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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Mañana es san Perón

Ciudadanos celebrando el triunfo de Alberto Fernández y Cristina Fernández en las elecciones de 2019.

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Sucedió hace ya tiempo. En esos días el padrecito Stalin gobernaba Rusia, Harry Truman los Estados Unidos, De Gaulle acababa de volver a Francia y Winston Churchill, ya ganada la guerra, perdía las elecciones: sangre, sudor y lágrimas. La India seguía siendo una colonia inglesa, el Ejército Rojo de Mao Tse Tung se refugiaba en las montañas, las naciones poderosas acababan de fundar las Naciones Unidas. Semanas antes habían muerto Adolf Hitler, Franklin Delano Roosevelt, Benito Mussolini, Joseph Goebbels, Ana Frank; semanas después nacieron Lula, Daniel Ortega, Neil Young y Francis Beckenbauer: el recambio no estaba a la altura. Días antes los americanos habían lanzado las primeras bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; días después Jean-Paul Sartre lanzaba, con una conferencia parisina, el existencialismo; en Nüremberg empezaba el juicio a los jerarcas nazis; en Estocolmo, Alexander Flemming recibía el premio Nobel por la penicilina. En esos días no había televisiones ni pastillas anticonceptivas ni perros huskie ni voto femenino ni computadoras personales. En Buenos Aires, como siempre, había quilombo. 

El 17 de octubre de 1945 fue un miércoles. Ese día, miles y miles de personas salieron a reclamar la libertad de un coronel de 50 años recién cumplidos que había participado en varios golpes y ocupaba varios cargos –vicepresidente, ministro de Guerra, secretario de Trabajo– en el gobierno militar que regía entonces la Argentina. Sus compañeros lo habían detenido dos días antes y mandado a la isla de Martín García, un páramo embarrado a pocos kilómetros de la capital.

Sus compañeros lo habían echado porque temían su ambición, su empuje sin pudor: era obvio que quería quedarse con todos los poderes. Los miles y miles lo reclamaron porque, desde la secretaría de Trabajo, había hecho a los trabajadores concesiones que los gobiernos argentinos nunca: indemnizaciones por despido, aguinaldos, paritarias, una justicia del trabajo. Lo cierto es que esa tarde los miles y miles inauguraron una historia en la historia argentina que sigue ahí, aunque no se sepa qué carajo es.

El movimiento que empezó aquel día se llamó, para sorpresa de tantos, peronismo. Desde entonces, el peronismo ocupó todos los lugares de la política argentina. Entre 1946 y 1955 fue gobierno –del propio coronel, ya general, Perón– y su política nacionalista y desarrollista incluyó cierta redistribución paternal de la riqueza y el encuadramiento de esos trabajadores nuevos, recién inmigrados desde las provincias, en sindicatos que les ponían orden y respondían al gobierno: algunos pensaron que era la mejor forma de armar un movimiento obrero, otros que fue el gran truco para desarmarlo. En esos años, cada 17 de octubre era la ocasión de otro encuentro de miles en la plaza de Mayo que terminaba con un canto ritual: “Mañana es san Perón,/ que trabaje el patrón” –para que el líder confirmara esa mezcla de religión y desafío decretando feriado el 18 o, dicho de otro modo: san Perón.

En 1955 el general Perón, que cumplía su segundo mandato, fue derrocado por otros militares y se fue: su exilio duró 17 años. En ese lapso sus seguidores fueron perseguidos por gobiernos militares y civiles, sus candidatos a elecciones proscritos cada vez. El peronismo se definía en “la Resistencia”: peleaba para volver a aquella vida de cierta prosperidad autoritaria interrumpida en el '55. Hacia fines de los '60, sin embargo, se fue dividiendo entre una rama, manejada por los grandes sindicalistas corruptos, más cercana a su líder –que se había radicado en la España de Franco–, y otra que incorporaba las ideas de revolución armada difundidas en la región por Guevara y Castro y proclamaba “la patria socialista”. 

Con estas dos alas contenidas por el discurso siempre ambidextro de su jefe, el peronismo consiguió el poder en las elecciones de marzo del '73; en julio el general Perón echó a su agente, el pobre Cámpora, para quedarse con la presidencia, pero murió al año siguiente y lo sucedió su viuda, Estela Martínez (a) Isabel. Entre 1974 y 1976 la pelea entre aquellos dos peronismos produjo muchas víctimas: desde el estado, el “peronismo de derecha” consiguió asesinar a muchos militantes del “peronismo de izquierda” –antes que un golpe militar lo expulsara del poder y completara su trabajo.

Durante aquella dictadura, que duró hasta 1983, la mayoría de los “peronistas de izquierda” fueron eliminados –o consiguieron exiliarse. Algunos de los “peronistas de derecha” que habían participado del último gobierno fueron presos de los militares; otros se acomodaron en sus ministerios. En 1983, en las primeras elecciones en diez años, el peronismo se presentó representado por sindicalistas negociadores y caudillitos prepotentes; sonaba a viejo, a corrupto, a inepto y fue derrotado, por primera vez en votaciones libres –y entendió que debía reformularse.

