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Con la RGI, primero cumplir la ley
En estos días hemos vuelto a leer sobre nuestra RGI. No sé si habrá otro lugar de Europa o del mundo donde una política del Estado de Bienestar como es la de Garantía de Ingresos llene tanto espacio en los medios generalistas. Desde luego se trata de un fenómeno que bien podría ser objeto de tesis en las escuelas de periodismo. Pero también en las facultades de ciencias políticas. Y en las de marketing en general y marketing político en particular.
De lo primero que corresponde hablar cuando hablamos de RGI en esta ocasión es de la importancia de que las leyes se cumplan. De la misma manera que es importante que las leyes evolucionen y se modifiquen.
Como seguramente sepas si estás leyendo este artículo, al Gobierno vasco le ha pillado por sorpresa la subida del 8% del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en España. Un concepto económico de carácter político y, por lo tanto, sujeto a vaivenes más allá de la lógica económica pura, o de una determinada lógica económica. Un valor que es fundamentalmente referencial. Cuando el Estado fija una subida en el Salario Mínimo Interprofesional ni está fijando el salario que cobra un trabajador ni está fijando una subida generalizada de salarios en ningún sector productivo.
Se trata de un valor de referencia para su utilización en operaciones diversas. Funciona de una manera similar a como lo hace el Euribor en los préstamos, si se me permite la comparación. Por lo que su papel en la legislación vasca de garantía de ingresos no le es extraño. Se puede debatir si es el valor más adecuado para establecer la cuantía de la RGI o no lo es. Algo que ya se hizo en 2008, con una resolución en sentido positivo. Y no ha vuelto a haber debate sobre esta referencia hasta que el Gobierno de España, por el acuerdo que mantiene con el PSOE para su precario sostenimiento, se ha visto obligado a incrementar la cifra del SMI en una notable cantidad.
De aplicarse de manera automática, tal y como establecen las leyes vascas 8/2008 y 4/2011 que regulan la RGI, supondría un notable incremento de la partida para este concepto. Unos 30 millones, nos dicen. De esta manera el Gobierno vasco, de forma unilateral (o bilateral según se mire, teniendo en cuenta su composición bipartita), ha decidido tomar la calle de en medio. Una calle que conduce a un incumplimiento de la ley, probablemente a través de la fórmula de convertir la Ley de Presupuestos Generales de la CAV de 2017 en un contenedor de medidas de gobierno adyacentes a la del mero establecimiento de las cuentas públicas para el año entrante.
¿Es necesario un replanteamiento de las normas que regulan la política de garantía de ingresos en Euskadi? Probablemente. ¿La no subida del 8% (entre 50 y 80 euros por prestación en función del tamaño de las familias) varía la situación de las familias perceptoras de manera sustancial? Probablemente no, aunque en las cuantías de esta prestación esas cantidades sean apreciables. Sin embargo, la medida, inesperada e insólita, ataca con dureza una de las señas de identidad del modelo vasco de bienestar.
Un modelo basado en el prestigio de su sistema de prestaciones. Y lo ataca porque, por primera vez, se pone en cuestión de manera urgente y sin un debate sereno ni serio, sino con improvisación política, el acuerdo de 2008 sobre la forma de cálculo de la prestación. Ni tan siquiera la decisión del Departamento de Hacienda y del Gobierno en su conjunto en los Presupuestos de 2012 de establecer una quita del 7% en las cuantías finales, es comparable. Porque en aquel momento la reducción de todas las partidas presupuestarias fue aún mayor que ese 7% y porque ese cálculo se hacía al final del proceso de tramitación de la prestación. Es decir, no ponía en tela de juicio el sistema de cálculo establecido en sede parlamentaria.
En este caso la medida se aprovecha para cuestionar el sistema. Y lo hace de forma alegre y poco meditada, a mi modo de ver. Lleva a los dos partidos a un territorio cercano al del PP. Un partido que siempre ha cuestionado esta política y que ha jugado con ella de la peor manera. Dos partidos que habitualmente han vertebrado este país y que han sido artífices (como PNV, PSE o Euskadiko Ezkerra) de las mejores políticas de bienestar que hacen de Euskadi un mejor lugar para vivir.
Una cuestión práctica y técnica. ¿Si el SMI deja de ser el referente para el establecimiento de la cuantía de la RGI, cuál será su sustituto? Porque una medida como la que pretende el Gobierno establece una situación interina insostenible. La RGI dejará de ser el porcentaje establecido por la Ley vigente y pasará a ser un porcentaje del SMI del 2016 más el IPC de 2017. Enrevesado. Chapucero.
Se dispone del IPREM. El Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples. Un indicador habitualmente usado en España para el establecimiento de becas, ayudas públicas diversas pero que, específicamente, en la tramitación de nuestras leyes de RGI fue descartado. Cabe pensar que si se cambia la ley se piense en este referente u otros si los hubiera. Y no simplemente en disminuir el porcentaje del SMI para el cálculo.
