que ser una crónica de su tiempo. A mí me pasa a menudo que por el recuerdo de películas o novelas tengo más conciencia de la Historia que leyendo Historia. Conocemos más sobre la Rusia zarista leyendo Guerra y Paz que leyendo un libro de historia o de la Guerra Civil Americana por haber visto Lo que el viento se llevó tres veces. La ficción hace crónica de lo que pasa desde un sitio distinto a la información y nos implica de tal manera emocionalmente que nos hace entender mejor la actualidad. Hablar permite fusionar teatro y cine. Se decía “¡acción!” y 75 minutos después se decía “¡corten!”. Y eso era lo que había. No había posibilidad de equivocarse.

¿Y cómo se vive un rodaje con esa tensión de que cualquier error haría repetirlo todo? Tiene que haber más de una anécdota.

Hay que tener en cuenta que las calles de Lavapiés no tienen rutas alternativas para emergencias, así que las ambulancias o la policía tenían que pasar por allí. Sin embargo, la condición sine qua non desde el ensayo general era llegar al final del plano ocurriera lo que ocurriera. Hasta qué punto lo sería que en la tercera toma, en una escena de Juan Diego Botto con Astrid Jones, un vecino mayor, harto de vernos allí, entró en medio del plano y gritó: “¡Estoy hasta las narices de todo esto!”. Juan improvisó: “¡es verdad, con este Gobierno no hay manera!” y así lo salvó. De hecho, a mí me habría gustado que ésta hubiera sido la toma final, que rodamos a las nueve y se iba haciendo de noche. Pero la elegida por ser más orgánica y estar mejor cámara y actores fue la cuarta. Pocas veces el equipo técnico y el artístico está tan unidos y la sensación de grupo es tan fuerte. Todos dependíamos de todos. Y era un equipo de cien personas. Había diez ayudantes de dirección que iban lanzando bloques de actores ante la cámara. Contábamos con un equipo técnico buenísimo que aquí en España no se valora tanto como fuera. Javier Soto, uno de los ayudantes de dirección, recibió en pleno rodaje una llamada de Oliver Stone. Los técnicos, que trabajan en series como Águila Roja, Velvet o Cuéntame, cobraron menos de lo que suelen pero para el resto fue un trabajo totalmente voluntario. Esta película no tiene subvenciones ni ayudas gubernamentales. Se hizo como un experimento con la libertad de que igual no llegaba a las pantallas y se quedaba en el consumo privado.

¿La película reivindica el poder de la palabra en un momento en el que la imagen le ha comido mucho terreno?

Sí. Y tiene un mensaje esperanzador. Dos clásicos del teatro, Juan Margallo y Petra Martínez, que han luchado por él en condiciones muchos peores que las nuestras, recitan al final unos versos en torno a la palabra y reciben un cálido aplauso, de manera que así la homenajeamos. En medio de la confusión y perplejidad en la que vivimos, que cada día cuando abrimos un periódico vemos casos de corrupción nuevos, países que se enfrentan, gente que se quiere separar... Al ser humano siempre le queda la palabra. Siempre. Y sería un instrumento mucho mejor si escucháramos más. En este país no hay problema para hablar porque eso se nos da bien, pero muchas veces no escuchamos al que tenemos enfrente y entonces somos incapaces de entenderle.

¿Hablando no siempre se entiende la gente?

Si se habla de verdad, sinceramente, terminas entendiéndote. Pero la gente tiene muy poca paciencia y resistencia a hablar. Con los políticos ocurre mucho. Les pagamos para que repartan de forma justa nuestro dinero, pero también para que lleguen a acuerdos, hagan leyes, pacten. En este país se quiere siempre mayoría absoluta. En otros sitios de Europa se sabe que sin ser ecologista conviene tener dos ecologistas en el gobierno porque entonces protegerán el tema medioambiental al que tú no prestas tanta atención y uno más conservador para la relación con la banca. Aquí es todos contra uno. Y deberían sentarse a hablar pero cada uno habla desde su espacio y cuando gobierna, lo hace para los que le han votado. Y así estamos.

¿Cuánto hay del director en los monólogos que no están escritos completamente por los actores?

Hay un trabajo fuerte de Cristina Rota y mío, que era ordenarlo todo. Con Google Maps emplacé las historias en medio kilómetro: desde el metro de Lavapiés hasta la sala Mirador, el teatro donde termina. El armazón de la película era muy complejo porque venían ideas muy tarde. Los actores son generosos pero muy vagos, así que tardaban mucho en mandar su trabajo y casi todo se resolvió la última semana. Algunos venían con las ideas muy claras y otros andaban muy perdidos. Hubo quien pidió texto, así que les escribí sus escenas, partiendo de lo que querían hablar y también quien no sabía por dónde tirar. Pero el 60% fue de los actores. Aunque el trabajo de encaje fue complicado.

¿Qué es más común en su trayectoria, que ciertos actores le inspiren ideas o que busque esos actores según la historia que quiere contar?

Hay películas que se gestan pensando en actores concretos, pero son las menos. Y es que es un error escribir pensando que ese actor o actriz va a hacer la película, porque luego lo termina haciendo otro que no tiene nada que ver. Yo doy clases de guión y siempre les digo a los alumnos que piensen en alguien real o gente que les inspire, pero que no sean posibles actores de la película porque así se pueden frustrar.

