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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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La crisis, Europa y el futuro de la democracia. Una lectura de “La Impotencia Democrática” de Ignacio Sánchez-Cuenca.

José Fernández-Albertos

Déjenme empezar con una anécdota personal. El pasado viernes, en el contexto de seminario internacional sobre la crisis de la eurozona en la Universidad de Zurich, un profesor americano me hizo la siguiente pregunta: “Sería muy interesante conocer cómo la gente cree que sería España fuera de la moneda única”. Con toda la candidez del mundo, le contesté que para alguien que leyera a algunos de los economistas españoles más reputados, la España fuera del euro es la España autárquica de los años 50, o la Venezuela actual. La sala irrumpió en una sonora carcajada. Como casi todos éramos politólogos, imagino que pensaban que estaba haciendo un chiste de economistas, una de nuestras debilidades.

Cuento esto porque llama enormemente la atención el contraste entre el debate público nacional y el académico internacional sobre la naturaleza de la crisis económica. En España, en función de la ideología de cada uno, la crisis es presentada como la consecuencia de un mal diseño institucional que promueve la corrupción y el mal gobierno, el resultado inevitable de los pactos políticos fundacionales de nuestro régimen democrático (la “cultura de la transición”, que llaman algunos), o una estafa propiciada por los grandes poderes económicos y sus aliados en el sistema político. Estas lecturas de la crisis en clave fundamentalmente nacional tienen profundas implicaciones políticas. Si la mayor crisis económica que España ha sufrido en medio siglo es el resultado de nuestras instituciones, de nuestra incapacidad para deshacernos de los nocivos legados de nuestro pasado, y de nuestros nefastos líderes económicos y políticos, igual lo único que nos frena de degenerar en la Argentina de Perón, la Venezuela de Chávez o la España de Franco es la existencia de instituciones supranacionales que nos tutelan, vigilan y controlan. Esta es una visión muy popular entre nuestra élite intelectual.

Fuera de España, al menos en los foros académicos, estas explicaciones resultan en el menor de los casos insuficientes, si no abiertamente ridículas. Por supuesto, no hay una interpretación unívoca y consensuada sobre las causas de la crisis. Pero es imposible no empezar reconociendo un hecho fundamental: y es que España, como Grecia, como Portugal, como Irlanda, o como Chipre, pertenece a la periferia de una unión monetaria imperfecta que ha alimentado desequilibrios en la época de bonanza, y que no dispone de mecanismos de ajuste en las fases de crisis. Todos los países que comparten con nosotros esa situación periférica están sufriendo variedades del mismo tipo de crisis.

Esta es una de las ideas centrales de “La Impotencia Democrática”, el nuevo libro de Ignacio Sánchez-Cuenca: con el método comparado en la mano, resulta muy difícil defender explicaciones “nacionales” de la crisis económica. Los países que han sido más golpeados por la crisis tienen marcos institucionales muy diferentes, sus democracias son el resultado de transiciones políticas nada comparables, y tienen estructuras económicas muy diferentes. ¿Cómo es posible que sean este tipo de factores los que expliquen que todos ellos estén sufriendo la misma crisis?

El método comparado también permite ver aquello que es específico de la crisis española. A mi juicio las más importantes peculiaridades de nuestra crisis han sido tres: la extraordinaria respuesta en términos de desempleo a las malas circunstancias económicas, el desplome de los ingresos públicos con la caída de la actividad (con las implicaciones que ello tiene para el déficit y la sostenibilidad de las cuentas públicas), y el drástico empeoramiento de los indicadores de desigualdad en parte como resultado de una acción del Estado muy poco redistributiva. Deberíamos averiguar por qué pasan estas cosas aquí y no en otros países. Pero pronto descubriríamos que ni el sistema electoral, ni nuestras instituciones políticas, ni la cultura de la transición parecen los lugares más apropiados donde buscar el origen de nuestras anomalías.

“La Impotencia Democrática” es a mi juicio impecable en esta crítica al debate dominante sobre la crisis en nuestro país. Pero la parte más sugerente del libro es quizá su reflexión final sobre en qué medida la crisis de desafección política provocada por la situación económica está degenerando en una nueva forma de gobierno, muy diferente del ideal que la mayoría de nosotros tenemos en mente al pensar en la democracia. El argumento de Sánchez-Cuenca es relativamente sencillo: las restricciones que el orden económico internacional impone hoy a los gobiernos nacionales son tan formidables (y exacerbadas en el caso europeo) que éstos se ven incapaces de responder a las demandas de la ciudadanía en el ámbito económico. Sin embargo, el hecho de que seamos sociedades ricas hace terriblemente costoso subvertir o alterar radicalmente el sistema político. Incapaces de transformar nuestras economías de acuerdo con las demandas de los ciudadanos, pero protegidos por el hecho de que las revoluciones parecen hoy inviables, nuestros regímenes políticos irán degenerando hacia la mera preservación de las libertades individuales. Quizá el hecho de que cada vez parezcan preocupar menos las cuestiones distributivas (¿las preferencias de qué grupos sociales pesan más a la hora de hacer políticas?) y más las de eficiencia (¿son los decisores buenos profesionales?, ¿son transparentes o corruptos?) sea ya un reflejo de esta transición hacia este nuevo modelo. Si aceptamos que los gobiernos son incapaces de llevar a cabo políticas que transformen nuestras sociedades y economías de acuerdo a nuestras demandas, cobra perfecto sentido que nos limitemos a exigir que sean transparentes y buenos gestores.

La conclusión desazonadora de Sánchez-Cuenca deja algunas preguntas sin responder. Si las sociedades ricas están protegidas de manera estructural por lo costosas que son las revoluciones, ¿qué garantiza exactamente que estos nuevos regímenes vayan a respetar las libertades de los individuos? Por otra parte, ¿estamos seguros de que la falta de propuestas de transformación social y económica es un problema de “oferta” (es decir, de la incapacidad de los políticos de ofrecerlos), o acaso no lo es también de “demanda” (¿hay hoy más demanda de redistribución y de intervención del estado en la economía como respuesta a las mayores desigualdades?). Y por último, ¿de verdad son totalmente inmunes las sociedades ricas a la emergencia de nuevas coaliciones políticas que busquen la transformación social? No tengo respuestas a estas preguntas. Pero agradezco a Sánchez-Cuenca que haya escrito un libro me obliga a hacérmelas.

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