Como muy acertadamente ha señalado Belén Barreiro en diversos foros, gran parte del debate actual se centra en un conflicto entre élites y ciudadanos. Estos últimos perciben que sus élites no sólo no les representan, sino que además consideran que las élites son unas privilegiadas. Para los ciudadanos, sus representantes políticos y el poder económico no han sufrido la Gran Recesión como el conjunto de la población. Además, creen que son impunes. La realidad, lamentablemente, parece estar dando la razón a los ciudadanos. No se entiende que haya tardado tanto tiempo en producirse la primera sentencia condenatoria contra aquellos que saquearon parte del sector financiero y que, además, no acaben en la cárcel si devuelven el dinero. Nada que ver con la vara de medir para el resto de los mortales.
Este discurso es el que ha alimentado el éxito de Podemos. Sus líderes se han presentado como un grupo de ciudadanos normales frente a la “casta”. De hecho, para Pablo Iglesias y sus seguidores el conflicto izquierda-derecha parece superado y en estos momentos el debate político lo han centrado en “ellos contra nosotros”, siendo ellos la élite y nosotros el conjunto de la población.
No obstante, este discurso tiene algunas fracturas. En primer lugar, me cuesta imaginar una sociedad sin élites. Es decir, incluso en los escenarios más revolucionarios, siempre existe una “vanguardia”. Dicho en otras palabras, la alternativa no puede ser que se acaben las élites, porque siempre está la necesidad de delegar determinadas tareas en un grupo de dirigentes.
En segundo lugar, si seguimos considerando que el mérito y el esfuerzo son valores defendibles en una sociedad, no podemos negar que hay diferencias individuales. Siempre hay gente que se esfuerza más que los demás y que valora el trabajo bajo parámetros distintos. Ellos, seguramente, deberían acabar formando parte de esa élite.
En tercer lugar, un cambio de élites puede ser una condición necesaria pero no suficiente para abordar nuestros verdaderos problemas: los cambios institucionales. De hecho, centrar el debate en exceso en la “casta” nos está apartando de lo realmente importante: cómo conseguir una democracia con instituciones más representativas y más participativas.
Por todo ello, el debate es otro y tenemos que responder a dos preguntas: ¿cómo debe ser esa élite? ¿Cómo debemos elegir a los dirigentes que nos representan dentro de las organizaciones?
Sobre la primera de las preguntas, creo que la situación actual exige perfiles distintos. Uno de los éxitos de Podemos es que se han mostrado ante todos como ciudadanos normales, siendo muchos de ellos muy cualificados. Con ello no sólo ponían de relieve la lejanía de algunas élites respecto de la ciudadanía, sino que también mostraban que algunos de los que nos dirigen adolecen de mediocridad. Esto último no es algo nuevo. La idea de que existe una selección adversa en las organizaciones políticas es algo que ya viene de lejos.
Y esto nos lleva a la segunda cuestión: ¿cómo seleccionar a las élites dentro de las formaciones políticas? No existen fórmulas mágicas. Tanto si usamos el método del dedo, del congreso o de las primarias nos vamos a encontrar siempre con múltiples problemas. Pensar que existe un método infalible que nos conducirá al mejor de los mundos es un tanto ingenuo. Los congresos no son menos democráticos que unas primarias si son realmente representativos. Es decir, si el resultado del congreso es lo que hubiese votado el conjunto de la militancia. El problema se produce cuando los cuadros intermedios de un partido se comportan de forma distinta a los integrantes de la formación política. Además, las primarias tampoco son la panacea de la democracia. Su mayor patología es la generación de hiperliderazgos y caudillismos. Dicho de otra forma, pensar que sólo es democrático elegir de forma directa al líder es pensar que una democracia parlamentaria no es realmente una democracia.
La gente de Podemos parece haber interiorizado parte de este discurso y dicen diferenciarse de los demás por su método. De hecho, si no llegaron a un acuerdo con Izquierda Unida es justamente por ello. Pero lo cierto es que la fórmula de Podemos es un tanto tramposa. ¿Tenían todos los que compitieron en las primarias ciudadanas las mismas oportunidades? ¿No había una élite dentro de la organización que tenía más visibilidad pública que los demás? ¿Acaso los que quedaron entre las primeras posiciones no eran más conocidos que los que acabaron últimos? De hecho, si esta crítica no fuese cierta, no entenderíamos por qué luego utilizaron la imagen de Pablo Iglesias en las papeletas. Dicho en otras palabras, incluso sus propias primarias acabaron adoleciendo de uno de los problemas que ellos denuncian: la existencia de una élite. Pero es que las élites son un elemento consustancial a cualquier organización.