No seáis malos. No me refiero a que estemos gobernados por monos. Aunque, como intentaré mostrar luego, sí que puede ser verdad que los incentivos para comportarse como primates –es decir, una lucha cainita para ser el macho o la hembra alpha– son relativamente altos en nuestro país. Con monocracia me refiero a una forma de organizar nuestras instituciones públicas. Es posible que muchas organizaciones en el sector privado también se rijan por el mismo principio, pero no estoy cualificado para entrar en ello aquí. Cojo el término de un clásico en teoría de la organización, Víctor Thompson, que denunció los problemas que se generan en toda organización donde hay una “única fuente de legitimidad” a la hora de determinar el destino de la organización; o sea, una monocracia.
Nuestras instituciones públicas son muy monocráticas, porque, en términos de gestión, responden de una manera directa a las instrucciones que les llegan de la “única fuente de legitimidad”: el partido en el Gobierno (que sea). Aunque suene repetitivo, tengo que insistir en un punto que creo que es fundamental para entender nuestra gobernanza pública: en España las carreras de políticos y funcionarios están íntimamente ligadas. Los políticos tienen una capacidad relativamente alta en comparación con países de la Europa Occidental (pero posiblemente cerca de la media de la OCDE; aunque es un tema difícil de calcular) para hacer nombramientos políticos y, al mismo tiempo, los funcionarios (y éste es un elemento clave) tienen posibilidades y gozan de muchos incentivos para desarrollar una carrera política. Por ejemplo, dudo que haya países en nuestro entorno con más ministros-funcionarios que el nuestro. En el Gobierno de Rajoy, casi todos.
En el extremo opuesto se encuentra el Reino Unido, donde, ya a finales del siglo XIX (vamos, que llevamos un poco de retraso) cristalizó lo que vino a llamarse el “public service bargain”, un acuerdo mediante el cual los funcionarios británicos (obviamente, los escalafones medios-altos de la administración, no profesores o médicos) renunciaban a tener una carrera política a cambio de que los ministros, a su vez, renunciaran a nombrar, despedir y recolocar funcionarios. Un saludable, a mi entender, pacto de caballeros: cada uno a su tarea, con espíritu de colaboración, pero sin subyugaciones. [Nota: si queréis saber más sobre el caso británico, Christopher Hood y Martin Lodge, de Oxford y la London School of Economics respectivamente, han estudiado mucho este tema, tanto en un libro conjunto, como en muchos artículos].
En otras palabras, la burocracia británica se convirtió en algo que podríamos llamar una “duocracia”, pues los funcionarios pasan a tener una doble lealtad o responden a dos legitimidades distintas: por una parte, las urnas y, por la otra, la reputación profesional entre sus colegas (peers). Los funcionarios tienen la obligación de seguir las instrucciones políticas, pero no de una manera “servil”, pues necesitan tener cuidado de que su exquisita reputación de neutralidad quede mancillada por algún episodio de excesos “izquierdistas” o “derechistas”. Con todos los problemas de coordinación que puede generar un sistema en el que recibes las órdenes de uno (el ministro), pero es otro (tus “pares”) quien decide sobre tu carrera, unos problemas maravillosamente capturados por la serie “Yes, Minister”, la duocracia es un sistema con grandes ventajas.
En primer lugar, las duocracias evitan el abuso de las instituciones públicas para beneficio del partido en el Gobierno. Lo contrario a lo que ocurre aquí. Hay muchísimos casos que podríamos poner, desde televisiones públicas hasta casi cualquier ente que haya recibido unos eurillos de dinero público, pero fijémonos en la politicización de las instituciones esenciales del imperio de la ley y orden; o sea, en la piedra filosofal de todo estado. Ignacio Escolar, en “Así funciona la policía del PP” y “Así funciona la fiscalía del PP” disecciona el uso que el partido en el Gobierno ha hecho de su poder monocrático sobre instituciones esenciales del estado de derecho. Por ejemplo, tras echar al comisario general de la Policía Judicial “a los seis meses por investigar el ático en Marbella del presidente de Madrid, Ignacio González”, el director general de la Policía Nacional destituye ahora a su sucesor y, de paso, también al jefe de la Unidad de Delitos Económicos (UDEF). La razón, señala Escolar, es que éstos “no habían sido capaces de parar algunos de los informes más duros de la UDEF contra el PP. El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, estaba muy molesto con la Policía por difundir los regalos de la Gürtel a la ministra Ana Mato y su viaje a Eurodisney”.
Algo así es simplemente inconcebible en un ministerio británico (ni en el de la mayoría de los países de la Europa occidental). Los políticos, sencillamente, no pueden controlar las carreras de los funcionarios –como si fueran marionetas– con esta libertad. Y no porque no haya PP en el Reino Unido, sino porque no hay una monocracia. Con lo que la serie de artículos de Escolar también podría llamarse “Así funciona la monocracia”.
