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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

“¿Qué le parece lo que le están haciendo al rey por culpa de Pablo Iglesias?”

Juan Carlos I sintió dolor, satisfacción y orgullo en el día de su abdicación

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Para llegar a esa pregunta que formulaba, sin sonrojo, este martes por la mañana una mujer en las calles de Santiago de Compostela, han de confluir precisos factores y todos ellos se dan en esta desgraciada España. Ella no es la única, voces en las emisoras de radio no han parado de diseminar ese mensaje en compás con otros medios. Lograr ocultar y dar la vuelta incluso a la escandalosa conducta del que fuera rey de nuestro país, Juan Carlos de Borbón, es una obra maestra de la ingeniería de la manipulación y la ocultación. Y comulgar con el robo y la corrupción se ha revelado como una cuestión ideológica que la confirma como seña de identidad de la derecha. Afortunadamente, no todos muerden el anzuelo, pero solo con quienes lo tragan ya tenemos suficiente tragedia.

Y en la cúspide, él. Se va, dice. Por su voluntad y sin dar la cara ante la ciudadanía, ni siquiera para un falso “lo siento mucho, no volverá a suceder”. Por carta dirigida a su hijo y heredero como si fuera un asunto de familia y no la jefatura de un Estado de Derecho del siglo XXI. Sin la menor autocrítica, ensalzándose a sí mismo y sin asumir responsabilidades. Juan Carlos I, en su despedida forzada, demuestra lo que ha sido su reinado y las huellas que deja en España. Una concepción casi medieval de la monarquía, con poderes y derechos absolutos para saltarse leyes y normas con la impunidad de la inviolabilidad que supuestamente le protege. Y dejando una Corte, crecida a su sombra, que adolece de las mismas desviaciones que él.

Lo peor ahora es constatar, con total desolación, que quienes mueven los hilos en España comparten con Juan Carlos de Borbón su misma laxitud ética. Sus privilegios, atajos y excepciones. La visión de las mochilas cargadas que no dejan moverse ni a algunos que deben sentir bochorno de sus elogios a un ser que dilapidó el personaje que se había construido por pura voracidad en su pasión por el dinero y el sexo. Dado el historial familiar, cabía preverlo. Pero es cierto que las circunstancias que concurrían, saliendo de una dictadura atroz y enormemente larga, le ayudaron. Y lejos de frenar a Juan Carlos –que pudo haber ocurrido– animaron sus objetivos. Da auténtica vergüenza ajena oírles hablar de “servicio a España” sobre alguien que se ha lucrado de tal forma gracias a su puesto. Todos los “presuntos” que le cuelgan en sus “desviaciones” con el dinero lo han confirmado prácticamente tanto él y la familia, como las evidencias ante la justicia suiza.

Lo ocultaron con maestría. Lo poco que podía saberse quedaba bajo el halo de una protección a la figura monárquica, confirmando el anormal contexto que se vivía en España. La crítica sería casi atentar contra la débil democracia, nacida de una Transición en la que tuvieron enorme peso los vencedores. De forma tan extrema que quedaron exentos de toda responsabilidad por sus crímenes. Los silencios de ayer eran, en cambio, para tapar las corrupciones; los elogios de hoy, para consolidarlas.

Aterra ver las reacciones de políticos y medios en España ante la vergonzosa actitud de Juan Carlos I, tanto en sus tropelías como en la forma de marcharse. Añadamos para completar el show las pesquisas sobre su paradero. Porque un país que cuenta con todos estos prebostes en su funcionamiento tiene un problema muy serio, de presente y de futuro. Comprenden y admiten perfectamente la corrupción. A un rey (¿y a quiénes más de ellos?) le está permitida a cambio de no sé qué servicios que, por supuesto, entran dentro de las obligaciones del cargo y no son un regalo condescendiente a los súbditos. Con seguridad hay gobernantes en el mundo que no necesitan lucrarse indebidamente para ejercer su labor y en favor de ciudadanos de pleno derecho, además.

Se evidencia que a la Corte de los Borbones no les gustan los resultados de las urnas. La sociedad que se ha abierto paso a pesar de ellos se ha situado en un país en el que venía cabiendo la esperanza. Es repugnante escuchar a toda esa masa de vasallos que para defender a Juan Carlos culpan a la parte más progresista del gobierno. Hoy, vuelven a arrojar esas culpas a las espaldas de Pablo Iglesias, por haber calificado de “indigna” la “huida del Rey”. Hasta RTVE, obligada más que nadie a una información objetiva, se cebó con ello. Y cala en sectores de la población, huérfanos de cerebro y, en su caso, decencia. De ahí que se atrevan a creer ese “lo que le están haciendo al rey por culpa de Pablo Iglesias” que firmarían las plumas más reputadas del conservadurismo mediático, pasando por buena parte del resto de la Corte periodística y política. Pues menos mal que hay alguien que al menos alza la voz en crítica. Miles de ciudadanos, estupefactos, lo agradecen.

Edmundo Bal, portavoz del partido de ultracentro Ciudadanos, dice que son inadmisibles las declaraciones de “un vicepresidente que ha prometido la Constitución delante del Rey”. Al parecer en las exigencias morales de esta turbia derecha española no cabe pensar que el primer obligado a cumplir la Constitución y todas las leyes y normas de un Estado de Derecho es su cabeza máxima: el jefe del Estado. Insisten en la rueda de prensa de Sánchez y le preguntan “cómo pueden convivir en un gobierno personas que defienden las instituciones y quien considera que es una actuación indigna la de Juan Carlos I”. ¿Se escuchan lo que dicen? ¿Quién ha desprestigiado la institución de la monarquía sino el propio rey emérito? Que se atrevan solo a formularlo como lo hacen es devastador para la ciudadanía decente. ¿Qué les enseña esta gente a sus hijos llamados a sucederles? 

Preocupante también que el gobierno le haya ocultado a su socio de coalición los planes del emérito y que negocie con Ciudadanos excluyéndolos –según la denuncia de Podemos–. Mal síntoma y torpeza doble por cuanto los 10 votos del partido de Arrimadas no crecen regándolos con vitaminas y siendo que, como he escrito tantas veces, en la derecha ultra española hay overbooking. Da la impresión de ser gestos que apacigüen a los partidarios de que nada cambie, soliviantados por la marcha del que era, al parecer, su argamasa.

A estas alturas y visto lo visto, es difícil mantener al margen de todo este tiznamiento al rey actual, que lo es por ser hijo de Juan Carlos. Múltiples razones lo empañan y algunas no son menores: la ignorancia marital de la infanta Cristina no cuela para el ingente caso de Juan Carlos. Sin olvidar que la Corte viene a ser la misma con algunos ceses y añadidos. Los que procuran, en todos los estamentos, que nadie interfiera en su cápsula de poder. Por supuesto que el gobierno de coalición, como insistía Sánchez en su comparecencia, ha hecho una labor encomiable al enfrentarse a una pandemia y a los otros “virus” que la acompañaban, pero la Corte borbónica no da tregua. El problema se ha evidenciado con crudeza: no es siquiera lo peor lo que ha hecho Juan Carlos de Borbón, todavía es más grave lo que queda.

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