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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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Aina Gallego - @ainagallego

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¿Se puede defender una banca pública después de la experiencia de las cajas?

Rodrigo Rato

Sebastián Lavezzolo

La economía española sigue en crisis. Y a pesar de las “señales esperanzadoras” que dice ver la ministra de Empleo, los expertos no creen que esta situación vaya a cambiar en el corto plazo. Una de las razones fundamentales reside en la fuerte contracción del crédito en España. Después de un largo período de expansión (1996-2008) el crédito a empresas y a familias ha experimentado una acelerada reducción que no cesa. Esta situación es particularmente perniciosa para salir de la crisis, puesto que afecta en especial a la capacidad de las pequeñas y medianas empresas para generar empleo y competir en los mercados internacionales. Según una encuesta realizada por el Banco Central Europeo a PyMEs, España es el segundo país de la zona Euro en donde estas empresas declaran que el acceso al crédito es uno de los problemas más acuciantes para su negocio.

Ante este panorama existen algunas voces que defienden la opción de una banca pública como instrumento para reactivar el flujo del crédito. IU siempre ha estado a favor de la intervención pública en el mercado bancario. Tomás Gómez fue el primero líder del PSOE en alzar la voz, aunque Rubalcaba terminó coqueteando con la idea una vez intervenida Bankia. Pero hasta Núñez Feijóo (PP) ha defendido la banca pública como la solución “menos mala” ante la situación actual. No obstante, tras la reciente experiencia de las cajas de ahorros, la mera asociación entre políticos y banca pone los pelos de punta a cualquier ciudadano mínimamente informado.

La pésima gestión de las cajas de ahorros durante el auge inmobiliario junto al largo historial de fracasos de la banca pública en varios países parece un argumento de peso para rechazar cualquier iniciativa que implique ligar la gestión de entidades financieras con gobiernos, sean del color que sean. Pero las experiencias pasadas no deberían ser motivo suficiente para descartar esta opción, pues con la misma lógica el modelo de mercado (banca privada) habría quedado también deslegitimado después de la actual crisis. El sólo hecho de nombrar a Lehman Brothers bastaría. Por tanto, antes de llevarnos las manos a la cabeza, sopesemos los argumentos en contra y a favor de la banca pública.

La mayoría de las críticas al modelo de banca pública giran en torno a la existencia de incentivos políticos que interfieren la gestión económica de las entidades financieras. Se suele argumentar que una banca controlada por políticos es esencialmente ineficiente en tanto y en cuanto la asignación del crédito no está motivada exclusivamente por criterios de rendimiento y solvencia. Los gestores de un banco público difícilmente pueden rehuir la tentación de hacer un uso clientelista o electoral de su política de préstamos. Líneas de crédito en condiciones privilegiadas a empresarios amigos, financiación a administraciones públicas afines o la inflación de préstamos individuales en años electorales son algunos de los ejemplos que insinúan como la banca pública puede terminar por convertirse en un instrumento político que poco tiene que ver con el negocio bancario.

De esta crítica se desprenden otras, como que la banca pública es un caldo de cultivo para la corrupción, que desdibuja los incentivos para maximizar beneficios, que genera problemas derivados de una restricción presupuestaria blanda, que crea incentivos de baja intensidad en el gobierno corporativo, etc., etc. Y a estas se le pueden sumar algunas otras de carácter técnico como la dificultad de la banca pública para adquirir el know-how de la banca privada. Pero, esencialmente, la idea es que la estructura de incentivos en la banca pública hace que los políticos sean malos banqueros.

Aunque parezca contradictorio, algunos de los argumentos a favor de la banca pública están relacionados con los principios que motivaban la existencia de las cajas de ahorro. La banca pública permite promover el ahorro y aumentar el acceso a servicios financieros a sectores de renta media y baja. Asimismo, es más proclive a financiar proyectos no demasiado atractivos desde el punto de vista del rendimiento del capital o que persiguen objetivos que van más allá de la maximización de beneficios pero que pueden generar externalidades positivas para la sociedad. No se debe olvidar que, en algún momento de su larga vida, las cajas de ahorro jugaron un papel fundamental en el desarrollo del tejido productivo de este país.