Los efectos perversos de la monocracia no sólo van más allá de los cargos directamente implicados en el baile de sillones por cuestiones políticas, sino que se extiende en toda la Administración Pública la idea de cuáles son las reglas de juego. Si una joven promesa, que acaba de entrar en una administración, tiene ambiciones profesionales, se dará cuenta de que dedicar el 100% de su esfuerzo a hacer un trabajo impecablemente profesional quizás no es la mejor manera de llegar a lo más alto. Eso no quita que no haya una enorme cantidad de servidores públicos haciendo una labor encomiable y absolutamente imparcial –son la mayoría, por fortuna–. Pero no podemos ponérselo tan difícil: los incentivos del sistema no les benefician, sino que les ponen trabas en el camino. Son héroes. Y unas administraciones tan enormes y complejas como las nuestras no pueden depender tanto de heroísmos individuales.
Además, como Thompson advirtió, la dependencia organizativa de una única legitimidad, lejos de hacer que la máquina burocrática funcione con gran eficiencia porque hay un liderazgo claro (otro día habrá que hablar de nuestra peculiar mezcla de jerga de liderazgo anglosajona con un autoritarismo rancio en la práctica), órdenes claras y demás, fomenta la conformidad y el conservadurismo organizativo. No es casual que nuestras administraciones –con excepciones (de nuevo, por culpa de nuestros atareados héroes funcionarios)– sean poco innovadoras, sobre todo en cuestiones organizativas. En una monocracia, todas las recompensas (ascensos y descensos) vienen de una única “jerarquía de autoridad” –pasando a un segundo plano tu reputación o la “estima de tus pares de profesión”–, con lo que hay pocos incentivos para “retar” al poder con una idea nueva para resolver un viejo problema. Hay que pensar que toda innovación implica, en primer lugar, un cuestionamiento del status quo, y, por tanto, tiende a generar conflicto –sobre todo con el que está arriba–. Pero el conflicto, el choque de perspectivas diferentes sobre un tema, genera creatividad y permite la mejora. Y la monocracia hace lo contrario: minimiza la posibilidad de conflicto, lo que nos conduce a instituciones con un sesgo intrínseco conservador.
Por si fuera poco, la monocracia crea además un estado psicológico de ansiedad en la administración. A medida que vamos ascendiendo en una jerarquía, resulta cada vez más difícil determinar qué acción puede ser recompensada favorablemente y cuál no: qué nos meterá en la lista blanca y qué nos meterá en la lista negra. Nos movemos en un mundo de vaguedad, subjetividad y vaivenes políticos. El no saber qué es lo que hay que hacer para poder ser recompensados genera ansiedad y una gran aversión al riesgo. Intentemos, pues, “jugar seguro” y, sobre todo, no probemos nada nuevo, porque a saber qué nos puede pasar. Además, da incentivos a invertir esfuerzos en conspirar (aunque sea con la mejor intención del mundo). La competición en las monocracias se vuelve muy individualista e incluso “malévola”, en opinión de Thompson. La inseguridad de qué va a pasar con tal ministro, consejero o alcalde lleva a los miembros de la elite político-burocrática a actuar de forma tribal, en ocasiones agrupándose en torno a un cabecilla, líder o patrón.
Esto se puede ver en las crónicas periodísticas que narran la vida en las esferas medias y altas de nuestras instituciones públicas. Por ejemplo, El País ha descrito en muchas ocasiones la tensión y ansiedad que parece existir en las instituciones públicas madrileñas, escindidas entre lealtades cruzadas a varios dirigentes. El lenguaje empleado es revelador: “la cuadra aguirristalanza mensajes un día sí y otro también” o “todos en el Ayuntamiento son conscientes de que ya ha empezado el baile de navajeos incluso en el Palacio de Cibeles para colocarse de cara a 2015” .
En definitiva, la monocracia no sólo nos perjudica a todos los ciudadanos –porque favorece los abusos por parte de quienes nos gobiernan–, sino que también perjudica a muchos de los que están metidos en el juego –que sufren continuos “navajeos” y viven en un estado de incertidumbre poco saludable–. La monocracia no es buena para nosotros ni para la mayoría de ellos.
Por tanto, los funcionarios podrían beneficiarse de un pacto tipo public service bargain británico tanto como nos beneficiaríamos el conjunto de la sociedad. Hay, además, muchas versiones de ese acuerdo: no tenemos por qué copiar literalmente el modelo anglosajón. Pero sí que deberíamos hacer algo para reducir el carácter monocrático de nuestras instituciones. Lo primero es empezar a discutirlo, y espero que esta entrada contribuya un poco a ello.