¿Está contento con la recepción de la película? ¿Qué tal la están valorando crítica y público?

De crítica fue bastante bien. En alguna la calificaron como “película Podemos”, -ríe-, aunque en la cinta no hay más que una referencia. Su difusión comercial fue discreta, pero en Madrid y Barcelona aguantó seis semanas en salas pequeñas, que no está nada mal. Inauguró el Festival de Málaga, ahora vamos a la sección Made in Spain del Festival de San Sebastián, iremos a Marsella, a otro festival en Italia... Para nosotros, sólo el hecho de que se estrenara y tuviera cierta repercusión era más de lo que estaba previsto. Es una película curiosa y siempre hay dos o tres escenas que hacen reaccionar. La he visto con público y lo he comprobado.

Si tuviera que elegir entre ser guionista o director, ¿qué elegiría?

¡No podría! Son dos cosas completamente distintas. Yo creo que la labor más creativa, aunque se empeñen mis compañeros directores, es la de escribir, porque no tienes nada y a partir de ahí empiezas. El director no deja de ser como el director de orquesta, que tiene una partitura escrita y lo que tiene que hacer es organizar a todos los músicos para que eso suene y suene bien. Evidentemente también tiene labores creativas: la planificación, colocar la cámara, el punto de vista, el encuadre, el tono... Pero al fin y al cabo es como un testigo, un primer espectador de lo que está ocurriendo ahí. Es muy intenso: mover a la gente, al equipo, visualizar. Son dos trabajos muy apasionantes.

Diferentes y complementarios...

Eso es. El de guionista, aunque trabajes con otra gente, suele ser muy solitario y el de director mucho más narcisista: tienes ochenta personas que hacen lo que a ti te da la gana. Un lujo. Terminas de rodar, al día siguiente llegas a casa, te dicen: “baja la basura” y te das cuenta de que la vida es otra cosa.

¿En qué está trabajando ahora?

Tengo pendiente de exhibición un telefilm que escribí y dirigí sobre un personaje muy curioso, un mentalista llamado Fassman de nombre artístico y que se emitirá en La 1 de TVE y TV3. También estoy trabajando un guión con Fernando Colomo para que lo dirija él y me han fichado en Cuéntame como guionista de la próxima temporada y para las lecturas de guion con los actores. Y hay por ahí un posible proyecto de serie para Movistar.

Es sobrino del trompetista Rudy Ventura y primo de Yolanda Ventura, la que fuera ficha amarilla del grupo musical infantil Parchís. ¿Qué fue de aquel proyecto de documental sobre ellos del que presentó algún adelanto hace unos años?

Sigue en marcha con otra gente en Barcelona. Desgraciadamente yo tuve que abandonarlo por falta de tiempo, pero mi vinculación con el grupo es muy especial porque los acompañé durante dos años, los que considero los más apasionantes de mi vida. Antes de dedicarme profesionalmente al cine -porque yo empecé tarde, a los treinta-, me surgió la oportunidad de acompañarles al extranjero. Iba en calidad de profesor y recorrí con ellos toda América, desde San Francisco a la Patagonia.

Llevaban vida de rockeros...

¡Sí, pero siendo niños! Es que se pasaba por todo tipo de situaciones: desde volar en aviones privados para ir a jugar con los hijos del presidente del país hasta viajar en autobús por la noche en pleno Amazonas. Había un poco de todo, era como una película. Vivencias irreproducibles porque sería la película más cara del mundo. En ese momento eran como los Rolling Stones: llenaban dos días seguidos ellos solos el estadio Azteca de México, el más grande después de Maracaná, con capacidad para 100.000 personas, una brutalidad. Y verlo de cerca en un sitio privilegiado fue muy interesante, porque ocurrían cosas muy positivas y otras tremendas. Con el proyecto se pretendía hablar de una generación, de la gente de treinta y muchos, cuarenta y algo. El documental que están haciendo ahora habla más de lo que fueron y lo que son ahora los miembros del grupo.

¿Qué película ha visto recientemente que le haya gustado?

La última que he visto es La Visita, de Shyamalan, que me hizo gracia porque vuelve a sus orígenes en una producción muy pequeñita, que se puede hacer en 10 días y con dos euros. Anacleto o Misión imposible son comerciales y divertidas. Fuerza mayor, sueca, me sorprendió muchísimo. Veo mucho cine y compro de todo.

No tiene perfil en las redes sociales. ¿No las utiliza?

Para el trabajo sí utilizamos mucho Internet, pero no me gusta la idea de obsesionarme con ver qué se dice de la película en el instante de su estreno, así que no tengo cuenta en Facebook ni Twitter. Aparte, considero que estamos demasiado “apantallados”. Mi hijo mayor está con el móvil a la vez que come. No estoy de acuerdo con ese tópico de que ya no hay comunicación y tampoco digo que se vaya a perder. Pero lo que hace Internet es que crea una cultura muy delgada, muy fina. Cuesta dedicar más de 20 segundos a cada cosa, se profundiza muy poco. Esta arma tiene cosas buenísimas y muy malas. Si eres un ser enfermo y perverso, encuentras gente como tú. Antes, un pederasta vivía sus miserias solo. Pero ahora encuentra un grupo y se dice: “ya soy de los vampiros”. Normalizar cosas así es tremendo.

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