Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

La suerte del jugador

Trijueque (Guadalajara) en 1937

0

Adolf Hitler creía que la historia estaba de su parte, que él era un regalo único al pueblo alemán. Desde su punto de vista, no le faltaban razones para creérselo. De ser un joven solitario, un medio vagabundo que pintaba y vendía postales para matar el hambre, había llegado a finales de 1940 a casi conquistar toda Europa, y estaba a punto de hacerse el hombre más poderoso del mundo. Hasta ese momento, había ganado todas sus apuestas. En 1933, cuando su partido empezaba una dinámica de declive, había insistido y conseguido de las élites conservadoras alemanas que le hiciesen canciller. En unos meses, había marginado a quienes le habían puesto en el cargo. Después violó todas las obligaciones del Tratado de Versalles: dejó de pagar las reparaciones de guerra, creó un ejército, remilitarizó Renania y, a pesar de su debilidad inicial, nadie se le opuso. Confiado en su fortuna, se metió de lleno en la guerra civil española, se anexionó Austria, destruyó Checoslovaquia, y tampoco pasó nada.

Entonces fue a por Polonia. Mientras arrasaba este país, Francia y Reino Unido bombardearon con octavillas el muy débil flanco oeste de Alemania. Sus ejércitos se quedaron sin municiones, pero nadie les atacó. La suerte estaba claramente de su lado. Una vez más tomó la iniciativa y entre abril y junio de 1940 invadió y venció a Dinamarca, Noruega, el Benelux y, la joya de la corona, Francia. ¡Había derrotado en seis semanas al país que el Káiser no pudo tomar en cuatro años y medio!. El Reino Unido aguantaba, por ahora, esperando ser salvado por los Estados Unidos o por la Unión Soviética. El elegido de la providencia decidió doblar la apuesta y acabar, siempre por ahora, la jugada: en junio de 1941 invadió a la Unión Soviética. Él, que lo sabía todo, estaba convencido de que los subhumanos eslavos judaizantes caerían en pocas semanas. El Reino Unido se iba a rendir y, por fin, llegaría el momento de ajustar cuentas con América. Ya puestos, cuando Japón atacó Pearl Harbor en diciembre de aquel año, le declaró la guerra a los Estados Unidos. Sus apuestas costaron unos cuarenta millones de vidas.

Los años treinta y cuarenta fueron muy prolíficos en jugadores del casino de la historia. Unos acabaron mal, como Hitler. Este, en sus últimos días todavía esperaba un milagro como el que le sucedió a su admirado Federico el Grande, y celebró la muerte de Roosevelt creyendo que el prodigio había sucedido. Se voló la cabeza unos días después, no sin antes echar la culpa a los alemanes de la derrota por no estar a su altura, la de él, claro. Tampoco acabó muy bien (colgado boca abajo unos días antes, después de que su cuerpo fuera pateado por una turba en Milán) su amigo Mussolini, otro genio que se había apuntado a la ruleta. De ser un exsocialista fracasado en 1919, tres años después, a base de crímenes y alianzas con la reacción, era Duce, y un señor muy bien tratado como estadista serio por las gentes de orden de todo el mundo. Con ser mucho, para él no era bastante. Lanzó gases tóxicos contra los nativos libios, somalíes y etíopes, construyendo un imperio a base de genocidios. Financió el asalto a la República española; y luego armó y prestó soldados a los rebeldes en la guerra que se desató. En 1939 invadió y se anexionó Albania. Las potencias occidentales le castigaron con protestas de boquilla. Pero no había ganado bastante aún. En junio de 1940 atacó a Francia, ya vencida, por la espalda, y estaba seguro de que se iba hacer con las colonas británicas, país que él pensaba estaba a punto de rendirse. Entre unos crímenes y otros, fácilmente acabó con un millón de almas.

No todos los jugadores acabaron mal. Franco también ganó a la ruleta varias veces. De apuntarse a la Guerra Civil para jubilarse un día de Alto Comisario en Marruecos, en unas semanas, gracias a la muerte de José Calvo Sotelo y de José Sanjurjo, se encontró al frente del bando rebelde. Luego la muerte también le quitó a Emilio Mola de en medio. Todo por la Gracia de Dios. Pero tampoco él tenía bastante: quería un imperio. Vio su oportunidad cuando cayó Francia. En Hendaya, en octubre de 1940, le ofreció a Hitler entrar en guerra a cambio de que este le quitase a aquella colonias y que se las diese a él. A la postre, el dictador alemán le hizo un favor al Caudillo y no aceptó su apuesta. Pero el señor de las Españas quería seguir apostando, y mandó la División Azul a combatir a la Unión Soviética. Por fortuna para él, nadie le declaró la guerra. Al final, en 1945, a diferencia de sus colegas alemán e italiano, la apuesta acabó en nada para él, pero no para sus súbditos, que tuvieron que malvivir bajo su mediocridad humana treinta años más. Entre la guerra y las hambrunas de postguerra perecieron unos 700.000 españoles.

Por su parte, los jugadores con fichas marxistas no se quedaron cortos. Stalin, en 1932 decidió, contra el consejo de los expertos que aún se atrevían a hablar, que él iba a cambiar para mejor la agricultura soviética. Un detalle fue que provocase una hambruna en Ucrania y Kazajistán que mató a unos cinco millones de personas. Luego jugó con el diablo, aliándose con Hitler para conquistar Polonia, los países bálticos e incluso Finlandia. La cosa salió mal, pero no para él. Pese a que Hitler le traicionó y casi le derrotó, Stalin acabó siendo aclamado en 1945 por los suyos y por parte del mundo biempensante como un genio. Su cálculo errado había costado a la Unión Soviética más de treinta millones de vidas. Pero como no tenía bastante, hasta su muerte en 1953 siguió matando y encarcelando a millones de personas más, ahora que también controlaba media Europa.

Su colega Mao Zedong tampoco anduvo timorato. Sus intentos de transformar China de golpe forzando las leyes económicas convencionales —el hombre se consideraba un genio y un gran poeta— con el Gran Salto Adelante en 1958 y la Revolución Cultural una década después acabaron con la vida de entre treinta y cinco y cincuenta millones de chinos. Por su parte, el hijo de Stalin y Mao, el norcoreano, y también talento sin par, Kim Il-sung, decidió en 1950 que no tenía bastantes esclavos, e invadió su vecino del sur. Cuando acabó la guerra en 1953, en parte gracias a la generosa aportación de la aviación americana, habían perecido tres millones y medio de almas, la inmensa mayoría de ellas civiles. Pero Kim siguió en el poder, y a su muerte legó su Arcadia feliz a su hijo, y este al suyo.

Vladímir Putin es otro dictador ludópata. No sabemos si expirará en su cama como Franco, Stalin, Mao o Kim, o muerto en cualquier sitio como Hitler o Mussolini. Lo que sí sabemos es que, como todos esos individuos, Putin apuesta con las vidas de otros; a los que ama tanto que no le importa que mueran.

Etiquetas
stats