Cuando en 2011, Anders Breivik mató a 77 personas en Oslo, El País me pidio un analisis sobre de posibles causas de fondo e implicaciones del atentado. Descontento con las pseudo-teorías que empezaban a emerger entonces – que si los estados de bienestar más prosperos esconden monstruos detrás de sus inmaculadas fachadas; que si Noruega había sido demasiado tolerante con el ascenso de la extrema derecha (o, por el contrario, permisiva con los islamistas radicales) –acabé escribiendo una especie de “anti-analisis”: dado que no es posible tirar de un hilo causal que ligue el atentado a unas causas concretas (y mucho menos a unas determinadas políticas), lo más sensato sería no extraer implicaciones politicas. O sea que, al día siguiente del atentado, “Noruega despierte como Noruega”.
Lo que pasó en Oslo, así como otros atentados cometidos por individuos aislados, son hechos accidentales, prácticamente imprevisibles. Un “fallo humano” de gran envergadura (el cerebro falla), genera una motivación psicópata. Y una larga serie de circunstancias facilitan la oportunidad para actuar: ausencia de diagnostico o tratamiento, acceso a armas o a una cantidad de dinero importante para comprarlas, todo sumado quizás a una experiencia personal traumática u otros elementos. Una combinación que, por su propia naturaleza, no se puede predecir. No podemos saber qué extraña mezcla de motivaciones y oportunidades producirá el próximo terrorista solitario. Sin embargo, al tratarse de un acto de violencia humana, intentamos buscar una explicación y, consecuentemente, pedimos cambios a nuestros políticos. Los que sean, pero que hagan algo para que esto no vuelva a suceder.
Curiosamente, tenemos la reacción casi contraria cuando ocurre una tragedia como la del tren de Santiago. En casos así escasean los análisis de fondo y toda la atención se centra en las causas concretas del accidente. Además, en un país tan extremadamente judicializado como el nuestro, donde casi lo único que importa es lo que dicen los jueces – ya sea en relación a casos de corrupción, a la privatización de servicios públicos, o a los despidos laborales (hagan un esfuerzo y traten de encontrar países con la vida mas judicializada que España. A mí me cuesta horrores) – la concentración en las causas inmediatas de la tragedia es incluso mayor. Los únicos responsables serán aquellos que puedan ser “encausados” jurídicamente, como pasa en los casos de corrupción, donde, si algún desvarío político no se puede probar (o la prueba puede ser convenientemente anulada por un defecto de forma), no pasa nada de nada.
De forma análoga a otros casos anteriores, en Santiago todo apunta a un “fallo humano” del maquinista. Habrá indudablemente una revisión al alza de los mecanismos de seguridad, presentada solemnemente por unos politicos que serán alabados en los medios de comunicación por su “gestión eficiente de la tragedia”. Pero seguramente se acabará imponiendo el consenso de que ha sido un accidente, que errar es humano, y que estas cosas pasan de vez en cuando, porque ningún sistema de seguridad elimina 100% el riesgo.
Sin embargo, la mera intuición nos puede llevar a pensar que hay una probabilidad – que, desgraciadamente, ahora ya sabemos que es mayor que cero – de que se produzca un despiste fatal en maniobras de reducción de la velocidad de tal calibre. No es descabellado pensar que es un dislate que los trenes puedan circular a 200km/h en tramos cercanos a curvas cerradas - o a 139km/h por estaciones donde no paran, como ocurrió en el terrible siniestro de Castelldefels en 2010 - aunque en ambos casos esas velocidades estuvieran permitidas por las regulaciones de seguridad existentes. En Castelldefels, la causa inmediata de la tragedia en la que fallecieron más de una docena de personas fue el comportamiento temerario de las propias víctimas. Pero a nadie se le escapa que un límite de velocidad más bajo hubiera minimizado la magnitud de la tragedia.
En general, España ha sufrido durante las últimas décadas de una “cultura de la alta velocidad” o una burbuja ferroviaria: los políticos se han puesto como locos a vender proyectos megalómanos para construir los trenes (y metros) más rápidos y que paren en más lugares. Ha sido un ejercicio político perfecto, pues ha dado muchos votos. Los investigadores Luis de la Calle y Lluis Orriols mostraron en un estupendo trabajo cómo abrir una estación de metro se traducía en más votos para el PP en ese barrio.
Además, los políticos han logrado capturar el botín de votos sin tener que pagar gran parte de los costes. Me refiero, en primer lugar, a los costes económicos, pues se ha podido recurrir a esquemas de endeudamiento bizantinos que han generado unas deudas aberrantes a pagar por parte de generaciones venideras. Los políticos han podido externalizar también los costes de eventuales tragedias, gracias a que las responsabilidades punibles se pueden concentrar en los operadores últimos del sistema, como parece que sucedió en el caso de la tragedia del metro de Valencia, y como podría suceder en esta ocasión.
Como señaló Roger Congleton en relación al desastre del Katrina, los políticos que deberían invertir en aumentar las medidas de seguridad ante una tragedia terrible pero muy infrecuente pueden pensar que a ellos nos les tocará la desgracia. Los políticos tienen incentivos perversos en relación a las tragedias, lo cual obviamente no quiere decir que los políticos sean perversos. Simplemente, que ellos toman decisiones cuyos costes no asumen en su totalidad y que, por tanto, pueden minusvalorar según que consideraciones.
En todo caso, la responsabilidad última no es de los políticos, sino nuestra, de la sociedad española. Está muy fragmentada, pero todos tenemos un trocito de responsabilidad aquí. Los que somos miopes, en el fondo, somos los votantes, tal y como han investigado Healy y Malhotra. Los votantes tendemos a premiar a los políticos que gestionan eficazmente una tragedia. En su caso, estudian tragedias naturales, pero es plausible que un mecanismo similar funcione en otras desgracias. Obviamente, no estoy seguro. Es sólo una hipótesis, pero me gustaría saber vuestra opinión. Al mismo tiempo, Healy y Malhotra muestran que no premiamos a los políticos que invierten en medidas de prevención. Eso distorsiona los incentivos de los políticos: saben que es más económicamente eficiente invertir en prevención, pero también que es políticamente más eficiente guardarse el dinero para gestionar una tragedia.
Insisto, no quiero decir que la responsabilidad de estas tragedias ferroviarias que hemos sufrido sea de los que tomaron las decisiones políticas fundacionales – por mucho que ellos sí hubieran tratado de responsabilizarse en su momento. Recordemos aquellas míticas frases: “yo traje el tren aquí”. No hay unos responsables únicos, pero sí creo que existe una difusa responsabilidad colectiva con la que debemos cargar todos y que nos debe hacer reflexionar antes de que alguien nos quiera vender modelos de transporte innovadores y teóricamente muy seguros.