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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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La disciplina de partido y el menguante poder del parlamento

Lluís Orriols

La rebeldía de los diputados del PSC en el Congreso en la votación de la semana pasada ha vuelto a poner de nuevo en la agenda pública el debate sobre la conveniencia de la disciplina de voto en los partidos. Ayer, Alberto Penadés exponía en Piedras de Papel una visión muy sugerente a favor de la disciplina de partido. Penadés defendía que la existencia de partidos disciplinados tiene efectos positivos en los sistemas parlamentarios pues ayuda a crear Gobiernos estables y permite a los ciudadanos poder escoger entre opciones claras.

Sin desmerecer tales beneficios de la disciplina de partido, en mi opinión Penadés olvida mencionar algunas de sus desventajas, que no son pocas. En estas líneas me quiero centrar en una de las que considero más importantes: el exceso de poder del Gobierno a costa de relegar el Parlamento a un papel secundario, en ocasiones rozando la irrelevancia. Este problema se produce especialmente en sistemas parlamentarios con dos grandes partidos como es el caso de España. Veamos por qué.

Uno de los pilares fundamentales del liberalismo clásico era el rechazo a la tiranía que, según esta corriente, inevitablemente suponía la existencia de un Gobierno fuerte. Los liberales en su lucha de intereses contra el Antiguo Régimen se dotaron de una poderosa arma contra la monarquía: el Parlamento. Esta nueva institución tenía como principal objetivo la defensa de los intereses de la nación (léase de la burguesía) ante la opresión que representaba el poder absoluto de la monarquía. El sistema parlamentario se fue gestando como una forma de controlar el poder del ejecutivo, entonces sustentado por la monarquía, y de defender los intereses de una creciente burguesía. Así, el objetivo que tenían en mente los liberales europeos en su lucha en pro de una democracia representativa era situar el Parlamento en el epicentro del sistema.

Actualmente, nos encontramos en un escenario diametralmente opuesto al que aspiraban esos primeros liberales. En efecto, el Gobierno cada vez acumula más poder y el Parlamento poco a poco ha quedado relegado a un papel en ocasiones ceremonial y de legitimación de decisiones ya tomadas fuera del hemiciclo. Esto es particularmente notorio en países con dos grandes partidos como en nuestro país. En estos contextos, la actividad legislativa está liderada “de facto” por el Gobierno, pues éste impone su criterio en el legislativo por medio de su grupo parlamentario.

¿Por qué el Parlamento ha perdido esa centralidad para la que estuvo originalmente diseñado? A mi modo de ver existe un elemento crucial detrás del ocaso del parlamentarismo: los partidos políticos.

En efecto, la crisis del Parlamento se origina con la aparición y consolidación de los partidos políticos. Muy probablemente a muchos lectores les parezca inconcebible una democracia representativa sin partidos. Pero, en realidad, los primeros liberales no tenían previsto que las democracias se estructuraran por medio de la lucha partidista. Los partidos no son una pieza original del sistema sino que nacieron posteriormente y muy a menudo en contra de la voluntad de la gran mayoría de la élite liberal de la época. Sólo hace falta leer fragmentos de los federalistas americanos para dar cuenta de ello. Por ejemplo, John Adams, el segundo Presidente de los Estados Unidos, hablaba de los partidos de la siguiente forma: “No hay nada a lo que tema tanto como una división de la República en dos grandes partidos, cada uno ordenado bajo su líder”. De hecho, el clima anti-partidista de aquella época se concretó en algunas democracias con la prohibición de los partidos hasta inicios del siglo pasado.

Los partidos políticos, que inicialmente tenían poco poder de coacción sobre los diputados, se fueron convirtiendo en estructuras jerárquicas con una fuerte disciplina interna. Nadie ha descrito mejor este proceso que Robert Michels en su clásico libro “Los partidos políticos” (1911). Analizando el partido socialdemócrata alemán (SPD), llegó a la conclusión de que los partidos inevitablemente tendían a constituirse en una oligarquía y a adoptar una disciplina casi militar a medida que la organización se volvía más grande y técnicamente más compleja. Según Michels, no importan los ideales democráticos con que nazca un partido. Todos, sin excepciones, acaban incumpliendo sus principios e imponiendo una estructura jerárquica en su organización (la “ley de hierro” de la oligarquía).

Y con ello llegamos a la paradoja en la que vivimos en la actualidad. El parlamentarismo fue diseñado con la vocación de que el Parlamento ocupara una posición central dentro del sistema. Sin embargo, el Gobierno ha conseguido, por medio de unos partidos oligárquicos y bajo una disciplina de partido casi militar, relegar el Parlamento a un papel secundario. Esta dinámica es difícil de romper, pues normalmente el jefe del ejecutivo es al mismo tiempo el líder del partido. Así, una sola persona (el Primer Ministro) acaba controlando de forma directa al ejecutivo y de forma indirecta al legislativo por medio del partido.

Con esta anotación no propongo volver al siglo XIX ni criticar la existencia de partidos políticos. En realidad, estoy convencido de que éstos son tan inevitables como necesarios para el buen funcionamiento de las democracias representativas. Mi objeción se centra en la existencia de partidos oligárquicos en países donde se producen habitualmente amplias mayorías parlamentarias. Es la interacción entre estos dos elementos lo que genera una grave disfunción del sistema, pues es entonces cuando las relaciones ejecutivo-legislativo se revierten, colocando al ejecutivo como poder predominante. Con ello, se cumple una de las peores pesadillas liberales: la quiebra de la separación de poderes a favor del ejecutivo.

En resumen, considero poco prudente ser excesivamente complaciente y poco vigilante con los partidos jerárquicos que imponen una disciplina de voto a sus diputados. Al menos, si aún creemos en las bondades que nos prometían los liberales con la limitación del ejecutivo y la separación de poderes.

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