Una de las grandes cuestiones que articula los debates en ciencias sociales consiste en determinar hasta qué punto son la carga genética o los procesos biológicos, en comparación con influencias del entorno, los que determinan los comportamientos humanos (nature vs. nurture). Entre algunos científicos sociales la alusión a factores como los genes en ocasiones genera escepticismo, cuando no directamente suspicacia, como demuestra, por ejemplo, la acalorada reacción que generó la publicación de The Bell Curve en los años noventa y la controversia que suscitaron sus supuestos, conclusiones e implicaciones en términos de la reproducción de las desigualdades sociales.
En esta entrada abordo un tema también controvertido que se encuentra bajo el paraguas de este gran debate. En concreto, las actitudes, preferencias y comportamientos “típica” (o estereotípica)mente masculinos o femeninos que se manifiestan en la edad adulta en cuestiones tan relevantes como la elección de estudios, la distinta representación en tipos de ocupaciones, la intensidad de la participación laboral o la dedicación a los cuidados de los hombres y las mujeres. Por supuesto el debate general consiste en determinar si son sus características innatas, o bien las oportunidades y restricciones que impone el entorno, las que en mayor medida influyen en estos comportamientos. Sin embargo, demostrar empíricamente el peso de estas dos familias de factores es una tarea muy compleja, entre otras cosas porque ambos tipos de influencias comienzan en la primera infancia y habitualmente no se dispone de datos adecuados que permitan medirlas con precisión y diferenciarlas de manera clara. ¿Existe realmente una preferencia prácticamente innata por distintos colores o tipos de juguetes según el sexo del individuo o se trata de diferencias socialmente inducidas? ¿Es cierto que las niñas son mejores que los niños en materias relacionadas con el lenguaje y los niños destacan en cálculo y habilidad espacial independientemente del refuerzo en uno u otro ámbito que hagan las familias y las escuelas?
Veamos en primer lugar cuándo comienzan a apreciarse preferencias y comportamientos diferenciados según el sexo. La literatura especializada suele encontrar, por ejemplo, que no existen diferencias entre niños y niñas en sus preferencias por colores (rosa/azul) antes de los dos años. A partir de ese momento, en cambio, las diferencias son significativas y se intensifican con la edad (aquí), de modo que los gustos van divergiendo cada vez más entre los niños y las niñas a medida que crecen. Otro resultado revelador de este trabajo consiste en que las preferencias intertemporales de los niños y niñas son más volubles que las del grupo de sus padres y madres, que muestran preferencias por colores mucho más estables. Las preferencias por juguetes típicamente “de niños” y “de niñas” parecen manifestarse antes, en torno al año de edad, y cerca de los tres años se observa segregación en los compañeros de juegos preferidos (niños con niños, niñas con niñas), un fenómeno éste último que, además, parece ser bastante universal (una revisión aquí). También es ya marcada en torno a esa edad una diferencia en los tipos de juegos que practican niñas y niños y la diferencia se acrecienta a lo largo de la infancia, con las niñas intensificando sus preferencias por actividades estereotipadas en mayor medida que los niños (aquí).
Sin ninguna intención de hacer una revisión completa del estado de la cuestión, hoy me referiré al trabajo de un grupo de neurocientíficos y psicólogos que está desarrollando una línea de investigación muy interesante sobre la presencia de ciertas hormonas sexuales en la primera infancia y su relación con algunos comportamientos típicamente masculinos y femeninos (como los que ya he mencionado) en los primeros años de vida. En la mayor parte de los estudios se analiza la testosterona, una hormona sexual presente en los mamíferos y otros tipos de animales que se encuentra en cantidades significativamente mayores en los adultos machos que en las hembras. El análisis de las hormonas es relevante porque se entiende que éstas influyen en procesos básicos del desarrollo cerebral y, en consecuencia, tienen efectos permanentes en el comportamiento de los individuos. Aunque las intervenciones con animales han demostrado que tanto la exposición natural como la aplicación inducida de testosterona en hembras aumenta los comportamientos típicamente masculinos incluso en la edad adulta (aquí), cuando se analiza con detalle la todavía escasa investigación con bebés y niños pequeños los resultados deben, sin embargo, matizarse un poco más.
Dado que por motivos éticos no es viable la aplicación aleatoria de distintos niveles hormonales a mujeres embarazadas o a recién nacidos, la investigación se ha basado tradicionalmente en individuos con alteraciones genéticas que afectan a sus niveles hormonales o en aquellos cuyas madres recibieron tratamientos hormonales durante la gestación. Los estudios que analizan los efectos de los niveles hormonales “normales” en niños y niñas ofrecen resultados menos contundentes.
Por una parte, los niveles de testosterona en la sangre de la madre durante el embarazo se relacionan linealmente con la participación en actividades y con juegos y juguetes estereotípicamente masculinos en niñas de tres años y medio, pero no en niños (aquí). Esta diferencia puede deberse, según los autores, a que los niños tienen ya niveles elevados de testosterona prenatal, con lo que las diferencias entre ellos son reducidas. En cambio, los niveles de base en niñas son mucho más bajos en condiciones normales.
Por otra parte, los resultados de diversas investigaciones no son concluyentes respecto a la presencia de testosterona y otras hormonas sexuales y su relación con cuestiones como la timidez o las habilidades espaciales y numéricas en niños y niñas, a pesar de que se suelen observar diferencias de género en la población adulta en este tipo de competencias. En un trabajo reciente, en cambio, (aquí) se analiza la relación entre el nivel de testosterona hallado en la saliva en los tres primeros meses de vida, una etapa que desde el punto de vista hormonal se conoce como la mini-pubertad, y la riqueza y cantidad de palabras que se emplean entre los meses 18-30. Controlando por la posible influencia de otros factores relevantes para explicar la expresión verbal, la testosterona se relaciona con niveles más bajos de vocabulario expresivo tanto en niñas como en niñas y parece explicar en parte las diferencias de género en esta medida, que se encuentran para estas edades bien establecidas.
Esta línea de investigación ofrece apoyo a la idea de que la presencia de determinadas hormonas se relaciona con preferencias y comportamientos diferenciados según el sexo. Sin embargo, en ausencia de una explicación sobre por qué podrían los mecanismos biológicos/genéticos activarse o manifestarse a partir de una cierta edad y no antes y por qué lo harían solamente en ciertos ámbitos y no en otros, los resultados apuntan de manera bastante clara a que las diferencias se explican también en gran medida por factores que tienen que ver con la socialización, bien en el entorno de la familia, en los centros escolares o a través de los mensajes que se reciben de los medios. El discurso de las familias para explicar las preferencias diferenciadas de sus hijos e hijas, en caso de que lo estén, suele recurrir implícitamente a una cierta programación que parece venir con el sexo (“los hemos educado exactamente igual y la niña juega con muñecas y el niño con camiones”). Los resultados de las investigaciones más recientes, y que complementan la visión excesivamente centrada en los procesos de socialización que tradicionalmente hemos mantenido los científicos sociales, respaldan solamente en parte este tipo de explicaciones.