Esta Casa (Real) es una ruina
Poco dura la alegría en la casa del monarca. Cada día un sobresalto peor que el anterior, el camino más recto para la muerte de una institución cuya vida útil depende de su capacidad para generar certidumbre y estabilidad, no para ir depredando la credibilidad de las demás. La Hacienda Pública, la Fiscalía, el Poder Judicial, el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo… una tras otra, por causa de los escándalos reales, todas las instituciones del Estado han tenido y tienen que asumir decisiones difícilmente defendibles, pero comprometidas por la responsabilidad de preservar nuestro sistema institucional.
No existe cortafuegos que pueda resistir semejante presión. Primero la abdicación, luego el exilio, después la yenka de las regularizaciones fiscales y ahora la investigación por cuatro delitos -blanqueo, cohecho, tráfico de influencias y delito fiscal-, que pueden conllevar hasta 16 años de cárcel. Lo de Iñaki Urdagarín fue un paseo por el parque comparado con el escrito de la comisión rogatoria de la fiscalía a las autoridades suizas ¿Qué será lo siguiente? Es lo único prudente que cabe preguntarse. La respuesta es que solo el cielo lo sabe. Si la fiscalía formaliza sus acusaciones, el resultado puede ser una condena a prisión para un rey. Si las archiva, será fácil alimentar la teoría del encubrimiento. Así se paga el deterioro institucional que padece nuestro sistema.
El emérito alega que se desprecia su presunción de inocencia. No le falta razón. Pero fue Juan Carlos I quien primero la despreció al salir huyendo en vez de quedarse a asumir su responsabilidad, o ponerse a ejecutar regularizaciones fiscales con la clásica estrategia del Tío Gilito: a ver si me puedo ahorrar unos eurillos mientras no me pillen.
Alegan los defensores del actual monarca, Felipe VI, para desconectarle de la bomba de racimo en que se ha convertido su padre, que debe separarse a la persona de la institución. Pero entonces seríamos una república, no una monarquía y Felipe VI estaría ahí por elección, no por llevar un apellido y ser hijo de su padre. Además, el argumento tiene muchas posibilidades de acabar resultando peor remedio que la enfermedad. Las pocas encuestas fiables que se hacen en España sobre la monarquía no mienten. La valoración de la monarquía aguanta a duras penas sobre el aprecio de las generaciones anteriores a los años 80; se sostiene sobre el padre, no sobre el hijo. Cada nueva generación entiende, aprecia y valora menos una institución percibida como superflua.
Alegan también la ejemplaridad del hijo para alejarle del padre. Pero cuesta ver la ejemplaridad en contar, mediante un comunicado emitido al día siguiente del primer estado de alarma, que un año antes de que empezara a detonar el escándalo su majestad se fue a un notario en privado a dejar por escrito que no sabía y a renunciar a una herencia a la cual solo podrá renunciar cuando muera el causante. O en las cuentas de una Casa Real donde no se incluye la totalidad de sus costes. O en algo tan pueril como saltarse las regulaciones sanitarias para que toda la familia, más el fotógrafo, despida a la heredera en la misma puerta de embarque de Barajas.
En los ochenta, los años dorados del juancarlismo, triunfó una brillante comedia del gran Richard Benjamin: Esta casa es una ruina. Narraba las desventuras de una pareja al trasladarse a una mansión que parecía una ganga, pero poco a poco se va deshaciendo en ruina mientras se come sus ahorros y su paciencia. Parece una premonición de cuanto le sucede a la actual Casa Real; con las diferencias de que, ni Felipe VI es Tom Hanks, ni Letizia es Shelley Long, y nunca veremos aquí aquel legendario plano de los operarios llegando en sus Harley Davidson.
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