Sin embargo, tras estas cuestiones, ciertamente áridas para la “población civil”, no quiero dejar de mostrar mi disconformidad con un término del debate que es clave y que, sin embargo, suele utilizarse al revés. La política de garantía de ingresos ha sido relacionada por las sucesivas leyes con el mercado laboral, entendiendo que es el empleo la mayor fuente de inclusión económica y social. Se ha escrito en los textos legales. Se ha repetido hasta la saciedad en las comisiones, parlamentos y ruedas de prensa. Y mientras este relato se hacía, la situación del mercado laboral vasco y español no ha dejado de empeorar y 'americanizarse'. Así son cada vez más los trabajadores y trabajadoras pobres que requieren de una RGI para completar sus ingresos.
Muestra el Gobierno su disgusto con este hecho y se fija como objetivo que el porcentaje de trabajadores que completan sus ingresos con RGI se reduzca. Como si dispusiera de una varita mágica que acabara de un plumazo con la precarización del mercado laboral local y europeo. Como si Lanbide o Lehendakaritza pudieran decretar que esto no fuera así. Si lo que pretenden es que menos trabajadores pobres estén cobrando la RGI, sin duda la medida elegida es la acertada. Haciendo que la prestación no crezca en la misma medida que el salario de los trabajadores pobres (más afectado por la cuantía del SMI) lo van a conseguir a fuerza de expulsar a empleados empobrecidos del sistema. No porque sus empleos y salarios o tiempos de trabajo mejoren, sino porque sus mismos salarios de pobreza les irán dejando fuera de una renta menguante.
Defender que el perceptor de la RGI debe mostrar su cercanía al mundo del empleo al mismo tiempo que se defiende que el Salario Mínimo Interprofesional es algo que solo atañe al mercado laboral y a quienes disponen de trabajo es una contradicción antológica.
Si se quiere abordar un debate serio sobre esta prestación, sus cuantías, sus niveles de cobertura, el tamaño de las familias que la perciben, el tiempo de percepción o cualquiera otro de los importantes detalles que rodean a una prestación extraordinariamente compleja, no debemos perder de vista el nivel de precariedad del empleo en nuestro País, la situación que se avecina para muchos trabajadores sin cualificación que deberán enfrentar un mundo en el que las gasolineras se atienden solas o los supermercados podrán hacerlo en breve. Una industria que necesitará más tecnología para el big data y la mejora de los procesos productivos mediante robots y menos mano de obra. Un mundo en el que algunos no lograrán jamás su inserción social mediante los recursos económicos que proporciona un empleo. No tanto porque no dispongan de él, sino porque su salario no será suficiente.
Un aspecto colateral de todo este asunto es el impacto de esta medida entre la población de menos recursos que ha venido quedando fuera del sistema de protección de la RGI por cuantías muy pequeñas. Se trata probablemente de una población que pone en muchas ocasiones en cuestión el sistema porque, a pesar de su precariedad, el mismo no llega a atenderles de la manera que les gustaría. Quizás incluso configuran una buena cantidad de votantes a los que esta medida mira de reojo, como diciendo “no penséis que el sistema es tan generoso con quienes siempre cobran, con los que se aprovechan, con los que alargan tanto su percepción”.
A esta población hay que explicarles que esta medida les aleja más que nunca de poder acceder a una prestación del sistema. La subida de la misma de acuerdo al SMI hubiera permitido la entrada de una parte de esa población fronteriza que es lo suficientemente pobre como para no acceder a unos mínimos de bienestar, y que sin embargo disponen de demasiados ingresos para ser atendidos por el sistema. Aquí se deben incluir multitud de pensionistas. Todos ellos podrían haber accedido a pequeñas cuantías de RGI y, caso de no disponer de una vivienda en propiedad, a la cuantía completa de la Prestación Complementaria de Vivienda. Y de la misma manera hubiera ocurrido con las Ayudas de Emergencia Social, que están vinculadas al importe de la RGI.
Es en este contexto en el que la consejera Beatriz Artolazabal ha propuesto esta medida inédita y equivocada. Una medida que no producirá empleo, ni ahorro, ni riqueza, ni bienestar. Una solución equivocada a un problema de presupuesto que, en lugar de optar por las acertadas medidas de incentivo de la economía entre quienes menos capacidad de gasto disponen, opta por la vía más liberal de esta nueva Europa que nadie quiere. Una Europa que después de ocho o nueve años de medidas fracasadas para paliar la crisis económica y del mercado laboral, sigue optando desde Euskadi por la cortedad de miras y las soluciones de urgencia e improvisadas.
Pedro M. Sánchez fue director de RGI en el Gobierno del lehendakari Patxi López
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