Desde entonces, el peronismo fue demócrata-cristiano y razonable con Antonio Cafiero, que quiso conducirlo frente a los alfonsinistas; neoliberal, privatizador, pro-americano y muy corrupto con Carlos Menem, que lo condujo y condujo al país durante toda la década del '90; nacionalista y estatista y progre con Chacho Álvarez, que se enfrentó al presidente en esos años. En 1999 perdió el poder por unos meses y lo recuperó por la fuga del presidente radical y terminó de instalar un mito central de la Argentina: que solo puede gobernarla el peronismo.

Volvieron a hacerlo, por supuesto, en medio de la crisis de 2001. El peronismo fue confuso, ajustador, desesperado con Eduardo Duhalde y los demás presidentes provisorios y, por fin, cuando todo se hundía y los políticos eran la peor lacra, todos ellos fueron rescatados por un gobernador austral que había seguido la política menemista en los '90 pero entendió que en los 2000 ya corrían otros aires. Néstor Kirchner recuperó ciertos clichés del discurso “de izquierda” de los años '70 y volvió a transformar al peronismo: le insufló esa retórica. Él y su esposa, que lo sucedió en 2009, guardaron al viejo líder muerto en un segundo plano: durante sus administraciones casi no se habló de él, y los suyos se definían más “kirchneristas” que “peronistas” –aunque usaron el clásico sistema peronista de asistencialismo clientelar, de sostenerse en los pobres que sus distintos gobiernos crearon a lo largo de 30 años de fracasos.

Y el peronismo sigue allí. Ahora mismo, tras la derrota kirchnerista en unas elecciones que no elegían nada, el gobierno de otro peronista supuestamente progre, Alberto Fernández, nombró como segundo a un ex gobernador peronista de una provincia pobre, nacionalista católico. Y en estos días se celebran quichicientos años desde aquel 17 de octubre –y los kirchneristas saldrán a la calle para tratar de revertir su derrota en esas elecciones de septiembre. Su referencia a un hecho sucedido hace ya tanto es puro peronismo: creen que puede servirles para recuperar algo del poder que están perdiendo. Al fin y al cabo el peronismo, a esta altura, es poco más –y nada menos– que eso: la mejor máquina que inventó la Argentina para producir, conservar y utilizar poder. Un aparato que se basa en una red espesa de favores mutuos, desde un puesto a una prebenda, desde una comisión a una promesa, desde unas chapas para el techo a unos kilos de harina; un aparato que ha gobernado más que nadie los destinos de un país que, cuando empezó, era pujante y casi rico y tiene, ahora, 40 por ciento de personas pobres.

Pero el peronismo, contra toda lógica, sobrevive a los desastres que ha causado. Una de sus grandes habilidades consiste en convencer a muchos de que la culpa la tienen siempre otros: el enemigo o, incluso, los demás peronistas. Para eso, su truco principal está en postular que el verdadero peronismo siempre es otro, o mejor otros dos: el primero, por supuesto –el de la Edad de Oro del General y Evita–, y el próximo –el que estamos forjando en estos días. Ése es el gran truco: el Efecto Ave Fénix. Para eso tuvieron que inventar la idea de la traición permanente: cada peronismo traiciona sus ideas, y por eso aparece otro que las va a recuperar.

Así, cada vez que un peronismo triunfa hace, ya en el poder, cosas muy distintas de las que prometía desde el llano. Entonces aparece, en el llano, un nuevo peronismo que promete hacer cosas muy distintas y se presenta como el verdadero peronismo. Hasta que llega al poder y empieza a hacer cosas muy distintas de las que prometía desde el llano. Entonces aparece, en el llano, un nuevo peronismo que promete hacer cosas muy distintas y se presenta como el verdadero peronismo. Hasta que llega al poder y empieza a hacer cosas muy distintas de las que prometía desde el llano. Entonces aparece, en el llano, un nuevo peronismo que. El resultado es extraordinario: siempre hay un peronismo dispuesto a reemplazar al anterior, que se maleó. Siempre hay un peronismo dispuesto a ejercer el poder que el anterior gastó. Ahora, sin ir más lejos, ya lo deben estar inventando.

Entonces vendrán unos que se adaptarán a las nuevas circunstancias, que serán derechistas bolsonaro o trotsquistas sin trotsky o nacionalistas judeo-cristianos de la fracción qumrán o patota fútbol para todes, pero seguirán usando el aparato y los estandartes de esta máquina implacable: que seguirán, entre otras cosas, festejando los 17 de octubre como si a esta altura, ochenta años y tantas vueltas después, alguien supiera qué cuernos significan. 

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