Por otro lado, la banca pública –se argumenta – puede ayudar a promover la competencia en el mercado de crédito así como obtener más y mejor información para los reguladores públicos. Pero la principal ventaja de la banca pública es especialmente evidente durante épocas de crisis. Un banco público cuenta con la capacidad de dar créditos a las PyMEs y a los negocios que la banca privada deja de asistir financieramente en momentos de contracción. A pesar de lo que digan los libros sobre la eficiencia del mercado en la asignación de recursos, no resulta muy arriesgado afirmar que hoy muchos proyectos viables se quedan en el camino por falta de financiación, no de talento.

Al margen de lo poco o muy convincente que resulte el contraste de estos argumentos para evaluar la conveniencia de la banca pública, lo cierto es que, hoy, los modelos mixtos (público y privado) gozan de un apoyo que hace dos décadas era inimaginable. La idea de que bancos de propiedad pública convivan con la banca privada ya no es tabú para el establishment financiero. De hecho, en los Estados Unidos 20 estados ya hayan tomado algún tipo de iniciativa legislativa relacionada con la banca pública.

Lo que indica esta nueva tendencia simpatizante con el intervencionismo es que la cuestión central no es sí la banca es o no pública, pero sí si es o no es solvente. Así, las bondades de los argumentos a favor de la banca pública deberían apoyarse menos en la retórica y más en el diseño institucional del gobierno corporativo. En este respecto los expertos señalan, entre otras cosas, la importancia de contar con mandatos bien definidos, identificando qué fallos de mercado se pretende solucionar, a qué sectores económicos se quiere asistir y cuáles serían los objetivos de eficiencia. Del mismo modo, es necesario que el negocio de la banca pública sea viable, es decir, que encuentre un correcto equilibrio entre los servicios a sectores no atendidos por el mercado y las inversiones más rentables.

Pero las experiencias exitosas de la banca pública (Canadá, Finlandia, Chile, Brasil...) indican especialmente que los aspectos más importantes en el diseño institucional son los relativos a las fuentes de financiación y a la competencia de sus gestores. En lo que se refiere a la primera, lo ideal sería que pudiesen financiarse en el mercado emitiendo bonos. Esto ayudaría a reducir la eficacia de las presiones gubernamentales a la hora de influir en la política de asignación del crédito, y el precio de sus acciones serviría como señal de su desempeño.

En lo que respecta la segunda, no puede ser más acertada para corregir lo que probablemente fue el problema más grave en nuestras cajas. La falta de formación de los miembros de las asambleas, consejos de administración y comisiones de control fue una condición necesaria para que los políticos hagan un uso indebido de dichas entidades. No extraña, pues, que el único trabajo empírico sobre los determinantes de la mala gestión de las cajas durante el boom inmobiliario demuestre que el problema no era solo que sus gestores fuesen políticos, sino que no tenían formación para estar donde estaban.

Hoy, tras la nacionalización de varias entidades, la intervención del Estado supone entre 20-30% del sector bancario. El gobierno del PP se ha comprometido a deshacerse de sus participaciones en un período de cinco años (con la posibilidad de obtener beneficios… o no). Pero, ¿por qué no conservar esas acciones y convertirlas en una banca pública? Para responder a esta pregunta, primero debemos evaluar si nuestro sistema político sería capaz de producir una regulación acorde con las claves mencionadas anteriormente. Otra cuestión es la voluntad política que, se supone, debería estar en función de las preferencias de los ciudadanos. De momento, solo sabemos –por una encuesta – que a pesar de las experiencias de las cajas existe una mayoría que sí estaría a favor de una banca pública.

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